martes, 23 de septiembre de 2014

Solidaridad

Palabra un poco difícil de pronunciar en español (a lo mejor en otras lenguas, no tanto). Tal vez sea porque la usamos poco y no estamos acostumbrados a su dicción. 

Si acudimos a la definición que nos da la Real Academia de la Lengua Española leemos como primera acepción: 

"adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros"


Adhesión circunstancial, es decir, unirse momentáneamente a otros para luchar codo con codo en situaciones o metas en las que creen aquellos. Así, uno es solidario cuando dona bienes para ayudar a gente desprovista de todo: alimentos, para los que no tienen acceso diario a ellos; medicinas, para los que difícilmente pueden conseguirlas; ayuda humanitaria, para hacer la vida más soportable a quien ya de por sí la tiene complicada,... Esta es la solidaridad en su estado puro, la que todo el mundo tiene en mente cuando se menciona.


Pero tenemos una segunda definición, un tanto compleja, que voy a intentar desgranar: 

"modo de derecho u obligación in sólidum"

- ¿Cómo dice?

Tranquilo, que verá como lo entiende. In sólidum es una expresión latina que viene a decir "en total", "por entero" o, "por el todo", y expresa la facultad u obligación que, siendo común a dos o más personas, puede o debe ejercerse/cumplirse por entero por cada una. 


Bien, pues esta definición es la que no tiene casi nadie en mente. Solo cuando se menciona que uno es deudor solidario alcanza a comprender mínimamente que la deuda le afecta también a él, es decir, la obligación es común y si no paga uno lo tendrá que hacer el otro u otros.


Esta, podríamos decir que es la solidaridad de calle, la más cercana, la cotidiana, la individual, y a la vez colectiva, de los seres humanos que viven en una sociedad que llamamos civilizada. Esto no quiere decir que las sociedades "no civilizadas" no tengan esta solidaridad, porque seguro que cualquiera de los miembros de esa colectividad, en alguna ocasión, han ayudado a sus prójimos en una situación difícil o de riesgo. 


Así entendida, esta solidaridad viene a significar prestar la ayuda complementaria o realizar la acción oportuna en aquellas situaciones en las que otros no tienen posibilidad de ejercitarla o no lo hacen por dejadez. Se trata simplemente de una colaboración con un semejante, y aquel que la presta es el que se puede llamar solidario.


Pues bien, hoy en día asistimos en muchas situaciones a una insolidaridad por dejadez, que obliga a otros, por el bien común, a realizar la acción abandonada. El insolidario es un egoísta, alguien a quien le cuesta un esfuerzo inmenso hacer o decir algo. Si me apuran podríamos decir que es un cobarde, un despreocupado que no tiene el menor reparo en dejar las cosas estar, en no meterse donde no le llaman, pero que si, en algún momento, necesitase de la ayuda de los demás no dudaría en pedirla.


Esto es lo más indignante porque es lo más sencillo. Para la otra solidaridad se requiere más esfuerzo: hay que contactar con organizaciones gubernamentales de ayuda humanitaria, realizar transferencias de dinero puntuales o dar órdenes a las entidades bancarias de que lo hagan mensualmente, aportar otro tipo de bienes corriendo con los oportunos gastos,... lo que no quiere decir que tengamos que renunciar a ella porque también es necesaria, pero vuelvo a repetir, la solidaridad individual  que solo necesita una actuación concreta en un momento dado, es la que se deja de hacer, la que se carga sobre las espaldas de otro. Esa no es la condición humana. Estamos en un mundo donde cada uno necesitamos de los demás y los demás de cada uno de nosotros. 


Piénsenlo bien, el mundo no sería mundo si cada uno fuera por libre, si no colaborásemos estrechamente unos con otros para hacer la vida más fácil, más humana. Es simple, yo ayudo porque alguna vez necesitaré ayuda y querré que me la presten. 


Esta premisa debería estar grabada a fuego en la mente de todos. 

sábado, 20 de septiembre de 2014

Infierno

Y regresé al cielo.

