sábado, 24 de junio de 2017

El último viaje

Miro al cielo, a ese mismo que he estado viendo durante años desde el interior de las cuatro paredes y, sin embargo, ahora es distinto porque mi vista no está limitada por ellas. Y también vuelvo la vista atrás, como si aún no creyera que ya no estoy allí, que por fin puedo tener libertad. Los dos guardias apostados en la puerta esperan que me vaya. No tengo donde ir, pero sí tengo claro que no volveré a entrar. Por mí pueden volver tranquilos a sus puestos. Pero no se mueven.

Echo a andar con dificultad. El espacio desmesurado en el que ahora puedo moverme con total libertad es el mismo que me limita. El bosque, ese que soñaba alcanzar desde dentro, tan cercano entonces, me parece inalcanzable. Decido que no iré hacia él. Más bien tomaré la carretera, con la vaga esperanza de que algún samaritano conductor decida acogerme en su vehículo, despreciando el riesgo, llevándome a ninguna parte sin conocer a la persona que lo acompaña en su trayecto. Mientras camino por el margen izquierdo mi mente comienza a trabajar en la excusa. "El vehículo se me ha averiado". No. No ha visto ningún otro en la carretera. "Otro conductor me ha dejado", pero entonces, ¿por qué motivo? "No sé quien soy, ni de donde vengo ni adonde voy"... "He sido atacado por alguien y abandonado ahí, en el bosque". Pero entonces ¿cómo explicar esa maleta que porto? ¿Y qué es lo que contiene? "No es de su incumbencia", respondería amablemente. "Si no le importa, conduzca y déjeme en el siguiente pueblo"...¿Y si fuera una mujer? Llevo mucho tiempo sin ver una. Mis instintos no me dejarán razonar con frialdad y, con seguridad, la atacaría.
Un coche frena unos metros por delante. Parece dispuesto a acogerme, de otro modo no tendría ningún sentido la detención. Me acerco con cautela y veo su rostro en el espejo retrovisor. Se trata de un hombre, lo que apacigua, por el momento, mis deseos. "¿Podría llevarme?" pregunto sin más introducción. "¿Dónde va?" pregunta a su vez, sin interesarse por mi situación. "Si le parece puede dejarme en el próximo pueblo o ciudad". "¿No sabe dónde está? ¿Tiene algún problema?" "Mi mujer me ha abandonado" respondo con rapidez para evitar que deduzca que estoy urdiendo una excusa. Él me mira de arriba abajo, circunspecto, dudando si realmente dejar que me siente a su lado. "Está bien, suba".
El vehículo arranca despacio y se incorpora de nuevo a su carril. El tipo permanece silencioso. Parece que no quiere indagar más en el motivo del desamparo. Pone la radio para evitar tener que hacer más preguntas o que, a su vez, yo las haga, y conduce concentrado. Ningún vehículo cruza o adelanta. El sol sigue alto y tan solo unas nubes a lo lejos anuncian una tormenta sin igual. En la radio suenan canciones viejas. Debe haber puesto una de esas emisoras del recuerdo. De pronto se interrumpe el programa y una locución en un extraño idioma se hace hueco, Él no hace nada por cambiar el canal, como si entendiese lo que están diciendo. Así transcurren un par de minutos, hasta que el locutor hace, por la entonación dada, unas preguntas. Entonces es cuando me mira y sonríe. A continuación responde, sorprendentemente a lo preguntado, entablando una conversación con el locutor de la que no entiendo absolutamente nada.
Las nubes nos han alcanzado. A pesar de que no hemos llegado a ningún sitio y la tormenta parece inminente, deseo apearme. El cielo se ha vuelto negro y la recta carretera asciende por una pendiente montañosa. El tipo acelera vertiginosamente, Le digo que he cambiado de opinión y le pido que puede dejarme ahí, junto a ese árbol, que no se preocupe por mí, estaré bien. Él responde, de nuevo en mi idioma, que el viaje no ha concluido, que solo acaba de empezar.

