miércoles, 25 de marzo de 2015

Pintando aquellos extraños bisontes (II), Neandertal

Pintando aquellos extraños bisontes por todas las paredes, el chico autista se pasaba las horas. Los médicos aconsejaron que se le dejara hacer, que de esa forma se relacionaba con los demás y se sentía feliz.


Su acción nos recordaba a nuestros más lejanos antepasados, a aquellos primeros hombres que comenzaron a pintar en las cuevas escenas de su vida cotidiana, de las cacerías, de sus encuentros grupales... Lo que sí empezó a preocuparnos fue a partir de la barbacoa del domingo, cuando comenzó a frotar dos palitos intentando hacer fuego.

Pintando aquellos extraños bisontes (I), Arte rupestre

Pintando aquellos extraños bisontes observaba el zagal a su padre. Algún día, cuando llegara el momento, él haría lo mismo, a la par que aprendían sus descendientes. Aunque dudaba si alcanzaría a la maestría de su progenitor y esto lo incomodaba hasta el punto de aburrirlo.


Quería salir fuera, jugar con los tapires, o con otros chicos. Gruñó para avisar al padre, este le respondió de la misma forma, y abandonó el calor de la cueva, a la que nunca volvería a entrar y nadie más a salir de ella. Rocas ardientes cayendo del cielo arrasaron el lugar.

¡No hay comida!

- Recluida en el pozo seco, pronto se callará- le dijo el auxiliar a su jefe. - Tengo que reconocer que su mirada de ojos tristes, su llanto implorando perdón por haber pedido que se le diera de comer, estuvieron a punto de hacerme ceder a sus ruegos. Sin embargo, me mantuve firme, fiel al protocolo de este centro de día. No podemos dejar que estos viejos nos manipulen ¿verdad?.

Justo final

Como un bigote a lo antiguo, debajo de la nariz. Así le quedó la cicatriz producida en el accidente, que se negó a disfrazar mediante cirugía estética aunque lo mostrara incongruentemente su femenina cara.



Había llegado al limite de lo soportable y aquella era la señal de la victoria, la que dominaría sobre el resto de marcas en el cuerpo producidas por el indeseable que, en el asiento del copiloto, no tuvo la suerte de sobrevivir.

Luego, si se fijan... (Intolerancia)

Segundo.



Luego, si se fijan, acaban arrancando esa hilacha de su pantalón. Esa hilacha suelta, que en un taller de alta costura le costaría el puesto a una de sus operarias. Sin embargo, aquí se les permite, como tantas otras cosas.


El sastre jefe terminó su perorata, esperando la reacción de alguna de las costureras. Miraba sus caras de contrición, alguna que otra lágrima recorriendo aquellas pálidas mejillas, cuando vio a una de ellas abrazar su tierno osito de peluche.

Luego, si se fijan... (Amigos)

Este es el primero de dos micros presentados al programa La Ventana, de la cadena SER.


- Luego, si se fijan, acaban arrancando esa hilacha de su pantalón.
- ¿Y si no lo hacen?
- Si no lo hacen... ¡siempre poniendo trabas! ¿Quién es aquí el cerebro pensante?
- Tú - dice tímidamente el acobardado chaval, incapaz de plantar cara a su hermano mayor, mientras ve a este con una sonrisa de aprobación, y moviendo afirmativamente su cabeza, mirar al resto de sus amigos.