A petición mía se me había concedido visitar la otra instancia. Las grandes puertas se abrieron cuando me encontraba muy próximo a ellas, como previendo mi llegada y sin necesidad de que llamase. Tras entrar con precaución, bueno, con miedo, la verdad es que allí no se estaba mal, salvando el sofocante calor. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me recibió el mismísimo Satán. No esperaba verlo tan pronto. Sin embargo, no fui bien recibido. 

Olvidé desembarazarme de aquellas dos grandes alas blancas.

Desesperación

Me despierto por el sonido de alarma del enojoso artilugio. Miro en él las iniciales del nuevo día y la hora, y compruebo que es otro día más de la semana, y no necesariamente de su fin, que sería la alegría de otros muchos, aunque para mí, en este, las vivencias sean prácticamente las mismas que las de cualquiera otro. La sensación que tengo, antes de levantarme, es de intranquilidad, previa incluso al análisis de lo que esté por llegar. Hay que dejar de una vez el cómodo, aunque viejo, colchón, y el tacto de la piel con las sábanas, con la acogedora almohada, con ese pijama raído, descolorido por los lavados, y enfrentarse con valentía al líquido elemento. Recibir millones de gotas de agua para eliminar los efluvios corporales producidos a lo largo de toda la noche, usar esa pastilla de jabón, a la vieja usanza, ya que no hay dinero para comprar geles de baño o, incluso, champús. Y después, embutirse en prendas sintéticas y pasadas de moda, calzarse fastidiosos zapatos con suelas rotas que filtran el agua de los charcos, y salir a la calle, haga frío o un calor asfixiante, llueva o nieve, en busca de un trabajo, cualquiera. Ya no soy selectivo como antaño.



Acudo a la oficina de empleo. Tras muchos años de trabajo, te das cuenta de que, ahora que no se tiene, has desperdiciado tu vida. Ahora malvivo. Tiene gracia. Cuando tienes trabajo no vives porque te falta tiempo y cuando no trabajas y tienes todo el del mundo tampoco puedes vivir. Miro a mi alrededor. Es mi consuelo. Hay muchos otros como yo que nos arreglamos al máximo cuando ni siquiera vamos a una entrevista, pero hay que dar buena imagen. Saco un número y miro las pantallas. Aún me quedan veinte. Cojo un ejemplar gratuito de prensa y lo ojeo sin pizca de interés. Solo para pasar el tiempo. El funcionario que atiende frente a mí me causa asco. Desde su privilegiada posición, trabajando cómodamente, sin estrés, no tiene ningún reparo en despachar impunemente a su visitante, sentado al otro lado de la mesa. Ni siquiera pasará por su reducida capacidad cerebral en qué lamentable situación podamos encontrarnos. Niega con su cabeza, por la que seguramente circule una sensación de euforia, la posibilidad milagrosa que ansiaba el demandante. Y a este se le ve inclinar su cabeza, sumiso, aceptando la derrota, e imagino qué estará pasando por esa mente. Nada bueno, seguro... Mi turno ha llegado. Acabaré rápido y creo que ocasionaré algunas molestias. Pero ya está decidido. Me siento frente al funcionario, la saco del portafolios y disparo en mi sien derecha.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Pieza cobrada (seleccionado finalista en junio/13 en el programa La Ventana de la Cadena SER)

La sirena cautiva vomita pulpos de siete patas en la taza del váter. 

No me importa lo que vomite. La amo y jamás la dejaré volver a su hogar.

No robarás

- Había brotado, en medio del huerto, un imponente piano de cola...

- Te equivocas, papá. De las judías mágicas brotaba una planta que crecía y crecía hasta llegar al cielo. Allí, Juan se encontraba con un gigante y le robaba la gallina de los huevos de oro.

- ¿Y qué te parece si hacemos un nuevo cuento donde Juan se hace un pianista grandioso, que gana muchísimo dinero?


- Vale, pero con todo el dinero que gane le comprará la gallina al gigante.

viernes, 5 de septiembre de 2014

Preparativos

Su conciencia no podría soportarlo, pensaba tras haber desplegado ante si varios cuchillos de cocina.


