domingo, 20 de diciembre de 2015

El regalo

Empezaba a sospechar que tal vez no fuera casual el habérselo regalado.
Ella siempre supo mantenerse al margen de sus negocios, y si quiso hacerla partícipe desde aquel momento fue porque tenía plena confianza, porque sabía que no le fallaría y, sobre todo, porque sería un elemento indispensable en su ejecución. Cuando se lo planteó se mostró dispuesta a colaborar, y la idea de formar unos Bonnie & Clyde modernos le pareció tener un atrayente e ineludible efecto. Al día siguiente, cuando se presentó en casa con el regalo, envuelto con gran delicadeza, ella pensó que se trataba de algún complemento, joya o adorno personal. Sin embargo, a él quizá le satisfizo en mayor medida la visión del objeto en cuestión, aunque ella lo agradeciera con un abrazo y un largo beso como hacía tiempo que no lo obsequiaba.
Los días siguientes fueron algo tensos, quizá motivado por el nuevo trabajo, que requería mucha sangre fría, determinación y concentración. Tuvieron alguna que otra discusión que él zanjó sin posibilidad de réplica. No consentía, como en tantos otros aspectos de su vida, que ella dirigiera sus designios. El jefe era él, solo él. Ella debía limitarse a obedecer, sin plantear posibles alternativas o mejores soluciones. Los planes eran trazados de forma minuciosa por una mente prodigiosa como la que demostró ser y, por tanto, cualquier objeción tenía que ser desechada por fútil. Más aún si aquella pretendía imponerse. Sus manos sabían como hacerla cambiar de opinión.
El día de la operación llegó. Ella maquilló el ya leve moratón de su ojo sin hablar una sola palabra. Montaron en el Toyota Subaru y se dirigieron tranquilamente al destino. No convenían las prisas y que tuvieran, por su causa, algún encuentro fortuito con la policía. Aparcaron algo retirados. Debían entrar a un recinto protegido con vigilancia privada y nadie debía conocer la existencia del Subaru. Anduvieron durante unos cinco minutos hasta llegar a la entrada. El vigilante de la garita, una vez tomó nota de los falsos documentos identificadores que le presentaron, los dejó pasar con una amplia sonrisa.
Acceder a la vivienda no fue difícil, dado que él era persona conocida. Una vez dentro comprobaron que el matrimonio se hallaba solo, la cena estaba preparada y la asistenta personal se había marchado. Perfecto. Esperaban tener una agradable velada con alguna compañía que quizá no tardase en llegar, por lo que tenían poco tiempo. No sabían lo que les esperaba. Los dos debían morir y su mujer presenciaría su trabajo por primera vez.
Tras unas palabras con las que pretendió ponerlos en antecedentes, hacerle saber sus intenciones, extrajo su arma y les apuntó. Ella comenzó a gemir mientras él imploraba que no los matasen, que tendrían todo el dinero que les pidiera. No lo necesitaba. Matarlos era mucho más importante, especialmente de cara a cumplir la misión encomendada. Es de suponer que el ofrecimiento de sus riquezas era un último y desesperado intento por librarse de una muerte segura. Quiso hacerlo del modo menos cruel posible y disparó primero a él y a continuación a la esposa, repitiendo la acción en un par de ocasiones más y un último tiro para él. El arma estaba provista de silenciador, por lo que los disparos quizá no fueran oídos en las casas colindantes. Los cuerpos quedaron próximos, tendidos en el suelo, rodeados de sendos charcos de sangre que comenzaban a unirse. Entonces volvió la vista hacia su mujer y fue cuando advirtió que sus manos empuñaban la Smithsonian que le regaló, apuntando directo a su persona.
Sospechaba que las continuas palizas propinadas algún día tendrían su venganza, aunque no viniendo de ella, sino acaso de un matón contratado para realizar el asesinato. Había vaciado el cargador en la pareja y ahora se encontraba a su merced.
  • No serás capaz de hacerlo dijo, intentando ganar tiempo. Ella no respondió. Siguió apuntando como si no quisiera errar el tiro sabes que si lo haces no habrá lugar en la Tierra donde puedas esconderte.
Concentrada, muda, supo que sí sería capaz. Que quizá todo hubiera sido tramado por ella desde el principio, y que ese era su fin.

En la casa vecina oyeron varios disparos y no dudaron en avisar a la Policía. Ella sabía que esto podía ocurrir. Disponía de escasos minutos para abandonar la escena del múltiple crimen. Sacó de su bolso la peluca tomada para la ocasión, se la colocó y salió rápida al exterior. Ahora era una mujer pelirroja pero antes de llegar a la garita de entrada se la quitó para volver a ser la morena de siempre, la que el vigilante recordara haber dejado pasar cuando la policía lo interrogara más tarde. La pelirroja que, hipotéticamente, hubiera sido vista abandonar la casa, ya no existía.
Su paso calmado dirigiéndose hacia el Subaru no se alteró al cruzarse con varios coches con las sirenas y luces azules activadas. Todo estaba preparado. El vuelo hacia Sudamérica salía en un par de horas. El tiempo justo para llegar al aeropuerto y embarcar hacia su liberación.

sábado, 14 de noviembre de 2015

En busca de la felicidad

  • ¿Tiene usted un euro que he perdido?

Casi todo el mundo me responde que no, mirándome algo perplejos. No lo entiendo. Voy bien vestida, y peinada. Algunos me preguntan que dónde lo he perdido. No quiero responder a tal insolencia y, mientras me retiro, miro a la lejanía.
El gran caballo alado surca el cielo. Lo hace a intervalos y, a veces, desciende, tanto que puedo observar sus profundos ojos negros que me observan para, a continuación, elevar de nuevo su cuerpo hacia el firmamento que lo espera. El día se oscurece porque el caballo oculta el sol, mi alegría. Entorno los ojos para poder ver mejor en la efímera oscuridad hasta que la luz recupera su plenitud. El caballo ha desaparecido.
Un anciano permanece en pie en una esquina. No espera a nadie pero siempre está ahí. Tampoco puedo entenderlo. Le pido un euro, ¡y me lo da! Agradezco el gesto y me marcho de su lado mirando la moneda. Pero ¿tal vez pueda darme otro? Quizá si se lo pido de nuevo pueda conseguir uno más. Necesito acopiar muchas monedas. Algunas me servirán para comprar algo de comida o bebida, pero esto no me importa. Solo necesito más y más monedas de un euro. Me vuelvo hasta donde aún permanece impasible, sereno.
  • ¿Me podría dar un euro que he perdido?
  • Acabo de darte uno
  • ¡Te voy a dar un tortazo!- le respondo y me alejo enfadada, bastante enfadada por la contestación. ¿Cómo se atreve a mentirme tan descaradamente?
Mi caballo vuelve a aparecer. Me mira desde el cielo, pero no desciende.
¡BAJA para que pueda subir a tu lomo y me transportes en tus vuelos celestiales!
No sé si ha llegado a oírme porque sigue volando en círculos a la misma altura, sorteando las grandes nubes blancas y algodonosas. Me gustaría coger un pedazo de ellas y comerlas. Deben tener un sabor azucarado distinto a todo lo que conozco. Si el caballo me hiciera el favor... No le pido gran cosa, creo. Ahí viene. Parece haber leído mis pensamientos.
Se pone a mi lado. Es tan grande que no sé cómo voy a poder subir a su lomo. Despliega sus alas negras y las agita un poco, como si fuera a echar a volar. Gira su cabeza, esperando que suba para elevarnos juntos. Pero no puedo subir. ¿No lo entiende? Finalmente, viendo que no quiero montar en su lomo, despega de nuevo.

  • ¿Tiene usted un euro que he perdido?- pido esta vez a tres hombres que se acercan.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Vicioso Eduardo