Noche de brujas

No escapaba a su perspicacia, a su sexto sentido tan común entre todas las mujeres, que se acercaba su día. Pero aún llevaba poco tiempo en ese pueblo y nadie sabía de dónde venía, los suplicios que tuvo que pasar en el penoso camino recorrido. Su enmarañado pelo, cubriendo los afortunados rasgos faciales, iba tornándose gris, adquiriendo ese estado canoso que determina una vejez prematura. Las largas noches a la intemperie, expuesta a los ataques de los lobos que aullaban cerca y que nunca se acercaron, quien sabe por qué. Olía como ellos, consecuencia del largo peregrinar sin hallarse al abrigo de cuatro paredes, de disponer de un baño donde hacer sus necesidades y poder lavarse. Solo unas escasas y breves tormentas de verano le proporcionaron una incipiente limpieza que no duraría mucho. Y aún así su compañía no era recibida.

Ya había llegado a sus oídos que era una mujer con muchas posibilidades. El recurso a sus dotes curativas, un par de visitas para unas dolencias estomacales y algunas otras para migrañas, ladillas o enfermedades respiratorias, entre otras, se hizo muy popular. El médico del lugar incluso llegó a pedirle, con el mayor respeto, que le dejara hacer su labor ya que, de otro modo, se iba a ver forzado a abandonar el pueblo dada la precaria situación económica que arrastraba desde hacía meses. Pero ella siguió acopiándose de hierbas, mezclando los componentes necesarios para conseguir la esencia curativa correspondiente. Y siguió recibiendo visitas. No tenía miedo a las represalias que pudiera adoptar aquel medicucho que no era capaz de solucionar las dolencias que aquejaban a sus visitas. En el peor de los casos haría como la última vez, abandonarlos a su suerte obligada por una fuerza superior, por la autoridad gubernamental.

Nunca fue una mujer perseguida, simplemente expulsada. Y como no tenía familia que mantener, su nomadismo no le suponía ningún problema. Mucho tiempo atrás, un hombre la poseyó salvajemente, la embarazó. Sin embargo, era consciente de que esa criatura no tendría una buena vida, no soportaría los extremos de que ella sola sí era capaz, y por eso recurrió a quitarlo de su vientre. No fue tarea difícil, mucho menos para ella conocedora de los secretos de la naturaleza. Y volvió a verse libre, sin ataduras.

Por aquellos años comenzó a circular entre el populacho la aparición de una nueva institución que perseguía herejes, apóstatas, y otra serie de personas no admitidas por la sociedad por cualquier otra razón. Ella no prestó demasiada atención. Nadie podría hacerle daño a una mujer tan fuerte, con tanto poder. Nadie. El miedo se apodera con facilidad de las mentes débiles. Para ella simplemente era como la necesidad de comer o dormir, una debilidad que podía anular. Tuvo miedo, sí, pero cuando era niña. Ese estadio fue superado y ya no lo tendría nunca más.

El otoño había entrado. El suelo se cubría de hojas marrones, ocres, amarillas, todo un espectáculo de color irrepetible en otra época del año. Sus paseos por el bosque, sola, en la tranquilidad de no correr ningún peligro, le proporcionaban una paz sin igual. Desconocía que la acechaban ojos vigilantes, cautos, sin atreverse a dar el paso de asaltarla. Ojos que trasladarían por sus bocas lo que aquella mujer hacía. Bocas que acusaban, quien sabe si injustamente, sus acciones, sus creencias. Todo desembocó en una incriminación ampliamente respaldada por otro conjunto de mentes débiles, subyugadas. El juicio, si así podía llamarse, devino sumarísimo y ella fue condenada a morir en la hoguera, precisamente la noche del 31 de octubre de ese mismo año, sin posibilidad de remisión.

Las hogueras fueron preparándose durante el día. Junto a ella arderían otros tantos. Desde su celda presenciaba los arduos trabajos de acopio de leña, la suficiente para que el reo ardiera inclemente durante horas. A ella no le preocupaba ese detalle. Miraba a través de los gruesos barrotes, sin que asomara una lágrima a sus ojos. La gente dirigía esquivas ojeadas a la torre-prisión, querían evitar a toda costa que se les hiciera un mal de ojo por los endiablados allí recluidos.