Pero ¿qué importaba su conciencia?, le decía su lado malvado mientras elegía definitivamente el más mortífero, el que utilizaba para trocear la carne cuando su mujer se lo ordenaba porque no había querido pedírselo al carnicero.


Ordenando, siempre ordenando, aquello tenía que acabar de una vez por todas. 


Oyó pasos aproximándose. Era su mujer que se había levantado y que, tras ver todo aquel despliegue, le ordenó

“ya estás guardando todo eso y volviendo a la cama. La carne no se hará mañana”.

Aquel verano del 89

Los recuerdos afloraron en su mente ¿Cuántos años haría de aquello? ¿15, 20?




Nítidamente comenzó a tener visiones del primer contacto con Pedro, de su aparición montado en aquella motocicleta, su amada motocicleta, la que ocupaba todas sus horas libres... hasta que apareció ella. Entonces, no es que renunciara a la máquina, porque aún la siguió usando y ella montó junto a él en agradables paseos durante todo aquel verano, sino que su amor fue desplazado y, con el paso del tiempo, fue abandonada en un rincón y comenzó a cubrirse, de polvo primero, y más tarde, de una mezcla de humedad y grasa, hasta que llegó el día en que tuvo que deshacerse de ella porque Pedro jamás la usaría de nuevo. 


Los muertos no montan en motocicletas.

De tal palo tal astilla

Suspiró profundamente y recogió dos cubiertos caídos del suelo, tras el gran golpe propinado a la mesa por el desaforado padre. Pensó que aquello era injusto y comenzó a sentirse latir las venas en la sien como hasta ahora no lo había sentido. Su padre seguía despotricando cada vez más, lo que le produjo al hijo un estado de excitación aún mayor. Entonces ocurrió. Mientras su cuerpo tomaba dimensiones extraordinarias, miró a su padre, que ya era el gigantón verde.

La oreja de Van Gogh

Solo él supo en aquel momento por qué lo hizo. Ni siquiera su mejor amigo, Gauguin, el afamado pintor, tuvo noticia del desafortunado hecho, a la vista de los demás, incluido el doctor, hasta algún tiempo después. Tampoco aquel quiso atormentarlo más, bastante tuvo. 

La oreja fue regalada por el propio Vincent Van Gogh a su amiga, la prostituta, la única que le hizo caso en su asquerosa vida, quien sabe si con el extraño propósito de que le hablara en sus momentos íntimos y solitarios, al igual que lo hizo con él en las pocas ocasiones que tuvo la suerte de estar junto a ella. Lo cierto era que el pintor siguió escuchándola en su interior, a través de la regalada oreja. 

Ese fue el único consuelo que tuvo hasta un momento antes de proceder a quitarse la vida.

31 de octubre, víspera de Todos los Santos, festividad de Halloween

La noche ha caído y el frío se agudiza, pero no le importa, sigue caminando, con cuidado de no tropezar por el escabroso terreno que necesariamente ha de atravesar. La débil luz que arroja la linterna que porta en su mano derecha poco ayuda. Nadie le acompaña y los pensamientos se apoderan de su mente, le distraen de su percepción de la realidad que le rodea. Recuerdos que se entremezclan, tristes, agradables, humorísticos, le evaden de esa angustiosa empresa y le transportan, casi sin darse cuenta, a la entrada del pueblo.


Poco después llegará a una plaza donde, en su centro, una fuente con sus chorros de agua coloreada iluminan las casas circundantes, ahora de azul, más tarde de rojo, después verde y amarillo, hasta llegar al violeta que acaba el ciclo, y vuelta a empezar. Tampoco se ve un alma allí. Sabe que la casa se encuentra a la derecha, muy cerca de la plaza que acaba de abandonar, y sabe también su número, el 7. Ha pasado el 1, el 3 y el 5. Es la próxima. Los nervios hacen su aparición. Su cuerpo comienza ahora a percibir el frío reinante y se autoabraza para poder calentarse, frotándose con sus manos los ateridos brazos.