Debería haber más chicas, pensaba Eduardo en otra más de sus incondicionales visitas al lupanar de toda la vida. Le tenía cariño. Lo llevó por primera vez su padre hacía ya tantos años... Desde entonces conoció a muchas, algunas que aún seguían por su merecida labor y sapiencia, más todas aquellas que lo abandonaron para dedicarse a otra vida o, tal vez, por recurrir a nuevas casas de lenocinio donde fueran mejor retribuidas, como así creían que sucedería, y que jamás volvió a ver porque renunciaba ir a otras. Ahora las que quedaban allí ya no le producían, aparte del inherente placer de follar, ninguna satisfacción. Se había cansado de ellas pero seguía visitando el lugar, esperando encontrar, cada día, a las nuevas ignotas.
Entró en una de las diez ya frecuentadas habitaciones y pidió a su ocupante que encendiera la luz. Le gustaba verlas en toda su desnudez a pesar de ser sobradamente conocidas y, sin embargo, era la primera vez que le ocurría. Una negativa rotunda y escueta, a la que encontró cierta diversión, le hizo cuestionarse con quién iba a compartir su cuerpo. 'Tú no eres Luisa' dijo con voz trémula. Ella no respondió. '¿Y no quieres que encienda la luz?... ¿Seguro que no quieres verla antes de sentirla dentro?... Bueno, quizá sea mejor así. Podría asustarte', recitaba mientras se desnudaba apresurado.
No obtuvo respuesta aunque no le importaba que la nueva, por fuerza tenía que serlo, fuera algo tímida. Es más, le producía un placer adicional. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo acertar a ver una silueta recostada en la cama. Se acostó junto a ella rozando con el enhiesto miembro sus frías nalgas. Desde luego no podía reconocer a ninguna otra de las chicas en aquel nuevo intenso perfume y, por su imaginación, comenzó a vivir con fruición la tan ansiada espera. Menuda sorpresa. ¿Por qué no se lo habrían dicho?
No esperó a que hablara. Él dirigió su boca a la deseada vulva y comenzó a lamerla. No tardaría mucho en gemir y Eduardo insistió en la protuberancia, paseando su lengua alrededor de ella, ora hacia la derecha, ora hacia la izquierda. Desde luego advirtió, a pesar de la oscuridad, que se hallaba ante un ejemplar magnífico ¡y además sin pelos!
Lo notó. A ella le había venido un primer orgasmo. Las palpitaciones duraron, al menos, treinta segundos. Llegó el momento. Se dio la vuelta para que ella comenzara a trabajar su órgano. Aún a oscuras él siguió lamiendo sus labios vaginales mientras ella succionaba ardientemente el gran miembro. Desde luego sabía como hacerlo, no tenía nada que reprocharle. ¡Vaya con la nueva!
Eduardo iba a correrse, pero no quiso retirarse. Y sin preguntar siquiera vació el contenido en la boca de la chica, que no protestó, lo cual le agradó sobremanera. La acción continuó. Él comenzó a tocar su estriado orificio anal con su lengua y más tarde introduciendo uno de sus dedos. Ella se dejó hacer. Siguió gimiendo a la vez que masajeaba el órgano, ya sin demasiado interés. De pronto notó que Eduardo desistía de la postura, posiblemente para pasar a introducirla. Así fue. Ella lanzó un pequeño grito por el tamaño del miembro que comenzaba a profundizar en su interior.
Estaba disfrutando como nunca ¡y sin conocerla!, lo cual no le importaba en absoluto. Se concentró en sus movimientos mientras ella arqueaba su cuerpo demostrándole con ello que el disfrute era común. Leyó, en alguna ocasión, que en la culminación del acto no solo influían factores exógenos, tales como el impacto visual que pudiera tener de la otra persona, sino también otros de tipo endógeno, como pudiera ser la predisposición a realizar el acto, el hecho de sentirse enamorado de ella o, la interiorización de las sensaciones que pudiera experimentar la pareja plasmada en determinadas manifestaciones externas.
Y, efectivamente, los gemidos de placer provocaron que Eduardo, que normalmente demoraba su terminación, acabase antes. Se retiró de encima y se echó al lado, exhausto. Ella continuó acariciándole el miembro que iba reduciendo su tamaño. Después, finalmente, encendió la luz.
La cara de sorpresa de Eduardo la asombró. No se la esperaba de su marido.

martes, 3 de noviembre de 2015

No cuentes que regresaron

Se oye un bufido y, poco después, un gato asoma tras unos cubos de basura. Sin dejar de mirar lo que se aproxima, andando de puntillas ora de lado ora hacia atrás, con su cuerpo arqueado y erizado el pelo, termina por refugiarse en un rincón desde el que poder atacar llegado el caso. No se siente amenazado porque no se trata de un perro que comience, en breve, a ladrarle y, poco después, a correr como poseso tras él hasta que el gato logre despistarlo, como siempre ocurre. Esta vez la escena es muy distinta, inusual.

La familia al completo, los padres y sus dos hijos, regresaba al pueblo. A una hora un tanto inadecuada, de noche y sin un alma por la calle. Menos aún con el intenso frío reinante, pero eso a ellos no les importa a pesar de la escasa y raída ropa que portan. El padre lleva en una de sus manos, por todo ajuar familiar, una desvencijada maleta. De su otra mano sujeta a uno de sus hijos, el mayor. El otro, junto a la madre, camina pesadamente, deseando llegar a algún sitio en el que poder descansar. El pueblo había cambiado poco, como pudieron observar mirando a su paso las conocidas casas, el parque, la plaza... Bien es cierto que no transcurrieron muchos años desde su partida. Una marcha dolorosa. Todo el mundo se despidió de ellos con lágrimas en los ojos y, posiblemente, aún nadie se ha olvidado de ellos. Pero ahora no hay quien los reciba, quien asome a un balcón y los vea regresar. Todo está en silencio y ellos siguen andando; no quieren molestar. Los hijos siguiendo el paso de los padres, que parecen saber muy bien donde dirigirse, sin protestar ni preguntar. Tan solo, de vez en cuando, los miran, implorando el fin de esa larga caminata. Cuando se haga de día todo será distinto, parecen decirles sus progenitores con una sonrisa.

La casa en la que vivían está abandonada y su puerta abierta. Al parecer nadie se ha ocupado de ella y todo está tal cual lo dejaron. Los muebles en el mismo sitio, las habitaciones intactas. Los niños corren a sus respectivas camas y se dejan caer sin considerar el polvo y suciedad que acumulan las sábanas, ni los insectos que huyen despavoridos ante la abrupta ocupación de su espacio. Que se cuiden de volver a aparecer. Los padres se dirigen a la cocina y se sientan a la mesa, mirándose el uno al otro, sin hablar, porque con sus miradas todo está dicho. Solo hay que esperar que amanezca. Entonces saldrán a la calle y todo será alegría por su vuelta. Solo tienen que esperar unas horas... unas horas.

La débil luz del día ilumina sus pálidas caras echadas en la mesa. Se han quedado dormidos, pero la tibieza del sol adorando sus rostros los hace despertar. La madre se levanta y va hacia la habitación. Los niños aún duermen y prefiere no despertarlos. La jornada anterior fue agotadora y necesitan descanso. Vuelve a la cocina y con un gesto de aprobación indica al padre que los críos están plácidamente dormidos. Es pronto, parece responderle. Tampoco es necesario hacerse ver a tan temprana hora. Pero lo que sí desean, con todas sus fuerzas, es volver a ser aceptados. De donde vienen no ocurrió así, pero este es su pueblo, su hogar.

Pasado algún tiempo, en la calle ya se nota el ir y venir de sus gentes, conversaciones cerca de la puerta, el paso de un rebaño de ovejas y el perro ovejero que se queda frente a la casa, ladrando de forma insistente. También se oye al pastor hacer desistir al can de sus inútiles ladridos; allí no vive nadie. Sin embargo, él conoce bien a sus animales y sabe que algo debe ocurrir en su interior cuando el perro insiste de esa forma. Decide asomarse. No se oye nada. Se adentra un poco más y llega hasta la cocina.

El encuentro es paralizador. Ellos se levantan de sus asientos y lo miran perplejos por su reacción. Él no puede articular palabra. Tan solo levanta su bastón y se lanza con un forzado grito hacia la pareja de cadáveres vivientes en un desesperado intento por librarse de tan macabra visión. El perro ha seguido a su amo y ladra amenazador, pero no se atreve a atacar. Se gira cuando los niños, alertados por el grito y los golpes, aparecen a su vez. El pastor golpea a uno y otro progenitores sin éxito. Ellos no pueden entender por qué se comporta así con sus vecinos y terminan por clavar sus manos en el frágil cuerpo que, sin vida, choca brutalmente contra el suelo. Los niños han presenciado la escena sin inmutarse, ya es harto conocida. El perro sigue ladrando y a ellos acuden otros vecinos. ¿Quién ha osado entrar en la casa de los Martínez?, es la pregunta que todo el mundo se hace y, para expulsar a los intrusos, se arman igualmente con todo lo que cae en sus manos y se lanzan al interior con la férrea determinación de hacerlos salir. Fuera espera el resto para terminar de apalearlos hasta que, a cuatro patas, abandonen el pueblo para no regresar jamás.

Los gritos dentro son espantosos, pero nadie da el paso. Prefieren esperar, amparados en el grupo. Finalmente, aparece en el vano de la puerta un Martínez imposible de reconocer, portando en sus brazos a un vecino muerto que deja caer ante la atónita mirada de todos. La mujer, con sus ojos bailando en las cuencas y luciendo una endiablada sonrisa, sale con otros dos muertos a los que arrastra tirando de sus pelos, e igualmente los niños han liquidado, extrayendo el corazón, a sendos residentes que han dejado de serlo.

El resto huye despavorido ante aquellos rostros que parecen decirles “no contéis que regresamos”.

El oro de Francia (III)

Despertó sobresaltado y bañado en un sudor frío. No era la primera vez que le ocurría, pero sus pesadillas no estaban relacionadas con su actividad delictiva porque, en ese caso, ya haría tiempo que hubiera dejado de hacerlo. Más bien tenían que ver con su otro yo. Atrapado por la población inca de las montañas, el hacendado era sometido a un juicio sumarísimo, donde lo único que contaba era su despiadada apropiación del oro que había sustraído de sus ancestros y, en consecuencia, era condenado a morir. Quizá fuera menos doloroso que le clavaran un cuchillo en su corazón y acabaran rápido con su vida, pero no. El ritual consistía en trocearlo y dar a comer los pedazos al pueblo. Por esa razón él veía como le quitaban los brazos y piernas, y de su cuerpo manaba la sangre como si de un manantial se tratase. Después, aún con vida y presenciando el horrendo espectáculo con un sufrimiento indescriptible, ahora sí, le clavaban esa gran daga en su cuello y tiraban hacia su estómago. Ahí perdía la conciencia.
Por fortuna, se hallaba dentro de aquella segura celda y no estaba condenado a morir. Tan solo debía cumplir un periodo de unos meses. Pero Luis no estaba dispuesto a perder el tiempo de esa manera. Mientras lo apresaban pudo decirle a María Bonita que contactara con Salustiano, el masón de la Logia Libertad, sin que los escopeteros acertaran a descifrar el mensaje. Para ello usó una de sus citas, extraída de los libros, que le servían como clave. Por tanto, María debía ya haber trasladado su mensaje a Salustiano y éste se habría puesto manos a la obra. Ninguno de sus hombres fue encerrado por falta de pruebas concluyentes, por lo que la labor de salvamento se centraría tan solo en él y sería rápida. Solo era cuestión de esperar. Mientras tanto, a volver a hacer amigos allí dentro y, por supuesto, leer todo lo que pudiera.
  • ¿Luis? He oído que volviste. Hace tiempo que no se te veía. ¿Es que no te acuerdas de los amigos?
  • ¿Juan Mérida? La puta ¿aún sigues aquí?
  • Sí, amigo. Pero no puedo verte. ¿En qué celda te han metido?
  • Estoy frente a la puerta, la primera celda. ¿Por qué no te he visto aún?... Ya. Estás castigado.
  • Así es. Alguien quiso tocar los cojones al que te habla y sabes muy bien que no lo consiento.
  • ¿Hasta cuándo?
  • Solo me quedan dos días.
  • Espero que pueda volver a verte. Sabes que no me gustan mucho estas habitaciones.
  • ¡Qué cabrón! A mí tampoco. ¿A ver si me invitas a tu casa?
  • Cuenta con ello.
No estaba entre sus planes ser acompañado por nadie. La liberación estaba contemplada solo para él pero, por otra parte, Juan Mérida era un tipo que no merecía estar allí. Haría lo posible para que ambos salieran en el mismo intento y, quien sabe, quizá pudiera incorporarlo a la banda. Le hacían falta hombres como él. Cogió el libro que tenía sobre la cama y leyó hasta que le trajeron su almuerzo.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Licántropo

