Permítanme,
y en verdad son vuesas mercedes muy libres de abandonar su lectura
cuando deseen, que les relate lo que aconteció en aquella expedición
por el Atlántico Norte en la cual fui embarcado a bordo del Cazador,
a la sazón, bergantín construido, según pude ser informado por
medio de algunos hombres cercanos a sus armadores, tan solo cinco
años atrás. Una tripulación de setenta y siete hombres, incluido
el capitán, formaba el contingente, amén de provisiones y agua
dulce para un periodo estimado de un mes y medio, tiempo en el que se
calculó que alcanzaríamos, si Dios lo permitía, nuestro destino.
Corría el año de Nuestro Señor de mil setecientos y sesenta y
tres, aunque comenzaré mi relato a partir del quince de octubre,
habiendo transcurrido una semana desde que nos hicimos a la mar.
Amanecía
el nuevo día cuando presto di lugar a que tomara su merecido reposo
el marinero, ocupándome yo en su lugar, y aprovechando los
favorables vientos del sur, del cabrestante de las velas del palo
mayor. Las roldanas crujían por el mecido del navío surcando un mar
ligeramente bravo, mientras cabalgamos sobre las olas rumbo a las
Lofoten, islas ignotas y salvajes, antaño paraíso de los vikingos,
y ahora nuestro objetivo. Quizá alguno de nosotros muriera, bien lo
teníamos por cierto. Pero no lo era menos el hecho de que podríamos
volver con grandes provisiones de bacalao, por esos tiempos pescado
muy apreciable y altamente demandado.
Sepan vuesas mercedes que lo que aquí se cuenta es no faltar a la
verdad lo más mínimo. Y digo esto, entre otras razones, porque los
instrumentos de navegación, así como los aparejos, alcanzaban gran
progreso, amén de que los navíos resultaban más resistentes y
seguros que años atrás, como así lo atestiguaban los regresos.
Empero las travesías seguían siendo fuente de graves enfermedades
que soportaban estoicamente y al no poder huir de ellas, junto a los
infectados, toda la marinería. Deben conocer, asimismo, que, en el
inicio de cada una de las citadas travesías, se imploraba a Dios
para que nos protegiese y nos librase de males. Y también debo decir
que hasta la hora de este día no habíamos tenido que lamentar
ninguna desgracia.
Por
esa fecha yo aún me encontraba sin mujer que me esperase a la vuelta
de tan largo trayecto. Y deseaba, si fuera buen menester, como podrán
comprender vuesas mercedes, que en esta expedición pudiera
desfogarme con alguna nativa, como lo mandaban los cánones. Que no
es bueno para el hombre estar tanto tiempo sin hembra. Así
discurriendo sobre ello, y en la relación que se guardan, alcé la
vista hacia la verga de gavia, la cual agitábase en lo más alto del
navío por los vaivenes de la vela, como si desease soltarse de ella.
Aferré algo la verga seca, que para los no instruidos en las artes,
informaré que es la mayor del palo de mesana, y las velas se
inflaron y tensaron con el viento, orgullosas de mover el bergantín.
En este mismo instante, por la amurada de popa, y concretamente en el
castillo, apareció nuestro capitán, temprano como de costumbre, y
miró el cielo. Era un día limpio, sin nubes que amenazasen
tormenta, con los delfines acompañando graciosamente nuestro
navegar. Un día que, con seguridad, todos desearían fuera igual a
los restantes que nos quedasen hasta llegar a destino que, a la
sazón, debía encontrarse a pocos de camino.
La
cubierta fue, poco a poco, albergando al resto de la marinería que
no hubiera desempeñado sus labores en la larga noche anterior.