Y llegó la noche. Una noche de una gran luna llena. Los lobos aullaban en las montañas cercanas. Los presos fueron sacados de sus celdas y llevados hasta sus respectivas piras. La muchedumbre se agolpaba frente a ellas, expectante por presenciar esas hogueras donde iban a arder todos los indeseables soldados de Satanás. Ella miraba sus ansiosas caras esbozando sonrisas que proclamaban su triunfo. Alguien dijo "quien rie último rie mejor". Tal vez esa noche fuera una noche de celebración para todos.

La angustia de sus compañeros de fatiga era palpable. Los llantos, las entrepiernas húmedas por haber sido incapaces de contener su terror, sus gritos desesperados pidiendo el perdón en última instancia, de nada servirían en esa postrera hora. El cercano campanario anunció la llegada de la medianoche. Atados fuertemente, las piras fueron iniciadas. Y amparada en el crujir de los maderos, de los desgarradores alaridos que salían de las débiles gargantas, ella sencillamente comenzó a aullar como un lobo. Conocía muy bien el significado y no tardaron en aparecer por la plaza decenas de lobos con sus rojas fauces dejando asomar unos excelentes colmillos. La gente tardó en percatarse del peligro. Cuando comenzó el ataque de los cánidos, algunos huyeron despavoridos. Los que tuvieron la suerte de ver venir el peligro y escapar mientras los hambrientos lobos se daban con los desafortunados un buen banquete a la luz de las hogueras. Ella sonreía viendo la escena. El fuego la envolvía sin quemarla.

Al amanecer, aún encima del rescoldo, se desligó de las ataduras y recuperó algunas valiosas pertenencias de los cadáveres. A continuación dirigió sus pasos hacia el cercano bosque para no volver por allí nunca más. 

Plato frío

¿Recuerdas cuando éramos niños? Ahora, con los ojos de un adulto, sabiendo lo que el paso de los años otorga a todo ser humano, diríase que era un comportamiento normal a esa edad, aunque sigo pensando que tu crueldad hacia mí era desmesurada. ¿Por qué tenías que reírte de todos mis actos, mis opiniones o aún mis gestos? ¿Por qué tenías que hacerme un desgraciado?

No obstante, seguía a tu lado, porque eras mi único amigo, mi confidente, mi apoyo. Quizá porque nadie más se reía como tú, porque todos se apartaban de mi lado, porque tú parecías comprenderme, y soportarme. Quizá porque me acompañabas o, tal vez, hacías que te acompañara a todos esos sitios que querías visitar, los múltiples peligros que los acechaban y que no podías dejar de correr, las afrentas que podíamos procurarnos en esos comportamientos incívicos... Más de una regañina de mis padres me llevé a cuenta de tus actos, sin contar algún que otro castigo, más o menos severo. No me importaba. Como tampoco me importaba el que dudaran de mi condición sexual por el simple hecho de hallarme siempre a tu lado. No. Yo tenía muy clara mi atracción irrefrenable hacia las mujeres, pero de ti... ¿qué se pensaría?

El curso de montañismo, al que, como todo lo demás, también me hiciste apuntarme, se me antojó necesario, dada tu temeridad y tu arrojo, tu capacidad y determinación para superar todo reto imaginable. Y la verdad es que disfruté con él, porque sabía que, tarde o temprano llegaría el día, el día que subiríamos a una cima. Porque tú querías llegar muy alto. Decidiste que el Puigmal era una opción. No era un ascenso complicado, según pude oír, si se realizaba en época estival. Ni pensarlo en pleno invierno. Y aunque amaneciera nublado, con pronóstico de tormenta, no te importó. Cogimos nuestras ligeras mochilas dispuestos al ascenso desde el valle de Nuria. Con suerte la tormenta se desencadenaría con el descenso, posiblemente cuando estuviéramos en la seguridad del albergue.

El ascenso fue fácil gracias a tu buen conocimiento de los mapas, con esas endiabladas e incomprensibles curvas de nivel que parecían indicarte el camino. Yo solo te seguía, confiado en que sabías por dónde caminábamos.

Y lo logramos. Llegamos a la cima desde donde se divisaba, al otro lado, territorio francés y gente subiendo por esa cara. Las nubes quedaban mucho más abajo. Arriba el cielo era límpido. Tenía ilusión porque llegaras, porque no te podía dejar con ese reto sin alcanzar. Dejamos nuestra impronta en una insignificante y barata libreta de anillas oculta en un símil de caja fuerte, dentro de una roca. Sonreí, ahora había llegado mi momento.