Roland no pudo discernir la causa del cambio, ¿fue en la acampada del Paris Plages aquellos tres días, del miércoles al viernes, en que durmió a la intemperie bajo una gran luna llena? ¿o tal vez la mordedura del rabioso perro que le atacó cuando regresaba a su casa al salir del cine y que, tras ser convenientemente tratada, estaba ya saneada? ¿o quizá la ingesta de aquella nueva semilla que suponía buena para hacer desaparecer el vello de sus piernas y que resultó ser todo lo contrario, provocándole hipertricosis?

Lo que sí tenía claro era que, a partir de un momento indeterminado, ya no era el mismo por las alteraciones que podían obrar en su cuerpo. Porque lo que observó fue que no siempre era necesaria la presencia de la luna llena para que la transformación tuviese lugar (en estos casos su voluntad quedaba anulada), sino que incluso podía hacerlo de día según su deseo. Ya en varias ocasiones en su habitación, a solas, fue capaz de controlar el paso a lobo, de dominar sus impulsos sanguinarios y volver a ser el mismo. Sin embargo ¿podría hacerlo ante sus amigos más íntimos, entre los cuales me encontraba, a los que convocaría a una reunión donde fuera puesto en su conocimiento, haciéndoles prometer en el mismo acto que de allí no saldría el secreto?

El día y momento que decidió reunirnos en su casa de campo a las afueras de París fue elegido a conciencia. No sería de noche ni tampoco habría luna llena. Él se colocó en la cabecera de la mesa y, sin prepararnos para lo que iba a contar, lo soltó. ¡Venga ya! Dijeron varios casi al unísono. Ante esa incredulidad, Roland decidió que había llegado el momento de demostrarlo con una transformación en aquel mismo instante, en la soledad de la vivienda, encerrado con sus amigos. Era necesario para que creyeran y contaba con que el proceso se culminaría y lo revertiría sin ningún problema. Debían saber que él ya no era el Roland que conocían, que había pasado a pertenecer a otro mundo y que, llegado el caso, tendrían que acabar con su vida.

Y comenzó. Cuando se tiró al suelo y sus brazos y piernas se asimilaron a los de un animal a cuatro patas, todos nos levantamos de nuestros asientos y nos dirigimos a un rincón. Alguno cogió una silla. Yo me hice con el atizador de la chimenea. Cada cual, sin dejar de mirar la horrenda transformación, pretendió armarse con algún objeto con que poder defenderse en caso de ataque. La ropa que vestía Roland fue resquebrajándose ante las dimensiones adoptadas por la nueva criatura. El pelo comenzó a multiplicarse hasta cubrirlo por entero, y su cabeza experimentó la mayor de las transformaciones. Su barbilla se proyectó hacia delante y adoptó la forma de hocico, a la vez que sus orejas se estiraban y se hacían puntiagudas. Sus ojos se alargaron adaptándose al nuevo cráneo. En el otro extremo, una cola saliendo desde el final de la espalda comenzaba a crecer.

En todo el proceso, Roland se mantuvo en el mismo sitio. Pero una vez culminado, y ante las caras que presenciaba el animal, las que no estaba acostumbrado a ver cuando se veía a sí mismo en el espejo de su habitación, se decidió a atacar. Imagino que no supo en ese momento si estaba acabando con nuestras vidas o solo malhiriéndonos. Ellos se defendieron, alguno con más suerte que otro, y yo logré clavarle el atizador en su costado. El lobo me miró. Después se lanzó a la gran cristalera que le separaba del jardín y corrió hasta perderse en el cercano bosque. Solo yo, Guy Endore, lo vi alejarse. Tras la dramática experiencia vivida me propuse narrar los hechos en una novela.

sábado, 17 de octubre de 2015

El oro de Francia (II)

Luis los miró sin animadversión. Después de todo, él era un respetado hacendado contra quien nada tenían. Siguió besuqueando a María Bonita mientras la música seguía sonando y una chica cantaba un pasodoble referido al, ya por entonces, famoso ladrón

Si por robar al rico
él es encerrado
por robar mi amor
a cuánto será condenado.
Dejad que vuele
libre cual pájaro
para que de esa manera
pueda yo cazarlo.

La gente rió y aplaudió, incluidos los hermanos Cusó, Antonio y Ramón, que cogieron a dos chicas y comenzaron a bailar torpemente. Quizá no fuera el mejor momento para que aquella chica cantara eso, pensó Luis. Sin embargo, era una copla popular que ya se había oído en más de una ocasión en todas las tabernas. No tenían motivo para pensar que él se encontrara allí y que esa fuera la causa del arranque de la cantante. Pero, por otra parte ¿de qué serviría huir? Le darían caza rápido, eran cinco y tirarían a matar. Siguió dándole vueltas. Lo mejor era aparentar lo que se suponía que era. 'Fíjate en tus hombres. Ellos no están nerviosos', se dijo para sus adentros. María Bonita se dio cuenta de que la mente de Luis no estaba donde debía estar y así se lo hizo saber. 'Tienes razón, chiquilla mía', le contestó y procuró no volver a pensar en el asunto, retornando a los besos a la vez que le tocaba su hermoso trasero.


Los escopeteros miraban a hurtadillas a la pareja y volvían a mirar a la cantante. Después comenzaron a charlar y a reír con algún chiste o gracia que contara alguno. No se movieron de su sitio y las jarras de vino iban acumulándose en uno de los extremos de la mesa que ocupaban, circunstancia que no pasó desapercibida a Luis, por lo que se relajó ante la ausencia de peligro. Entonces, varios clientes se acercaron a él y le pidieron que le contara qué le había acontecido en su último viaje. Luis puso a un lado a María y comenzó a relatar con todo lujo de detalles y con una palabrería digna sus andanzas por el lejano Perú. La música sonaba ahora más suave y el relato podía oírse en todo el local.
  • ¿Y es cierto que ha conseguido mucho oro, como por ahí se dice?- preguntó uno.
  • Los arrendamientos de las tierras me han sido pagados en oro por ser valedero en cualquier otra parte del mundo. Pero no es tanto. Tan solo unas monedas- respondió Luis.
  • ¿Tiene alguna encima? ¿podríamos verla?- siguió insistiendo el pesado cliente poniendo en aprietos a Luis que no quería mostrarlas.


En ese momento, otro de los clientes, completamente borracho, cayó encima de la mesa de los escopeteros, rompiendo una de las patas y haciendo que las jarras cayeran al suelo y derramaran todo el vino que, dado por supuesto, se habían bebido. Luis observó la escena y a los escopeteros que le miraban y extrajo conclusiones de forma rápida.
  • ¡Luis Candelas Cajigal, en nombre del rey, téngase preso!