Su hermano pequeño no puede ver a aquellos que les rodean. 'Hasta para eso es un inútil', piensa. 'Estos amigos sí que me apoyan en todo'.

lunes, 9 de marzo de 2015

La otra

Desplegó ante sus ojos tristones, avejentados, todo el arsenal de artículos de belleza del que había hecho acopio en el último mes. Era una más de sus obsesiones; qué podía tener de malo. Mascarillas, perfilador de labios, rizapestañas, que se anunciaran, compra que realizaba, a lo más tardar, al día siguiente. Pero después ¿para qué? Si casi nunca los utilizaba. Mirándose en el espejo comprobaba que estaba muy guapa tal cual, sin más adorno, y sonrió, dejando asomar unas pequeñas patitas de gallo alrededor de sus ojos, a pesar de verse en la despreciable soledad de su habitación. Esa alcoba que, no hace mucho, abandonara su amante y que aún conservaba su calor, sus esencias, sus risas, pero que reclamaba ardientemente su vuelta, y esto lo deseaba con el mayor de los fervores, para no volver a abandonarla jamás.


Él se lo prometió. Prometió que volvería, que no tardaría más de una hora, ¡y ya habían pasado cerca de tres!. Iba con el firme propósito de decírselo a su mujer. Tras mucho insistir lo había obligado a tomar esa decisión. Sin embargo, algún problema debió plantearse, y comenzaron a asaltarle dudas de que volviera a echarse atrás una vez más. 


Aún seguía sin ropa, ni se molestó en vestirse. Quizá no tardase, quizá debería ponerse para cuando llegara, como viera en tantas películas, simplemente una corbata; tal vez aquella amarilla, con cabezas de caballo sobre herraduras, que guardaba porque no llegó a regalársela. Riñeron por una tontería y no quiso premiarlo por ello. Ahora se arrepentía, pero estaba hecho. Desde que tenía uso de razón, sus ideas se sobreponían a cualquier contravención, y nunca lamentaba las decisiones que tomase. No lo hizo tampoco al dejar al anterior novio, a aquel cabrón que solo le provocaba sufrimientos, al que no le importaban sus sentimientos, sus inquietudes, sus deseos. Se le escaparon unas lágrimas al pensar que ahora, y sin desearlo, volviera de nuevo a la soledad. Y recordó aquellas palabras.


Lágrimas que de mis ojos salen
ante el temor a perderte
tan solo quiero que se igualen
a la alegría de volver a verte


Secó su cara y se colocó la corbata, recostándose en la cama para seguir esperando; el tiempo que fuese necesario. Confió en que todo habría salido bien, que la esposa estaría aún llorando ante esa sorprendente comunicación del marido de abandonarla, sin acaso saber por quién, y que éste se hallaría, posiblemente ya, de vuelta a su nuevo hogar, junto a él. 


Minutos después oyó la puerta. Ya estaba ahí, había dado el paso. Su corazón dio un vuelco. “Has tardado” dijo en voz alta. “Temía que no volvieses”. Echó mano a su miembro, que empezaba a tomar grandes proporciones, para que estuviera apetecible para él. 


Entonces apareció bajo el umbral de la puerta, cariacontecido, con una sonrisa enigmática, como si quisiera comunicar con ella su triunfo o, tal vez, por la agradable imagen que se presentaba a sus ojos. Sea como fuere, únicamente sacó una pistola de su chaquetón y le apuntó. 


Ni siquiera le dio tiempo a preguntar qué significaba aquello. Al segundo disparo comprendió, y solo entonces, por su obcecación con él, que esa era la única salida viable de acabar con la relación.

domingo, 1 de marzo de 2015

Burocracia de reparto

Aquella mañana me levanté con ilusión porque al fin podría solucionar el problema de reparto que, innecesariamente, tantos quebraderos de cabeza nos estaba produciendo. Tan solo debía personarme en las dependencias del registro. Allí todo sería tan fácil como dejar hacer a nuestros regidores, que saben, con la ley en la mano, como se debe actuar. Y a ella nos tenemos que doblegar, porque es de justicia. Me levanté, como digo, con ilusión y, por ello, muy temprano. No quería llegar tarde a unas oficinas que, a buen seguro, pronto estarían inundadas de gente reclamando sus derechos, por lo que con toda certeza debería esperar mi turno, y no estaba dispuesto a perder tan valioso tiempo. Me aseé debidamente, ya que no lo hacía desde tres días atrás por la inutilidad de llevarlo a cabo si no iba a ninguna parte, y salí a la calle dispuesto a dar un agradable paseo en la fresca mañana otoñal.