Comenzamos a descender. No era cuestión de tentar a la suerte, de tener que soportar una tormenta a esas latitudes. El terreno era resbaladizo, por la pizarra desmenuzada que cubría el monte. Era preciso pisar con precaución. Te lo avisé, pero no me hiciste caso. Por eso ahora te veo ahí, despeñado, con la cabeza rota por el golpe que te diste contra esa roca. Ya no puedo hacer nada por ti salvo que, cuando llegue al albergue, avise a la Guardia Civil, división de Montaña, para que rescaten tu cuerpo sin vida. Sufriste un desafortunado resbalón. Mi aparente dolor dará la suficiente credibilidad.

Hasta nunca, amigo.

Obstinado impedimento

Ese día, al regresar a su nueva vivienda, Sparrow se sorprendió de ver aquel obstáculo que, como una broma de muy mal gusto, pretendía impedirle el acceso. Lo retiró sin ningún esfuerzo y no comentó nada a su mujer, aunque le extrañó que ella no hubiera llegado a percatarse de su colocación, tan avispada como era. Se acercó hasta donde estaba y comenzó a hacerle arrumacos. Ella los rechazó amablemente y señaló su vientre. Pronto tendrían descendencia.

No dejó de dar vueltas al asunto el resto del día y pensó que, tal vez, alguien lo hiciera porque se considerara con más derecho que ellos, porque quisiera que la abandonaran bajo ese tipo de amenazas encubiertas, cobardes. No estaba dispuesto a ceder. Lucharía con todas sus fuerzas por conservar aquella fantástica propiedad. Una vivienda muy bien orientada hacia el sol, que prácticamente todo el día era bañada por su agradable luz y calor. La parte sur estaba próxima a unos hornos y esto constituía un riesgo, pero Sparrow era muy dado a minimizarlos. Su mujer estuvo de acuerdo con la elección y, viendo la ilusión que le embargaba, no quiso arrebatársela. Hicieron los acomodos necesarios y se instalaron en ella, dispuestos a pasar allí mucho tiempo.

Por la mañana escuchó unos ruidos en el exterior. Volvían a la carga. Se dirigió rápido hacia la puerta. Nadie, pero estaba convencido de haberlo oído, de que alguien se había acercado de nuevo con el propósito de expulsarlos con una nueva y desconocida amenaza. Miró largo rato a su alrededor y no detectó movimiento alguno. Se marchó intranquilo, temiendo por la seguridad de su pareja y por la descendencia que esperaba, aunque no tenía otra opción. Tenía que cumplir con su deber. Ella, mientras, seguiría preparando la habitación, acondicionándola para que resultara acogedora y agradable a la vista de los que estaban por llegar.

El feliz desenlace estaba próximo. Los dos estaban locos de contento y ni siquiera repararon en aquel extraño ruido que volvía a repetirse. Él volvió a marchar otra mañana. En esta ocasión para hacer acopio de alimento para los que iban a llegar. Ella puso los huevos y entonces lo oyó, entonces se dio cuenta de la veracidad de las percepciones de su esposo, y temió por su vida y la de los pequeños. Se asomó ligeramente por la ventana junto a la puerta. Una gran malla estaba siendo colocada por una mano misteriosa cerrándoles la salida al mundo exterior, condenándolos a morir allí encerrados. Hizo todo el ruido que pudo para espantar al miserable que la estaba poniendo y parece que surtió efecto. Finalmente, con mucha cautela, decidió asomarse.


Retiró algo la malla para salir. Ésta flexionó, rozando con sus afiladas puntas el costado de ella, hiriéndola, y se colocó en una posición más complicada para poder quitarla. Se quedó allí fuera, agazapada, temerosa por sus crías, esperando a que él llegara y confiando en que, entre ambos, fuera posible deshacerse de ese fatídico objeto, dejando expedita la entrada a su vivienda.

Cuando él llegó, ella estaba agotada, sin fuerzas para ayudar a su desesperado esposo que cada vez que tiraba de la malla la iba colocando en una posición aún más complicada. No pudieron entrar. Sus hijos quedaron para siempre en aquella maldita vivienda.