lunes, 12 de octubre de 2015

El oro de Francia

Era noche cerrada y la hojarasca crujió ruidosa bajo la fuerte pisada de Luis a la entrada de la cueva donde los demás dormían.
- Coño nos has asustado- saltó como movido por un resorte Paco, el sastre.
Luis rió con estrépito.
- Qué ombligo más corto tienes. Me parecería mentira si no te conociera. ¿De quién tenéis que temer estando a mi lado? ¿Es que acaso no nos hemos trabajado bastante nuestra merecida fama para que alguien ose atacarnos?
- Tienes razón, Luis- y comenzó a reír ruidosamente para que todos le siguieran. El resto lo hizo sin dudarlo.
- Basta- terció Luis levantando ambas manos - os ruego me prestéis la máxima atención. En el último robo no nos compenetramos. Para el próximo no debemos cometer ningún error. Como dijo... bueno, no recuerdo su nombre, "Puedo perdonar todos los errores, menos los míos". Mariano y Leandro, olvidar vuestras rencillas ¿confío en vosotros?- ambos asintieron mirándose por unos segundos mientras Luis se arremolinaba su capa negra y con un palo comenzaba a hacer dibujos en la tierra.
La diligencia pasaría puntual a las once de la mañana. Dos horas antes los hombres se habían desayunado, aseado en el río (alguno) y bebido aquel aguardiente que "levantaba a los muertos". El ambiente en el grupo era distendido, intercambiaban bromas y otros simulaban pelea. Luis los miraba con satisfacción. Un grupo de hombres sin igual, de los que no podía prescindir. Cogió uno de sus vetustos librillos y leyó durante largo rato. Era una de sus manías. No le preocupaba tanto el siguiente robo como el dejar de leer aquellas magníficas obras.
Cuando consideró que era conveniente partir así lo hizo saber y cada cual ocupó la posición que tan meticulosamente había previsto su jefe. El bosque aún conservaba la humedad de la noche y el frío reinante se introducía de forma sutil por cada poro de la piel hasta llegar a los huesos. Ojalá no tardase mucho, pensó Luis, y tan solo medio minuto después sus finos oídos percibieron el traqueteo del coche y las pisadas de los cascos de los caballos. Se levantó eufórico y dio el alto al cochero. A continuación fueron levantándose los demás, apareciendo ante los atónitos ojos de los viajeros que no dudaron en asomarse a las ventanas tras la brusca parada.
Los hicieron bajar con las manos en alto y les comunicaron que iban a ser robados, pero que no les harían ningún daño. Era la premisa fundamental de Luis, robar sin derramar sangre. Uno de los caballeros, en un claro acento francés, comunicó con un rudimentario castellano, que era el mismísimo embajador de Francia y que le acompañaba su esposa, a quien señaló sin bajar los brazos. Todos, a iniciativa de Luis, comenzaron a reír a carcajada limpia.
- Vamos, vamos, caballerete. No quiera usted tomar el pelo al propio Luis Candelas, a quien tiene el honor de encontrarse delante suya.
- No es mi intención- le respondió - conozco su historia.
- No le creo, y déjese de bobadas para intentar ganar tiempo. Nadie va a auxiliarles. Venga, el dinero.
Luis vio como, en la bolsa que le pasaron, efectivamente había francos franceses, lo cual no le resultó extraño visto el atuendo y su lengua. Pero de eso a ser el embajador... Aunque lo más sorprendente fue que, además de ellos, había también monedas de oro. Mucho oro. Tanto, que con él podían retirarse de forma definitiva.
- Cometen un error- repetía una y otra vez aquel asustado hombre mientras la mujer lloraba desconsoladamente - lo pagarán caro.
- Diga usted a sus paisanos que tengan cuidado. Luis Candelas es el amo y señor- y mostró su capa jalonada de emblemas. Después los hicieron subir de nuevo al carruaje y jalearon a los caballos que, asustados, iniciaron una infernal galopada - hasta la vista, señor embajador- y las risas volvieron a hacer su aparición.

Corría el rumor de que, tras un inusitado corto espacio de tiempo, el hacendado Álvarez de Cobos volvía de las Américas. Y siempre que lo hacía dilapidaba recursos de una manera escandalosa. Rodeado por su cohorte de afines, todos sin excepción, gastaban su dinero (el del hacendado) en comida, bebida y mujeres, sin importarles lo más mínimo. Al señor hacendado del Perú no parecía afectarle este punto. ¿Hasta dónde alcanzarían sus riquezas?, se preguntaba más de uno. Sin embargo, esto repercutía favorablemente en la villa de Madrid, porque ese dinero alegraba los escuálidos bolsillos de sus vecinos, ya bastante mermados por los impuestos que soportaron, primero, a raíz de las disposiciones del rey “Plazuelas”, hermano del mismísimo Napoleón que, con su obsesión por las vías públicas no dudó en recurrir a ellos para acometerlas sin tener que tocar un solo céntimo de la hacienda real y, más tarde, por Fernando VII dado el carácter burgués que imprimió durante su reinado. Por otra parte, las tabernas frecuentadas por el hacendado peruano se afanaron también en hacer ver que las cosas habían cambiado y que ahora disponían de nuevas chicas, nuevos espectáculos o ambas cosas a la vez, en un intento desesperado por atraer al afamado cliente y sus caudales, sin descuidar el interés por escuchar las historias que contaba, las que igualmente atraían clientela adicional dispuesta a consumir mientras lo hacían. Pero esto era lo de menos, ya que el hacendado cambiaba rápidamente su papel de incomparable narrador al de juerguista, tal era su afición a la parranda y el gusto por el buen vino y las mujeres.
Tras la consiguiente algarabía por el éxito obtenido en el asalto de la diligencia, Luis decidió en el minuto siguiente que debían festejar aquel botín “como Dios manda” y dijo a todos que se reunirían, por ejemplo en la taberna del cuñado de Mariano, a eso de las cinco de la tarde, y que se dispusieran a pasar una tarde-noche que les prometió inolvidable. A continuación cada uno tiró por su lado confiando ciegamente en la honradez de su jefe, mientras este retornaba al escondite y cogía de nuevo el libro para continuar leyendo con la tranquilidad de saberse poseedor de gran riqueza.
Como ya habrá podido deducir el lector a estas alturas, Luis Candelas y el hacendado Luis Álvarez eran la misma persona. Pero esto permanecía en secreto dentro del grupo. Nadie más lo sabía. Ni siquiera María Bonita, una de las favoritas de Luis, que sí llegó a enterarse del lugar previsto para la fiesta de bienvenida por una amiga de Juan Mérida, quien llegado a la villa no perdió un segundo en comunicar a todos sus allegados que no contaran con él hasta el mediodía siguiente. María sabía de su reputación como moza sin igual y no tenía ningún miedo a que alguna otra osase arrebatarle a “sus” hombres. Por ello, esa tarde lavó bien su “conchita” para dedicársela a ser posible al propio Luis o, como consuelo, a cualquiera de sus acólitos, se puso sus mejores galas y sin dilación se dirigió a la taberna de Jerónimo Morco, el cuñado de Mariano Balseiro. Cuando aquel la vio aparecer por la puerta supo, sin lugar a dudas, que el lugar elegido por el hacendado Luis sería su casa, y se esmeró en ponerla presentable para recibir a esa eminencia.
Los primeros en aparecer fueron Mariano y Paco el sastre. No mucho después llegó Luis y tras él comenzaron a llegar progresivamente el resto. Mariano y su cuñado se saludaron y charlaron un rato. Jerónimo miraba una y otra vez donde Luis permanecía sentado, bebiendo y con una amplia sonrisa en su rostro, mientras oía cantar a una de las chicas y María Bonita procedía a sentarse en sus piernas. También Jerónimo estiró su boca al escuchar a su cuñado comentar que esta vez el hacendado venía cargado de oro tras una expedición que resultó ser muy provechosa. En ese momento, una partida de cinco escopeteros, fusil colgado al hombro, entraron en la taberna.

Primer día de colegio

Arnold oyó la llamada de su compañero de colegio gritando desde la calle y cogió su maletín, raudo para no hacerlo esperar. Su madre no lo acompañaría. Quien sí lo haría sería la madre de George, su compañero, como ya era habitual. Quizá algún día pudiera contar con la presencia de la suya, que ambas madres se conocieran, que charlaran por el camino...
George lo vio bajar por las escaleras y, con un gesto de su mano, le hizo advertir la urgencia. Ese día iban tarde. La madre se colocó delante para alentar el paso. Ellos charlaban sin percatarse del ritmo a seguir y, de vez en cuando, tenían que dar un acelerón para alcanzarla. Atravesaron el pequeño campo que los separaba de la carretera principal, aquella por la que circulaban coches a gran velocidad, el peligro. Ambos chicos se colocaron a cada lado de la mujer y le tendieron sus manos libres. Cuando no hubo circulación la mujer tiró de los dos para cruzar en el menor tiempo posible.
A partir de ahí el recorrido era seguro y entraban en la población de nuevo. Ahora podían ir por las aceras sin miedo a ser atropellados. Y poco después la llegada al recinto escolar y la despedida. Y así día tras día, semana tras semana, mes tras mes, hasta la venida del verano. Cómo anhelaba Arnold este tiempo. Dejar de pasar los fríos inviernos y recibir el buen tiempo, ir a la playa y jugar con la arena y las olas. Lástima que tan solo fueran tres meses, circunstancia que él no valoraba en su justa medida. Tan solo eran días y días de descanso, pero muy pocos días.
Recordaba esa época sin nostalgia. Entonces los problemas eran grandes problemas. Cuán equivocado estaba. Poco a poco, a la vez que crecía, aquellos crecían en la misma o mayor medida. Su desarrollo sexual fue el primero. A continuación vendrían los amores imposibles, la incapacidad de llegar a tiempo para estudiar el gran volumen de materia que entraba en el próximo examen, las dudas sobre la carrera a seguir que marcarían de forma inexorable su futuro...
Arnold superó todo eso y más. Superó la carrera universitaria y pronto encontró un trabajo bien remunerado. A partir de aquí el ascenso hacia la cima fue relativamente suave, en contra de lo que supone un ascenso a una cima terrestre, en que los últimos metros son los más agrestes. Se casaría y tendría hijos, a los que inculcaría ese espíritu de superación ante la adversidad. Y fue haciéndose viejo.
Entonces le acometió una enfermedad que lo postró en la cama. Su mujer lo miraba con cara apenada. Sus hijos permanecían lejos, pero parecía venir el fin. Arnold no hablaba. Dormía mucho y se sentía terriblemente cansado a pesar de todo. En uno de aquellos sueños, George lo llamaba insistentemente. 'Llegaremos tarde' gritaba desde la calle.
Arnold cogió su maletín contento. Asistía a su primer día de colegio.

viernes, 9 de octubre de 2015

El abuelo y la nieta

Por su arrugada cara van resbalando unas lágrimas. La fuerza de gravedad hace que sorteen sin esfuerzo las dunas del paso del tiempo, perdiéndose en la maraña de pelo de su poblada barba. La niña lo mira, seguramente preguntándose en su interior por qué llora. Pero lo deja concentrarse en sus recuerdos. Él parece no haberse dado cuenta de ese detalle. Levanta la vista y, con los ojos aún acuosos, la mira para descubrir la reacción que ha provocado su incontenible llanto. Ella le sonríe compasiva mientras él enjuga sus lágrimas con ese pañuelo sucio del que nunca se separa, sujetándolo con unos dedos mugrientos, desabrigados del resto de la mano cubierta por ese roído guante de lana. Esperará en vano la tan temida pregunta mientras observa como la noche y el frío comienzan a caer sin compasión.