Cuando llegué, se trataba de mi primera visita, observé que eran unas frías y oscuras oficinas, a las que difícilmente llegaba la luz procedente de unas minúsculas y altas ventanas, con suelos y columnas de mármol, con mesas inundadas de papeles, tras las cuales acertaba a verse a un pálido individuo, creo que se les llama funcionarios, con su cabeza gacha, mirando documentos que tenía por delante.

  • Buenos días- dije dirigiéndome a una de las mesas –venía para que me indique qué documentos tengo que presentar...
  • ¿Tiene usted cita?- me respondió sin levantar la vista como si no le importaran lo más mínimo los conciudadanos a los que debía prestar su ayuda.
  • Pues sí. Me dijeron que viniera hoy...
  • ¿A qué departamento?- me interrumpió brúscamente, aún sin mirarme a la cara, como si mi intervención estuviera molestándolo.
  • La verdad es que no lo recuerdo.
  • Entonces pregunte en aquella mesa- dijo con un tono claramente irritado, su cabeza aún gacha y señalando con su dedo índice a otro compañero.
  • Gracias- dije secamente, ya que me enseñaron desde pequeño que uno debe obrar, ante todo, siempre con educación. Pero solo por eso, porque en verdad no merecía que se las diera.


Y me dirigí a la mesa señalada esperando que fuese recibido con otro talante. Miré por última vez la que acababa de abandonar por si a aquel funcionario le había dado por observar mi marcha. Y ahora sí, ahora me miraba, como si pensase que no fuera a ser capaz de llegar a esa otra mesa. Estos funcionarios deben haberlos sacado de una fábrica donde los hacen a medida, pensé.

  • Buenos días- dije de nuevo, intentando mostrar un tono cordial a pesar de la creciente irritabilidad que me oprimía por dentro.
  • Buenos- me contestó, en esta ocasión mirándome -y fríos- añadió. Vaya, al fin una persona normal, pensé.
  • Quería que me indicase a qué departamento debo dirigirme para un asunto de reparto de bienes.
  • Ya. ¿Qué tipo de bienes?
  • Hablamos de tierras.
  • ¿De secano o de regadío?
  • La verdad es que no se han dedicado a nada aún- contesté algo dubitativo e impaciente.
  • Entonces, ¿cómo quiere que le ayude?- preguntó con un ligero tono de enfado.
  • Pensaba que no hacía falta conocer ese detalle.
  • Pues pensaba mal. Tendrá que venir otro día, cuando lo sepa.

Estaba equivocado. Este provenía de la misma fábrica de desagradables que el anterior. Pero no estaba dispuesto a tirar la toalla.
  • Pongamos que son de secano.
  • Usted verá. Vaya a aquella mesa del fondo.
  • Perdone que le haya molestado en su valioso tiempo. Quizá cuando me haya marchado pueda usted hacer algo que le satisfaga.
  • Oiga usted caballero. Aquí hay que venir con las ideas claras, y bla, bla, bla...

Ahí lo dejé despotricando. La verdad es que no tenía mucha confianza en la tercera mesa, pero era lo único que podía hacer. Con resignación y paso lento me acerqué hasta aquella otra, esperando nuevos problemas que me podrían plantear a partir de entonces.

  • Buenos días- ya me estaba cansando de tanto saludar a quien terminaba por no ayudarme -su compañero de aquella mesa me dijo que usted me atendería en reparto de tierras.
  • Pues le ha informado mal. Yo atiendo reparto de inmuebles, no tierras.
  • Inmuebles, no tierras- repetí, algo cansado -Entonces, ¿quién diablos se encarga de las tierras?
  • ¿De regadío o de...?
  • De secano, por Dios.
  • Entonces tiene que subir a la primera planta. Pregunte allí.


