Basado en una historia real
Hacía varios días que no sabía nada de
él, y esto me dio que pensar. Revisé mentalmente lo hablado la última
vez pero no hallé nada que me indujese a creer en algún malentendido que
lo distanciase de mí. Entonces ¿a qué era debida esa repentina y
prolongada incomunicación con el que, consideraba yo, era uno de sus
pocos amigos? Decidí llamarlo.
─ Diga ─se oyó con voz quejumbrosa al otro lado de la línea.
─ Alfredo, soy yo Antonio.¿Estás bien? No sé nada de ti desde hace días.
─ Antonio, ahora no puedo hablar. Perdona. Te llamo en otro momento…
─ Pero ¿qué te ocurre? No te encierres,
Alfredo. Debes salir, aunque solo sea para dar una vuelta a la manzana.
Cruzarte con la gente por la calle te hará bien, hazme caso.
─ Ya, Antonio. Eso mismo me ha dicho mi médico. Pero no puedo.
─ Pues debes hacerlo, prométeme que lo
harás ─y colgué. No quise atormentarlo más. Quizá debía dejarlo
recuperarse y no interferir en su deseada soledad.
Alfredo encendió uno de sus cigarrillos
puros. Miró a la ventana y vio el edificio de enfrente. En otras
circunstancias habría salido sin dudarlo, porque el día estaba límpido
de nubes y la temperatura era agradable. Pero negó con su cabeza,
recordando esas últimas palabras de su amigo, y se sirvió una copa que
engulló de un solo trago, acompañándola de su medicación. Después se
dirigió al tocadiscos y buscó entre sus vinilos. Sí, ese de Led Zeppelin
estaría bien. Black Dog comenzó a sonar mientras él, recostado en su
sillón, cerraba los ojos para rememorar los mágicos momentos en que
escuchó por vez primera esos acordes de guitarra eléctrica.
Adormilado percibió que la música cesaba.
La aguja retornó a su posición de reposo y él se levantó para darle la
vuelta al vinilo. Se hallaba próximo a la ventana que daba al callejón
trasero y percibió esos aromas tan conocidos provenientes del obrador de
pastelería que se encontraba debajo de su vivienda. Muchas veces había
estado en ese salón de té, degustando las exquisiteces allí elaboradas
mientras tomaba un café solo, bien cargado. Tan solo tenía que ponerse
algo decente, no necesariamente ir trajeado como era su costumbre, para
bajar hasta él. Debía estar trabajándose en algo nuevo que tenía que
saborear, aunque fuera en solitario y ya no con esa mujer con la que
tantas tardes compartiera, además de su alcoba, esos agradables
momentos. Esa que le abandonó y que fue la causa de su caída, de su
severo alcoholismo.
Nadie podría asegurarme si Alfredo llegó
finalmente a bajar a la calle. Tal vez lo hiciese por cumplir la promesa
que me hizo, me cabe la duda. Lo cierto es que, pocos días después, se
me comunicaba telefónicamente el fallecimiento ocurrido unos días antes.
Había muerto en su domicilio en extrañas circunstancias. Me quedó un amargo sabor.
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