Pero los pensamientos de la niña van por otro lado. En todo el día lo único que ha comido ha sido un mendrugo de pan del día anterior. Ayer la cosa fue mejor, pero hoy solo ha llegado a sus manos ese trozo reservado. Sin embargo, que ella sepa, su abuelo no ha comido nada. Y ahora lo ve beber de esa botella el vino que previamente ha rellenado con un tetrabrick con dificultad, porque su pulso ya no es el mismo. Sujetando la botella por el cuello bebe una y otra vez, y cuando termina se limpia la boca con el dorso de su mano, manchando el guante que la cubre. La mira y sonríe simulando que todo va bien. Ella le devuelve la sonrisa, aunque en su interior le apena que su abuelo tenga que recurrir a beber para olvidar la lamentable situación en que se encuentran.

Después le tocará a ella abrigarlo, cuidar que no duerma boca arriba por si le da por vomitar... En una ocasión estuvo a punto de ahogarse y lo pasaron francamente mal. Desea que mañana la situación cambie. Sobre todo, que él pueda comer algo; está dispuesta a cederle el pan que pueda llegar a sus manos. Ni un día más sin comer debe estar el hombre que hizo posible que ella pudiera venir aquel lejano día a este mundo, aunque ahora sea un lugar sórdido, indeseable, maldito...

El abuelo cuenta, recreándose para no errar ni perder la cuenta de los escuálidos ahorros que llevan reunidos, lo recaudado en ese día. Y lo guarda en el bolsillo derecho de su pantalón. Le desea buenas noches a la nieta y la introduce en la caja de cartón que hace las veces de cama, abrigándola con dos mantas. Él se acuesta a su lado y se tapa con otra más fina, la única que le queda. La niña duerme a intervalos, vigilando continuamente al hombre que yace a su lado, oyéndolo roncar. Mientras lo haga, ella estará tranquila y se dormirá de nuevo, hasta que el abuelo, como hace de vez en cuando, deje de respirar durante unos segundos para retomar de nuevo los consabidos ronquidos. En los momentos de vigilia también cuida de que los perros y gatos, olisqueando restos, se acerquen más de lo debido o les dé, a los primeros, irreverentes, por mearse encima de ellos. Y así pasan las largas noches hasta que amanece el nuevo día, una promesa de futuro para ambos que, a medida que avanza, se desvanece, como siempre, con la caída de la tarde. Día tras día. Semana tras semana. Mes tras mes...

Hoy es Nochebuena. El ambiente navideño se deja sentir en las calles. Un hombre se les acerca. Va vestido con un abrigo largo, una confortable bufanda y lleva también una mascota de color negro. Tiene un bigote bien cuidado, a juicio de la niña, y porta un maletín en su mano derecha. Se detiene ante ellos, pero no echa mano a monedas que pueda guardar en sus bolsillos. Simplemente se queda mirándolos, observando la improvisada cama aún sin recoger, hasta que decide hablar. Le dice al abuelo que no puede consentir que un hombre con su edad, acompañado de una niña tan pequeña, tenga que dormir a la intemperie. Le ruega, con una exquisita educación, que recojan sus pertenencias y lo acompañen. El abuelo le dice que no hay problema, que los conocen y que nadie va a usurparles nada de valor. Y ambos, abuelo y niña cogidos de la mano, se colocan junto al desconocido y le siguen.

Las tres figuras se adentran por una calle menos concurrida. Una calle sin aparente salida, aunque con una gran escalera al fondo. Cuando llegan hasta ella, el hombre les pide que comiencen a subir, que él les seguirá. Obedecen. La escalera es muy larga y se pierde entre una niebla espesa que está bajando. La niña mira hacia atrás y ve que el hombre les está siguiendo con una sonrisa en su rostro. Se introducen en la espesa niebla y tras unos pocos escalones más la niña observa con estupor que la escalera continúa. No hay ningún edificio a su alrededor. No hay nada, y el hombre que les seguía ha desaparecido.

https://clubdeescritura.com/?p=938912 (obra finalista)
 

lunes, 5 de octubre de 2015

Siguiendo el rastro (IV)

El director de la terminal no recibió de buen agrado a Scariolus. Aquella mañana no era un buen momento, dada la cantidad de problemas que generaba un día de tormenta. Los controladores no lo dejaban un segundo. Y ahora venía ese pesado detective a importunar aún más. Decidió que tendría que esperar, al menos hasta que se normalizase algo la actividad de la torre.

Scariolus lo percibió pero no tenía autoridad para argüir obstrucción a la justicia, por lo que no le quedó más remedio que resignarse. Y tampoco quería marcharse hasta el otro aeropuerto, a pesar de la urgencia de la situación. Revisó sus notas, la carpeta conteniendo múltiples copias del retrato robot para distribuir por todos los departamentos... todo estaba en orden. Poco después, el director accedió finalmente a su petición.

- Bien. Necesito que distribuya este retrato a todos sus empleados. Quiero saber si este hombre cogió un vuelo recientemente y su destino. Estamos persiguiendo a un tipo muy peligroso que, previsiblemente, ha cometido varios asesinatos. Comprenderá mi urgencia- concluyó mirando fijamente a su interlocutor para causar más presión.
- No se preocupe, detective. Le tendremos informado en cuanto averigüemos algo.
- Perdone que le insista. El asunto es de la mayor prioridad. Dese cuenta que tenemos que contactar con la Interpol y el tiempo ya corre en contra nuestra.
- Ya, ya. Espero que me disculpe por no haberlo podido atender antes, pero es que el día lo requiere- apostilló el director para dar más viso de credibilidad a su actuación.
- En ese caso no quiero hacerle perder más tiempo- y cogió su mascota dándose media vuelta en dirección a la puerta.

Una vez se hubo ido, el director llamó a cuatro de los mozos y le dio varias copias del retrato para su distribución. Aproximadamente a las dos horas ya tenía resultados. Una de las asistentas de los vuelos a Francia le comunicó que había visto a ese hombre coger un vuelo con dirección a París. Su nombre, Howard Woods y la hora de salida, las seis de la tarde. El director no quiso retrasar más la obtención de aquella información y se puso en contacto con Scariolus.

El vuelo se había tomado tan solo cuarenta minutos tras la muerte de Jack, el dueño del local de copas. Sí. El tipo mató a aquel hombre y salió disparado hacia el aeropuerto. Ordenó el rastreo del nombre que, ya suponía con su astucia, se trataría de uno falso colocado en un pasaporte de las mismas características. Así se lo confirmarían algunos minutos después, por lo que solo contaba con su retrato. No era mucho. Llamó a su secretaria para que le reservara el próximo vuelo a París.

martes, 29 de septiembre de 2015

Una mano de pintura

Irene no era capaz de discernir el por qué esa mañana se encontraba tan pletórica. Su trabajo no le resultó atractivo en su momento, pero de aquello hacía varios años y ahora realmente se encontraba a gusto en él. Precisamente, por ese optimismo en el trabajo realizado a su primera cliente, consiguió un maquillaje de película. Eso pensaba ella, a tenor de la cara de satisfacción que mostraba. Con eso le bastaba. Un aliciente necesario para continuar, que siempre es bueno que se lo hagan saber a una. Ya podía decírselo su jefe, ya. No importa. Algún día terminaría reconociéndolo.


No había empleado más allá de unos 45 minutos, aunque si uno se fijaba bien el trabajo resultaba bastante laborioso y especializado. Conseguir, con ese maquillaje ligeramente rosado en torno a los ojos, disimular esas incómodas bolsas, o lograr ese acabado perfecto en la pintura de los labios, entre otros, solo podía ser realizado por una profesional como ella. Porque así se consideraba, y si no que alguien le explicara cómo pudo mantenerse en esa profesión durante tantos años.


Pasó al otro cuarto. Allí le esperaba otra cliente; hoy parece que todo eran mujeres. Se puso manos a la obra. Ella conocía muy bien su oficio. No era necesario que nadie le explicara lo que debía hacer o como tenía que hacerlo. Por algo casi siempre era ella la elegida para hacer los trabajos. Pero ahora allí se encontraba su jefe que, por alguna extraña razón que no se atrevería a preguntar, quería supervisar su labor. Lo primero que se le pasó por la imaginación fue que, tal vez, hubiese cometido algún error que solo él pudo percibir y no quiso decírselo antes.


Un escueto y educado saludo se cruzaron. Siempre fue así, y a Irene esto la molestaba. Alguna vez podría preguntarle algo, por ejemplo, sobre su vida privada, y no porque ella pensara, ingenuamente, que mostrase algún interés por su persona. Sencillamente porque fuera un poco más humano, solo por el ambiente en que tenían que pasar tantas horas.


Irene preparó todo lo necesario con la debida agilidad y eficiencia, sin importarle lo más mínimo que su jefe la mirara, que visara hasta el más mínimo detalle, porque estaba muy segura de sí misma. Realizó su labor sin ninguna observación o reparo, lo cual la tranquilizó. Entonces ¿a qué venía ese repentino interés? ¿acaso dudaba que fuera ella quien realizaba esos trabajos, que quizá le ayudara algún otro miembro de la organización y ella se llevara los laureles? Pues ya vio que no. Que todo, absolutamente todo, era obra suya.


Entonces Irene no pudo resistir lanzar la osada pregunta. Después de tanto tiempo ¿por qué hoy y ahora? La respuesta era previsible aunque no por ello fácil de adivinar. Aquella a quien maquillaba era un familiar directo y no quiso perder un ápice del proceso, que para eso era el propietario de la funeraria. Realmente había quedado como si estuviese viva. Lo dejó a solas para no incomodar y pasó a otra habitación.