A la primera planta. Quizá después tuviera que ir a la segunda, y hasta a una tercera para, por último, terminar volviendo a la planta baja donde seguramente estaría el dichoso departamento. En eso consistía su diversión, sus periodos de descanso; en marear a los que, para solucionar sus problemas tenían que acudir allí.


Arriba había más luz, pero aún así las ventanas estaban tapadas con cortinas, impidiendo que la luz, tan agradable, del sol, calentara la estancia. Veía una gran habitación, con muchas mesas y sentí una gran desolación. ¿Cuánto tendría que preguntar tras la experiencia de la planta baja? Me dirigí, y no sé por qué lo hice así, al fondo. Quizá porque estuviera más iluminado los oficinistas fuesen más amables.

  • Le deseo que tenga usted un buen día. Quería saber adónde tengo que dirigirme para solucionar un reparto de tierras, de secano- apuntillé; quise empezar con buen pie.
  • Buenos días tenga usted también. Tendrá que acompañarme abajo.
  • Pero si de ahí vengo y me han dicho que era arriba- dije ya claramente molesto.
  • Al hablarles de tierras de secano se imaginarían que querría informarse sobre cultivos.
  • Seguramente el funcionario no prestó atención, y me dijo que subiera.
  • Porque aquí se gestionan los cultivos que se hacen en ellas, pero usted plantea una distribución entre personas. Acompáñeme, no tendrá que dar más vueltas.
  • Le agradezco enormemente que se tome esa molestia.
  • En absoluto.

Y diciendo esto se levantó dirigiéndose hacia una puerta. Esta daba a una lúgubre y húmeda escalera. Descendimos por ella sin hablar y nos detuvimos ante otra puerta. El funcionario sacó una llave de su bolsillo y la abrió. Habíamos bajado, pero la estancia no era la misma que yo había visitado en primer lugar. Le pregunté si esa era la planta baja y me respondió, con gesto de sorpresa, que sí, puesto que bajamos desde la primera. Sin embargo, aquella tenía que ser otra parte de la planta baja. Recordé que había atravesado toda la planta superior, por lo que, con toda seguridad me hallaba en otro ala del edificio. Allí había un ruido ensordecedor, los teléfonos sonando sin parar. Saludó a otro, me presentó y después se marchó, dejándome a su merced.

  • Usted quiere saber qué trámites debe seguir para un reparto.
  • Así es. Pero ¿qué diferencia hay entre que las tierras sean de uno u otro tipo?
  • En principio ninguna.
  • Entonces ¿por qué me han insistido en ello y me han mareado innecesariamente?
  • Ya le he dicho que en principio. Tenga en cuenta que si las tierras son de regadío tenemos que hablar de comunidades de regantes.
  • De acuerdo, perdone. Creo que debería indicarle dónde se hallan para que podamos definirlas.
  • ¿No sabe de qué tipo son?
  • No. Pero no me diga que me tengo que marchar. Quiero dejar esto solucionado hoy.
  • No se preocupe. Buscaremos su localización. Acompáñeme.


Atravesamos la estancia y descendimos otras escaleras. Otra vez la humedad, la oscuridad, un rancio olor que impregnaba todo. A continuación cruzamos un largo pasillo, en cuyo extremo nos aguardaba una pesada puerta que el funcionario abrió con una llave que sacó de su bolsillo. Accionó la luz eléctrica. Una gran sala vacía de mesas, sin ventanas al exterior, posiblemente dedicada a los archivos, se mostraba a mis ojos. Me preguntó el lugar de los terrenos y se dirigió directamente a una caja con montones de planos. Vaya buscando, me dijo, ahora vuelvo. Y se marchó cerrando la puerta con llave.

  • Señor Ruipérez, debe hacerse cargo de los archivos. Tras el infarto del compañero López, hace ya más de un mes, nadie ha vuelto a controlarlos.