Todos, arengados por la alegría del timonel, comenzamos a cantar a
coro una conocida canción sin descuidar nuestras tareas. El capitán
sonrió y dejó hacer. Tomó su catalejo y miró largo rato a su
través. Algo más tarde se retiró a su camarote, posiblemente para
estudiar aquellos endiablados planos que solo él, en su buen juicio,
podía entender. Pronto aparecería de nuevo para anunciarnos que nos
quedaban tan solo, y a más tardar, tres días de viaje. Irrumpimos
en gritos de alegría. Vuesas mercedes deben entender que tan solo un
día sin pisar tierra firme es demasiado para un hombre. Más aún
si, como en nuestro caso, llevábamos ya varias jornadas sobre la
mar.
Algún
tiempo después, por el horizonte comenzaron a divisarse formaciones
de nubes algodonosas. A fe mía que debían venir cargadas de agua y
que la tarde, o incluso la noche, se nos volviese algo agitada al ser
descargadas sobre nosotros. Por estos tiempos era difícil encontrar
hombres avezados y, por ello, muchos compartíamos viajes en las
nuevas expediciones que se aventuraban. Así pues había viejos
conocidos, como aquel marinero sordomudo experto en nudos, no se
conocía otro igual y por ello no podía prescindirse de su
presencia, que no pronosticó con aquellos singulares gestos tan
suyos, o tal vez nadie lo advirtiese, que pronto pudiéramos tener
tormenta, cosa en la que nunca fallaba y en verdad que no acierto a
entender cómo lo haría.
Pero
la hubo. Y trabajamos contra las fuerzas de la naturaleza como
hormigas luchando por huir de las pisadas humanas. El cielo se
ennegreció. Al fondo divisábanse fogonazos y los rayos atravesaban
el corto espacio desde las nubes al horizonte hundiéndose en el mar
enfurecido. Las jarcias ondeaban peligrosamente, dando latigazos de
los que no pudieron librarse tres infortunados hombres que cayeron a
las frías aguas; Dios los tenga en su gloria. Pronto se retiraría
aquella tormenta dando paso a una noche clara y estrellada. Con un
retén en cubierta, tras dejar bien pertrechado al Cazador,
nos disponíamos a retirarnos para disfrutar de un merecido descanso
cuando ocurrió algo realmente sorprendente y
esta es la principal razón que me movió a perpetuarlo en estos
documentos para las generaciones venideras.
Las aguas comenzaron a
bullir cual si estuviésemos flotando sobre la superficie de un
caldero hirviendo. Enormes burbujas subían desde el fondo, quizá
provenientes de la respiración de un banco de ballenas. Fijamos
nuestras vistas, prestos a que asomara alguna de esas criaturas
cuando el vigía de cofa nos anunció de la visión por estribor.
Costaba distinguir algo en la negrura, y por ello debo alabar la
fabulosa visión del vigía, aunque finalmente asomó a la superficie
el característico y conocido lomo grisáceo. Siguió emergiendo, en
vertical, hasta una altura que sobrepasó a la del Cazador. La
tripulación comenzó a inquietarse. Aquello, con toda seguridad, no
era una ballena. Un navío bajo las aguas, de increíbles
dimensiones, que había salido a la superficie... imposible. En qué
cabeza podía caber semejante insensatez. Lo que fuera acabó por
salir completamente y quedó suspendido en el aire, como si estuviera
observándonos. Todos miramos al capitán, que a la sazón demostraba
la misma perplejidad, esperando una explicación. Al cabo de unos
minutos aquello se elevó algo más para, a continuación,
desaparecer en el cielo con una rapidez mucho mayor que la de las
estrellas que caen sobre nosotros en las cálidas noches de verano.
Sin pronunciar palabra, intentando encontrar dentro de cada uno de
nosotros, a falta de la del capitán, una explicación razonable, nos
retiramos. No la había y seguramente nadie podrá explicárselo
jamás.
La calma se impuso y el
resto del viaje se hizo sin ninguna otra sorpresa. Salvo está,
naturalmente, que en las islas pude finalmente aliviarme, y fue ahí
precisamente donde conocí a la que haría mi esposa meses después.
En cuanto al objetivo del viaje volvimos bien surtidos del preciado
bacalao, con la promesa de retornar tan pronto nos fuese posible.