Ahora tocaba, y esto sí que era superior a ella, maquillar a un niño.

viernes, 25 de septiembre de 2015

Siguiendo el rastro (III)

La chica se levantó de la cama y arremolinó la sábana alrededor de su cuerpo dejando a Duke dormido, tendido boca abajo. Miró unos segundos su culo. Hacía tiempo que no veía uno igual. Quizá, el de aquel piloto de Air France del año pasado, pero este era inigualable. No quiso perder la oportunidad y comenzó a idear la forma de poder llegar a tenerlo siempre a su disposición mientras se dirigía al cuarto de baño dispuesta a darse una relajante ducha.

Duke se despertó con el sonido del agua cayendo en la bañera. Rápidamente tomó conciencia de su situación y sonrió. Estaba en otro país, lejos de cualquier amenaza, anónimo. No tenía nada que temer. Comenzaría una nueva vida, ya se acostumbraría al idioma al igual que lo hizo con el español que aprendió durante los años que vivió en México. Quizá con aquella chica que acababa de conocer, con la que había dormido tras un buen par de polvos, que ya iba siendo hora de que los echara. Y ahora ella estaba en la ducha. No se lo pensó.

Scariolus tenía todas las piezas del puzzle, pero ahora tenía que montarlo y no disponía del modelo a copiar. Quedó perfectamente definida la secuencia por parte de los forenses. Primero fue la enfermera del cuarto de suministros. Después le tocó el turno al rubio hospitalizado por un disparo recibido en los genitales (asunto que, más tarde, descubriría que había propiciado el mismo asesino) y a continuación la mujer que lo visitaba. Seguidamente se dirigió al local de copas y mató a su dueño.

Era un tipo sin escrúpulos. Como le dijo a Jimmy el guardián "un tipo que primero pega y después pregunta". El retrato robot estaba siendo minuciosamente analizado comparándolo con todos los fichados, pero esta era una tarea que requería de bastante tiempo. El tipo podía haber huido. No, seguro que habría huido. Demasiadas muertes a sus espaldas. Scariolus tuvo claro el siguiente movimiento. Había que indagar en los dos aeropuertos. La mañana amaneció de lo más desapacible, pero al detective no lo arredraba el mal tiempo. Se colocó su mascota, se subió el cuello de su gabardina y se dirigió a su viejo automóvil que lo llevaría hasta el primero de los aeropuertos a inspeccionar.

Pasado el mediodía, Duke y la azafata salieron a la calle. Hacía un día espléndido, ideal para visitar la ciudad. Aquel estaba muy decidido a subir a la torre Eiffel y la azafata no quiso contrariarle aunque pensara otras cosas más interesantes. En los alrededores la gente se amontonaba en una larga cola que no hizo a Duke desistir de su idea. No había prisa y, aunque pensaba quedarse allí, no quería dejar pasar esa oportunidad, mucho menos cuanto que ver la ciudad desde las alturas con su acompañante femenina le complacía aún más.

Finalmente subieron hasta lo más alto por el ascensor y permanecieron largos minutos contemplando la ciudad. Después, Duke pensó que por qué no almorzar en el restaurante del primer piso. A la chica le agradó el trato que estaba recibiendo porque aquel tipo no escatimaba en gastos. Pero ¿cuál sería su ocupación? ¿Por qué disponía de tanto dinero? Lo único que sabía de él es que era un viajero procedente de América... y un buen amante. Hablaba mucho, aunque no tocaba el tema de su trabajo. Contaba anécdotas, vivencias, cosas de familia, lugares que había visitado... No podía ni imaginar que estaba conviviendo con un matón, un tipo con sangre fría recorriendo por sus venas, un tipo que, llegado el caso, no dudaría en acabar con su vida.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Siguiendo el rastro (II)

Mientras Duke se acicalaba en la habitación del lujoso hotel parisino para ir al encuentro con la azafata dentro de una hora, por su mente circulaban, fugaces, las imágenes de lo vivido el día anterior. Había acabado definitivamente con el "fantasma", de forma casual; en el hospital con el rubio y con la viuda (Take Five sonó de forma automática en su mente), premeditadamente y, por qué no decirlo, también con mucha suerte. Además, para dejarlo todo bien atado eliminó por último al indeseable de Jack que no terminó de fumarse el último de sus amados cigarros. Una sonrisa se dibujó en el rostro demacrado del espejo.

La cena sería en Le Consulat, el más famoso de Montmartre, recomendado por la azafata al ser la primera vez que Duke visitaba la ciudad. En la recepción le facilitaron un pequeño mapa con las indicaciones para llegar hasta él y un tiempo estimado de diez minutos. Llegaría, si no se perdía, con cinco minutos de anticipación a la cita. 'Demasiado justo', pensó. Debía darse prisa, no podía perder la oportunidad de estar con aquella belleza. Recorrió con paso rápido la rue Lepic, esquivando nerviosamente a los transeúntes, hasta entrar en la rue Norvins. Le Consulat quedaba a su izquierda y, en la esquina, la flamante chica esperaba. Duke se reprochó el no haber ido más aprisa.

- Perdone mi retraso, pero ya sabe, desconozco la ciudad- se adelantó a decir él.
- No se preocupe- respondió ella con una sonrisa cautivadora que no necesitaba usar.
- Pasemos, pues, dentro. Espero que no tengamos problema en encontrar mesa- y le mostró su brazo en ademán de que se asiese a él.

La velada fue muy agradable. Ella no dejaba de reír ante las ocurrencias de aquel desconocido que le asaltó en el avión de una forma tan atrevida que no pudo resistir. Tras ella recorrieron el famoso barrio, deteniéndose en algún que otro local de copas. Finalmente, Duke la acompañó hasta su alojamiento y ella le invitó a pasar.

Scariolus se sentía satisfecho con el trabajo del dibujante. El sospechoso del crimen fue identificado, aunque nadie sabía su nombre. Pero sí llegó a averiguar de labios de un irlandés que frecuentaba el local, que le proporcionó información al parecer muy valiosa, dada la cantidad de dinero que le procuró. Aunque facilitársela de nuevo a aquel detective no iba a ser de forma gratuita. Scariolus lo dio por bien empleado.

Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que la dirección proporcionada por el irlandés lo trasladó directamente al alojamiento del rubio que mataron en el hospital, y que aquel antro estaba próximo al muelle. Los tres asesinatos estaban, entonces, relacionados. Aún quedaba por averiguar los nexos de unión pero se había avanzado bastante. Lo más probable era que fuera debido a un ajuste de cuentas. Puso a Jimmy a trabajar en ello.

domingo, 20 de septiembre de 2015

Siguiendo el rastro (I)

La policía se encontraba dentro y fuera de la habitación del hospital donde se hallaban los dos cadáveres. Fuera, impidiendo la entrada a todo curioso. Dentro, la Científica tomaba huellas y hacía fotografías a aquella mujer, al hombre rubio, a las salpicaduras de sangre... El detective Scariolus tuvo que marcharse pronto por una llamada. Lo hizo molesto. Le hubiera gustado tomar más notas y no tener que recurrir, más tarde y sin remedio, a los informes que le diera la Científica.
Había sido descubierto un tercer cadáver, ahora en un local de copas. Pero, por fortuna, en aquel caso solo se encontraba él. Bueno, él y su ayudante. Pero este no contaba. La Científica tardaría algún tiempo en llegar. Debía darse prisa. El tipo que se encontraba sentado frente a una mesa de caoba tenía la cabeza extrañamente torcida. Lo habían matado ejerciendo una torsión brusca en su cuello. Alguien, por detrás, le agarró su cabeza y la giró antes de que el infortunado pudiera darse cuenta.
- Es curioso, señor.
- Qué- dijo Scariolus.
- Fíjese, hay dos copas y la caja de puros está abierta. Y, buenos puros, por cierto. Parece que se trataba de un amigo.
- Sí. Pregunte por ahí fuera quién pudo entrar. Desde luego, amigo, lo que se dice amigo, no lo era. Esto forma parte de un ajuste de cuentas.
El ayudante salió y preguntó al barman y a algunos clientes. El barman solo pudo decirle que hubo un hombre que preguntó por Jack y esperó tomando un par de copas. Aquello era sospechoso, pensó el ayudante. De los clientes, un irlandés con gorra a cuadros dijo que había visto a un conocido de Jack aquella tarde tomando una copa, pero que desconocía su nombre. Por último, el vigilante de la puerta se mostró muy alterado cuando le preguntó por el visitante anónimo.
- Hey amigo, ese tipo me partió la nariz la primera vez que apareció por aquí. Espero que lo coja. Seguro que fue él quien mató a Jack.
- Pero ¿no sabe su nombre?
- No. Siento no poder ayudarle. Era un tipo misterioso, un gangster. Pegaba antes de preguntar. 
El ayudante pensó que hizo un buen trabajo. Solo quedaba contar a Scariolus todo lo averiguado. Entró de nuevo en el reservado. El detective estaba inspeccionando el cadáver.
- Señor, he descubierto que todos coinciden en afirmar que un tipo venía a verlo. Es nuestro hombre, pero desconocemos su nombre. Tendremos que tirar de archivos.
- Buen trabajo, Jimmy. ¿Alguna pista?
- El vigilante me dijo que era un gangster, que pegaba antes de preguntar.
- Lo que confirma mi suposición de ajuste de cuentas. Tendremos que volver con el dibujante. A ver si podemos disponer de un retrato robot. Esperaremos a que aparezca la Científica. No toque nada.
Scariolus no estuvo inactivo en las pocas horas que la Científica determinó que se trataba de una Colt y que ambos asesinatos fueron a bocajarro. Mientras, estuvo interrogando a la enfermera que se personó en la habitación al escuchar los disparos.
- Un enfermero huyó aterrorizado diciendo que iba a llamar a la policía. Ví al que se encontraba en la cama sangrando abundantemente y a la mujer que estaba en el suelo con el arma en su mano. Supuse que mataría al hombre de la camilla y que, tras ser descubierta por el enfermero, se daría un tiro.
- Bueno, enfermera. Deje que nosotros hagamos las suposiciones pertinentes- comentó con un viso de desagrado en su voz - En todos los años que llevo en este oficio la vida me ha enseñado que las cosas no siempre son lo que aparentan... ¿Podría hablar con el enfermero que presenció la escena?
- Eso es lo extraño. Nadie en el hospital parece conocerlo. Pero iba perfectamente ataviado como nosotros...
Entonces se oyó un grito. Una enfermera había descubierto el cadáver de otra sanitaria. Scariolus salió corriendo hacia donde venían los gritos. La pobre mujer yacía con el cuello igualmente roto, como le sucedió a Jack, el del local de copas. Scariolus comenzó a pensar que el asesino era el mismo. Cuatro muertos en unas horas. Estaba ante un auténtico profesional. Un tipo que había burlado, por dos veces, la vigilancia del hospital. Que, tras haber acabado con aquella enfermera se disfrazó para no levantar sospechas y se dirigió sin titubeos hacia la habitación donde se encontraban el rubio hospitalizado y la sospechosa mujer, de la cual solo se sabía que tenía amistad con él, para acabar con ambos sin ninguna contemplación. Por alguna razón debía liquidarlos y después acabar con Jack.
Más tarde, el informe forense concluyó que esa mujer había tenido relaciones sexuales con Jack, lo cual, al llegar a oídos de Scariolus, le hizo marcarse el reto de investigar cuales podrían ser las razones que llevaran al asesino a acabar con todos ellos. La enfermera era un daño colateral y no profundizaría.
- Jimmy ¿conseguiste el retrato robot?- increpó a través del teléfono.
- Sí, señor. Lo tenemos.
- Hay que volver al local de Jack, confirmar que se trata de ese individuo e intentar localizarlo.
- De acuerdo, señor. Estoy ahí en dos segundos.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Prever vs proveer