Cazador

Permítanme, y en verdad son vuesas mercedes muy libres de abandonar su lectura cuando deseen, que les relate lo que aconteció en aquella expedición por el Atlántico Norte en la cual fui embarcado a bordo del Cazador, a la sazón, bergantín construido, según pude ser informado por medio de algunos hombres cercanos a sus armadores, tan solo cinco años atrás. Una tripulación de setenta y siete hombres, incluido el capitán, formaba el contingente, amén de provisiones y agua dulce para un periodo estimado de un mes y medio, tiempo en el que se calculó que alcanzaríamos, si Dios lo permitía, nuestro destino. Corría el año de Nuestro Señor de mil setecientos y sesenta y tres, aunque comenzaré mi relato a partir del quince de octubre, habiendo transcurrido una semana desde que nos hicimos a la mar.


Amanecía el nuevo día cuando presto di lugar a que tomara su merecido reposo el marinero, ocupándome yo en su lugar, y aprovechando los favorables vientos del sur, del cabrestante de las velas del palo mayor. Las roldanas crujían por el mecido del navío surcando un mar ligeramente bravo, mientras cabalgamos sobre las olas rumbo a las Lofoten, islas ignotas y salvajes, antaño paraíso de los vikingos, y ahora nuestro objetivo. Quizá alguno de nosotros muriera, bien lo teníamos por cierto. Pero no lo era menos el hecho de que podríamos volver con grandes provisiones de bacalao, por esos tiempos pescado muy apreciable y altamente demandado.


Sepan vuesas mercedes que lo que aquí se cuenta es no faltar a la verdad lo más mínimo. Y digo esto, entre otras razones, porque los instrumentos de navegación, así como los aparejos, alcanzaban gran progreso, amén de que los navíos resultaban más resistentes y seguros que años atrás, como así lo atestiguaban los regresos. Empero las travesías seguían siendo fuente de graves enfermedades que soportaban estoicamente y al no poder huir de ellas, junto a los infectados, toda la marinería. Deben conocer, asimismo, que, en el inicio de cada una de las citadas travesías, se imploraba a Dios para que nos protegiese y nos librase de males. Y también debo decir que hasta la hora de este día no habíamos tenido que lamentar ninguna desgracia.


Por esa fecha yo aún me encontraba sin mujer que me esperase a la vuelta de tan largo trayecto. Y deseaba, si fuera buen menester, como podrán comprender vuesas mercedes, que en esta expedición pudiera desfogarme con alguna nativa, como lo mandaban los cánones. Que no es bueno para el hombre estar tanto tiempo sin hembra. Así discurriendo sobre ello, y en la relación que se guardan, alcé la vista hacia la verga de gavia, la cual agitábase en lo más alto del navío por los vaivenes de la vela, como si desease soltarse de ella. Aferré algo la verga seca, que para los no instruidos en las artes, informaré que es la mayor del palo de mesana, y las velas se inflaron y tensaron con el viento, orgullosas de mover el bergantín. En este mismo instante, por la amurada de popa, y concretamente en el castillo, apareció nuestro capitán, temprano como de costumbre, y miró el cielo. Era un día limpio, sin nubes que amenazasen tormenta, con los delfines acompañando graciosamente nuestro navegar. Un día que, con seguridad, todos desearían fuera igual a los restantes que nos quedasen hasta llegar a destino que, a la sazón, debía encontrarse a pocos de camino.


La cubierta fue, poco a poco, albergando al resto de la marinería que no hubiera desempeñado sus labores en la larga noche anterior. Todos, arengados por la alegría del timonel, comenzamos a cantar a coro una conocida canción sin descuidar nuestras tareas. El capitán sonrió y dejó hacer. Tomó su catalejo y miró largo rato a su través. Algo más tarde se retiró a su camarote, posiblemente para estudiar aquellos endiablados planos que solo él, en su buen juicio, podía entender. Pronto aparecería de nuevo para anunciarnos que nos quedaban tan solo, y a más tardar, tres días de viaje. Irrumpimos en gritos de alegría. Vuesas mercedes deben entender que tan solo un día sin pisar tierra firme es demasiado para un hombre. Más aún si, como en nuestro caso, llevábamos ya varias jornadas sobre la mar.


Algún tiempo después, por el horizonte comenzaron a divisarse formaciones de nubes algodonosas. A fe mía que debían venir cargadas de agua y que la tarde, o incluso la noche, se nos volviese algo agitada al ser descargadas sobre nosotros. Por estos tiempos era difícil encontrar hombres avezados y, por ello, muchos compartíamos viajes en las nuevas expediciones que se aventuraban. Así pues había viejos conocidos, como aquel marinero sordomudo experto en nudos, no se conocía otro igual y por ello no podía prescindirse de su presencia, que no pronosticó con aquellos singulares gestos tan suyos, o tal vez nadie lo advirtiese, que pronto pudiéramos tener tormenta, cosa en la que nunca fallaba y en verdad que no acierto a entender cómo lo haría.


Pero la hubo. Y trabajamos contra las fuerzas de la naturaleza como hormigas luchando por huir de las pisadas humanas. El cielo se ennegreció. Al fondo divisábanse fogonazos y los rayos atravesaban el corto espacio desde las nubes al horizonte hundiéndose en el mar enfurecido. Las jarcias ondeaban peligrosamente, dando latigazos de los que no pudieron librarse tres infortunados hombres que cayeron a las frías aguas; Dios los tenga en su gloria. Pronto se retiraría aquella tormenta dando paso a una noche clara y estrellada. Con un retén en cubierta, tras dejar bien pertrechado al Cazador, nos disponíamos a retirarnos para disfrutar de un merecido descanso cuando ocurrió algo realmente sorprendente y esta es la principal razón que me movió a perpetuarlo en estos documentos para las generaciones venideras.


Las aguas comenzaron a bullir cual si estuviésemos flotando sobre la superficie de un caldero hirviendo. Enormes burbujas subían desde el fondo, quizá provenientes de la respiración de un banco de ballenas. Fijamos nuestras vistas, prestos a que asomara alguna de esas criaturas cuando el vigía de cofa nos anunció de la visión por estribor. Costaba distinguir algo en la negrura, y por ello debo alabar la fabulosa visión del vigía, aunque finalmente asomó a la superficie el característico y conocido lomo grisáceo. Siguió emergiendo, en vertical, hasta una altura que sobrepasó a la del Cazador. La tripulación comenzó a inquietarse. Aquello, con toda seguridad, no era una ballena. Un navío bajo las aguas, de increíbles dimensiones, que había salido a la superficie... imposible. En qué cabeza podía caber semejante insensatez. Lo que fuera acabó por salir completamente y quedó suspendido en el aire, como si estuviera observándonos. Todos miramos al capitán, que a la sazón demostraba la misma perplejidad, esperando una explicación. Al cabo de unos minutos aquello se elevó algo más para, a continuación, desaparecer en el cielo con una rapidez mucho mayor que la de las estrellas que caen sobre nosotros en las cálidas noches de verano. Sin pronunciar palabra, intentando encontrar dentro de cada uno de nosotros, a falta de la del capitán, una explicación razonable, nos retiramos. No la había y seguramente nadie podrá explicárselo jamás.


La calma se impuso y el resto del viaje se hizo sin ninguna otra sorpresa. Salvo está, naturalmente, que en las islas pude finalmente aliviarme, y fue ahí precisamente donde conocí a la que haría mi esposa meses después. En cuanto al objetivo del viaje volvimos bien surtidos del preciado bacalao, con la promesa de retornar tan pronto nos fuese posible.