Vamos con otro misterio de nuestra lengua:

Si decimos proveer ¿por qué igualmente no podría decirse "preveer" cuando ambos vocablos comparten el significado común de preparar lo necesario para un fin?

Pues resulta que lo correcto es prever, y teniendo en cuenta que un prefijo precede al verbo ver, se debe conjugar como éste, y en ese caso son incorrectas las palabras "preveyendo" (previendo) o, "preveyó" (previó).

En el otro caso, al tener doble e, tenemos que pensar en un verbo con esas características. El más cercano es leer. Por tanto, y en oposición al anterior, sí puede decirse proveyendo (no proviendo), o proveyó (que no provió).

A pesar de tener raíces etimológicas parecidas, prae-videre y pro-videre, lo cierto es que el resultado final, por razones que requieren una investigación adicional más profunda, se ha traducido en la aparición de una segunda vocal e en el último vocablo y, por consiguiente, la confusión entre ambos.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

La criatura

Determinó que no cabía dar marcha atrás aún a riesgo de perder un hipotético contacto con el exterior que veía cada vez más lejano desde que dejó a su inerte compañero tan solo unos metros más atrás. Y no dejaba de descartar de su mente la posibilidad, certera cada minuto que pasaba, de acabar sus días allí dentro, por lo que recorrería aquel estrecho pasadizo, reptando, arañándose con los filos cortantes de las traicioneras cuchillas rocosas, pero con una inquietud creciente ante lo que pudiera encontrarse al otro lado. Tal vez el camino hacia la salida. Hacia una abertura alternativa, ignota, la vuelta a la vida.


Pocas provisiones le quedaban, aunque el lamentable hecho acaecido le procuraba una ventaja, ya que podía disponer de las raciones adicionales que, en otro caso, hubiera tenido que compartir. Pero ¿tendría suficiente? Se ajustó su casco y se introdujo en el túnel para no demorar un segundo su inspección de la posible vía de escape. El silencio era sepulcral, lo cual incrementaba sus temores. ¡Cuánto deseaba oír aunque solo fuera un chasquido! Algo que tuviera vida y que le diera esperanza de encontrarse cerca de la salvación.


Soportó estóicamente los cortes producidos por las formaciones calcáreas. Sangraba, pero no le quedaba otra que continuar. Atrás estaba condenado a morir junto a su compañero. Dos cadáveres encontrados en una sima no era la noticia que debía aparecer en los periódicos del día siguiente. Siguió recorriendo el túnel. Las formaciones calcáreas quedaron atrás y ahora solo deseaba que aquel ya largo pasillo no llegara a estrecharse tanto que le impidiera el paso y tuviera, necesariamente, que retroceder lo recorrido. Unos metros después, el pasadizo se ensanchaba y se detuvo para curar sus heridas. Sus oídos alerta solo escuchaban sus movimientos para sanear y vendar los cortes.


El mayor espacio del que podía disponer le permitió moverse gateando, lo cual agradeció tras los numerosos metros recorridos serpenteando. Más tarde salió a un recinto abierto y escudriñó milimétricamente el espacio a su alrededor intentando encontrar una nueva vía. Sí, algo más allá parecía abrirse un agujero por el que tendría que descender, lo cual no le planteaba ningún problema. Podría sujetar la cuerda en una roca y comenzar el descenso. Era la única salida. Entonces oyó algo. Un sonido ronco, como salido de unos pulmones.

¡¿QUIÉN ANDA AHÍ?! gritó, aproximándose a la boca del pozo.


No obtuvo respuesta. Fugazmente pasó por su mente la idea de que fuera otro espeleólogo. Imposible, se dijo. Habrían tenido noticias de su desaparición. La curiosidad pudo más que el miedo a lo desconocido y, una vez sujeta la cuerda, comenzó a bajar por aquel nuevo túnel. Era muy corto. Calculó que unos cinco o seis metros y se encontró ahora en una amplia zona y varias posibles salidas. Aquello pintaba bien. Pero volvió a oír la respiración. La oscuridad lo envolvía todo a excepción de donde él mismo iba dirigiendo su vista, gracias a la linterna de su casco. Aunque más que guiarse por la luz lo hacía por el oído. 


A su espalda, y se iba acercando. Sus miembros quedaron paralizados.


Se volvió lentamente. Tan asustado como él podía estar la criatura, y tensó sus músculos para saltar a un lado evitando el previsible ataque inicial al encontrarse frente a frente. Un engendro peludo apareció a sus ojos, los mismos que abrió desmesuradamente intentando comprender ante qué se encontraba. El animal estaba agazapado y gruñó con el fogonazo de luz del casco, pero curiosamente no atacó. Quizá el miedo pudo más que su valor. Con lentos movimientos y sin dejar de mirar se irguió sobre sus dos patas traseras. Entonces fue cuando pudo determinar que se trataba de un crío, ¡un humano! ¿Cómo había llegado hasta ahí? ¿Cómo pudo sobrevivir? Las respuestas a estas preguntas le daban también respuesta a su interrogante de si sería capaz de salir de allí. El chico comería animales o bayas silvestres que conseguiría saliendo de la cueva.



Solo había que esperar a que tuviese hambre y seguirlo. 

sábado, 5 de septiembre de 2015

Efectos colaterales

Cuando Phil cogió su vehículo para realizar la entrega, maldijo el momento en que se obligó a ello. Aquel en que se encontraba hablando con unos amigos, tomando unas copas... Quizá esa fuera la causa de su falta de reacción adecuada, pero ya era tarde. Ahora tenía que acudir a la cita, a tiempo. Ya sentía sobre sus hombros la pesada losa del tiempo, presionando, impidiéndole moverse... Flexionó su cuerpo sobre el sillón y giró la llave de contacto.


A Robert le pareció que era pedirle demasiado. No solo tenía que recoger a los niños del colegio a la hora de salida, sino que, dado que él debía seguir trabajando, tenía que llevarlos a casa de los abuelos antes de que comenzaran las obras de la calle que, por ese motivo, sería cortada al tráfico. De llegar más tarde tendría que aparcar el coche al menos tres manzanas más lejos, llevarlos andando y, además, cargando con las mochilas llenas de libros.

 
El servicio de emergencias sanitarias decidió que era preciso trasladar a la señora Hathaway al Bellevue Hospital Center. Ellos no podian hacer nada más y era del todo punto necesario que se la interviniera quirúrgicamente en breve plazo, pues corría el riesgo de morir. Los familiares estuvieron totalmente de acuerdo y, nerviosos, apremiaron a los sanitarios para que no se perdiese un segundo más.



Nick cerró la operación telefónicamente. Ahora solo era cuestión de ir al aeropuerto, coger el próximo vuelo a Boston y, con suerte, llegar antes de las nueve de la noche para firmar el contrato millonario suscrito con la empresa Betelgeuse. Si no era en ese mismo día, la opción dejaba de ser operativa ya que, al día siguiente, la cotización de los valores bursátiles se vendría abajo y debería esperar una nueva oportunidad que tal vez no llegase nunca más.


El FDNY fue avisado de un incendio grave que estaba teniendo lugar en la esquina de la treinta con la séptima. Una llamada advirtió de un piso en llamas y personas pidiendo auxilio desde las ventanas. Las sirenas comenzaron a sonar nada más colgar el teléfono. Un par de camiones se dirigían hacia el lugar, conducidos por los más expertos. Tiempo estimado de llegada, unos diez minutos.


Phil arrancó con brusquedad. Necesitaba llegar cuanto antes al punto de entrega, realizarla y volver a tiempo para ver el partido. No se preocupó demasiado de respetar las señales o los semáforos (a punto estuvo de pillar a un peatón) y, finalmente, terminó impactando con otro vehículo en un cruce. Los coches comenzaron a amontonarse, a girar para tomar una alternativa, a dar marcha atrás... en definitiva, colapsaron el tráfico.


Entonces Robert se vio envuelto en el atasco y pensó que quizá no llegara a tiempo a recoger a los niños, por lo que el profesor, o quien sabe si incluso el mismísimo director, tendría que hacerse cargo de ellos hasta que él apareciera. Esto podría acarrear, asimismo, que cuando llegase a la residencia de los abuelos, la calle ya se encontrase cortada. Pegó un puñetazo al volante y se resignó.


El furgón que transportaba a la señora Hathaway tuvo que pasar entre una estrecha fila de vehículos, ante la imposibilidad de poder retirarse estos, y su velocidad se vio seriamente disminuida. ¿Cómo explicar a los familiares que no dio tiempo a llegar al hospital?


El avión a Boston despegó, pero Nick no se encontraba a bordo. Cuando pudo librarse del monumental atasco pisó a fondo el acelerador y llegó al mostrador de la terminal justo cuando se había cerrado la venta de billetes. El próximo vuelo salía dos horas más tarde, lo que suponía que el negocio se había ido al garete.


Los bomberos, a pesar de la pericia de sus conductores, llegaron a tiempo tan solo para sofocar el incendio. Un minuto antes habían perecido los ocupantes de la vivienda, como así pudo determinarse por el informe de los forenses.

martes, 11 de agosto de 2015

La preposición "a" y la forma del verbo haber "ha"

Segunda distinción de otro error bastante frecuente que conviene tener en cuenta.

A veces nos podemos encontrar en un texto la expresión "a dictaminado que..." con un claro error gramatical, ya que ese "a" debería llevar una h delante (detrás se pondría para el caso de una exclamación).
¿Cómo podemos saber con total seguridad si un "a", que debemos colocar en un texto, lleva o no la h delante?
La respuesta es muy simple, pero se nos escapa por esa simpleza.
Solo hay que tener en cuenta que "ha" va acompañando (necesariamente como verbo auxiliar en los tiempos compuestos) a un participio verbal. Es decir, que siempre que digamos (ha) hecho, dicho, comido, bebido, ganado,... iría de esa forma, y de la otra en cualquier otro caso.
Entroncando con el texto anterior, podemos comprobar que en "a ver" la preposición acompaña al verbo en infinitivo, por lo que no debe llevar la h.

Cuando es "a ver" y cuando "haber"

Frecuentemente nos encontramos con que alguien escribe "haber" cuando lo que se deduce de la lectura es que quiso decir "a ver".
¿Cuál es la regla que nos permite distinguir entre una u otra forma?
Básicamente, cuando queremos plantear una posibilidad de que algo ocurra utilizaríamos "a ver", por ejemplo, "a ver que pasa si esta tarde viene X" o "a ver si nos vemos".
En cambio, si queremos expresar que hay (algo) y, lógicamente, cuando se utiliza como verbo auxiliar en el infinitivo compuesto, se utilizaría "haber". Por ejemplo, "aquí debe haber al menos 100€", "haber brujas, haylas", "haber saltado, comido, reído,..."
Espero que la explicación sea de utilidad.

jueves, 6 de agosto de 2015

Secuestro (un ejercicio literario)

(Tan solo un ejercicio. Para quien desee pararse a comprobarlo podrá ver que este texto va incrementando a cada nuevo párrafo una palabra hasta llegar a las cuarenta y cuatro del último)


Amanece...



Luz áurea...



Me siento preso.



La habitación me asfixia...



Tengo que salir cuanto antes.



Debo abandonar, ya, estas cuatro paredes.



No recuerdo cuando fui encerrado entre ellas.



Pero he conseguido liberarme y no seguiré enclaustrado.



Enjaulado como un animal salvaje, pez en una pecera.



Volveré a recibir en mi rostro, de nuevo, el viento.



Seré libre, correré hasta no poder más y, al fin, descansaré.



Para cuando vuelvan ya me hallaré muy lejos, a salvo de ellos.



Esos desgraciados no saben con quien han topado, puedo hacérselo pagar muy caro.


Ellos pensaban que el secuestro les reportaría pingües beneficios, por mi acomodada situación económica.


Han optado por la vía fácil de arrebatarme aquello que tanto trabajo me ha costado.


Un camino muy cómodo que pretende evitar los innumerables obstáculos que yo he tenido que superar.


Desde muy joven he sido aleccionado con ese espíritu de lucha, de sacrificios, de consecución de metas...

Y poco a poco fui consiguiendo fortuna, la que me permitió nuevas inversiones en otros proyectos igualmente rentables...

Todo ello me ha llevado a la construcción paulatina de una montaña a base de muchos granos de arena...

Una montaña que pretenden dinamitar desde abajo para dejarme de nuevo en el suelo, para que tenga que construir otra...


Y ¿con qué perspectivas podría enfrentarme de nuevo a tan ardua tarea con la sospecha de poder ser robado de nuevo?


¿Acaso sería feliz mientras mis riquezas aumentan a la vez que se incrementa el deseo de apoderarse de ellas por otros desalmados?


Necesariamente el dominio de cada vez más posesiones exige una paralela creciente inversión en mecanismos que aseguren su protección, que eviten todo peligro...

Es la historia de la humanidad, la continua protección de las posesiones, sean del tipo que sean, ante el riesgo certero de una sustracción...

Solo porque alguien decide que viene a este mundo para que todo le sea puesto por delante sin que tenga que trabajar nada por conseguirlo...

Es la idea del iluminado, del que ha nacido con estrellas y va a vivir de forma confortable el corto periodo con que ha sido bendecido...

Aunque seas el hombre más pobre de la Tierra siempre habrá otro que intente apoderarse de tus escasas pertenencias, de tus ropas, que siempre tendrán alguna utilidad...


¿Puede haber algo más triste que despojar absolutamente del todo a aquel al que ya no le queda nada, al que ha sido progresivamente privado de sus pertenencias?...

Ciertamente puede que exista, ya que la vida es una compleja amalgama y, aún más, convivencia de alegrías y de tristezas, de amores y desamores, de ilusiones y desilusiones...

Y debemos enfocarla, muy especialmente, a que aquellos malos momentos sean los mínimos indispensables, que no se queden en nosotros más que el tiempo necesario y ni un minuto más...


Recuerdo que, desde pequeño, esa ha sido mi máxima, no dejando que los contratiempos se apoderaran de mí, que me subyugaran, que me hundieran hasta caer en la más profunda desesperanza.


Levantarse, siempre levantarse y continuar el camino interrumpido, no detenerse, salvar las complicaciones que se pusieran para que no lograra alcanzar un determinado objetivo, llegar a una meta y cumplir el sueño.


Y eso mismo es lo que pretendo hacer ahora, superar la dificultad, lograr huir, salvar mi vida, llegar a buen puerto y después, continuar y seguir luchando por todo lo que me pertenece...

Mi familia, mis hijos, los amigos, todo aquel que me hace luchar por seguir permaneciendo junto a ellos, porque así quieren que sea, porque yo soy también parte de sus vidas, su componente vital...

Esa es nuestra esencia, y no nos engañemos con otras filosofías que a lo largo de toda la historia pretenden explicar la vida humana sin, por ello, pretender hacer de esta la idea universal, inmutable...


He corrido desesperadamente hasta que mis piernas han flaqueado, comenzado a temblar pidiendo que me sentara junto a este árbol, el del gran tronco, el que acogería mi agotada espalda dando descanso al resto del cuerpo...

Oculto en el bosque no darán conmigo, lo que me permitirá solo unos minutos sin sobresaltos para, a continuación, volver a la carrera, poner más tierra de por medio, hacerme desaparecer de la faz de la Tierra...

Y cuando regrese junto a los míos comenzará una nueva vida, una vida que será más controlada, en la que tendré menos libertad si pero que, asimismo, me dará mayores garantías de que no volveré a ser secuestrado...


Oigo ruido, ruido como de gente que se aproxima, unos gritos que penetran el bosque sin que éste pueda, con su densa maleza, hacer nada por evitarlo, por obstaculizar los sonidos procedentes de gargantas humanas que atraviesan el aire.


Tal vez haya sido descubierto, perseguido, y finalmente acorralado... aunque no oigo perros sabuesos que con su olfato casi divino puedan ser capaces de dar conmigo y que, en ese caso, me harían totalmente imposible ya la huida, fatal desenlace.


Espero que se aproximen, sin atrever a moverme, e intentando vanamente buscar una explicación al por qué de que mis piernas se hallen paralizadas, ya sea por el miedo o por el cansancio, o acaso por ninguna de ambas razones.


Desde luego, escucho llamarme por mi nombre, ese nombre que antes odiaba, el que procuraba llegar a ser motivo de burla en mi niñez pero que, cuando uno se hace mayor, madura, resta importancia e incluso llega a anular su errónea importancia.


La batida continua incansable, los hombres avanzan sabedores de que su esfuerzo será plenamente recompensado porque la captura de mi persona tendrá el resultado que siempre han deseado obtener, negándose a renunciar a él por todos los medios que tengan a su alcance.


Finalmente aparecen ante mí hombres uniformados, pertrechados con potentes armas, ataviados de una guisa tan particular que me hace reconfortarme y asumir, ya sin ninguna duda, la idea de que no estaba siendo perseguido por mis captores sino que, definitivamente, estaba siendo liberado.