El portalón estaba abierto, eso no es nada anormal en estos sitios, los robos brillan por su ausencia. Un pequeño patio, repleto de macetas de geranios y claveles, da paso a un lúgubre y estrecho pasillo que invita a abandonar la vivienda cuanto antes, pero su obligación es entrar, y avanza con paso dubitativo. Un gato negro hace ver sus dominios bufando estremecedoramente. Por fortuna, el pasillo oscuro llega a su fin y un nuevo patio más amplio le ofrece dos puertas a la vista. Se dirige hacia la frontal, la que lógicamente debe ser el acceso a la vivienda y, decidido, llama a su puerta. No se oye nada al otro lado. Entonces, sin preguntar por el intempestivo visitante ya que todo el mundo se conoce, la puerta comienza a abrirse con un espeluznante chirriar, y un hombre de mediana estatura se deja ver a la amarillenta luz de un farolillo colocado en una de las paredes.


El aspecto del hombre le hace retroceder ligeramente. Su boca, semiabierta por la sonrisa, está algo desplazada de su habitual posición, y sus dientes aparecen con una tonalidad rojiza, consecuencia, cree, de una gingivitis aguda que ha debilitado hasta el extremo sus encías. Pero es que, además, esos dientes son desproporcionados y escasos, encajados aleatoriamente en una boca de labios resecos, cuarteados. El conjunto se completa con una nariz deformada por el acné, unos grandes ojos saltones y el pelo escaso y largo, cayéndole sobre la frente. Su mano derecha, perceptible porque se la ha extendido en señal de saludo, es una mano gruesa, con dedos enormes cual chorizos, y uñas descuidadas, grandes y oscuras. Venciendo la repugnancia que le produce, accede finalmente a estrecharla. Aprovechando ese contacto, tira de él para que entre en la vivienda, a la vez que se presenta, confirmando de ese modo que se trata de la persona que debía visitar.


A continuación aparece la que debe ser su esposa, la cual se le antoja una bruja a la que únicamente le fata la escoba para montar en ella y salir volando. No es necesario describirla, que cada cual busque en su imaginación el aspecto que las caracteriza y, seguramente, no distará mucho de la realidad que ante él se muestra. Para colmo, un gran caldero hirviente bulle en una chimenea pero, ilusiones aparte, no está destinado a ningún conjuro. Más bien es la comida que se prepara, quizá, para el día siguiente, a juzgar por el buen olor que desprende. Ella comienza a charlar animadamente, como si lo conociera de toda la vida, mientras se dirige hacia la cocina y vuelve de nuevo al caldero, con un gran cucharón en sus manos para remover el guiso. La hospitalidad hace su aparición con una invitación a acompañarlos para la cena.



Mientras, el marido, tras haber ofrecido asiento al visitante, se ha instalado cómodamente en un butacón y se mantiene en un inquietante silencio, sin dejar de observarlo, aprobando lo que su mujer hace o dice. De pronto se levanta y se dirige a la cocina para volver con un gran cuchillo. Minutos más tarde, limpia cuidadosamente el instrumento porque el cuerpo del visitante ya está perfectamente troceado, listo para añadir al caldero que esperaba impaciente la necesaria carne.

La noche siguiente

Ese día, Eusebio no estuvo muy alegre, y eso que la noche anterior la había pasado de lujo con Tomasa. La siguiente sería con otra mujer, esas eran las reglas del juego. Después de tres noches había que retornar al hogar, con la propia. Ni que decirse tiene que no contó nada a Jacinto. Las noches que allí se disfrutaban quedaban en el anonimato, otra de las reglas. Así evitaban cualquier posible roce que pudiera producirse en los comentarios que se cruzasen. El lema del prostíbulo, que rezaba en un cartel a la entrada, era una ligera desviación de la famosa frase de Dumas en su obra Los tres mosqueteros: “Todas para uno, una para todos”.


Y al fin llegó la noche. Eusebio estaba impaciente por ver quien sería la que le tocase en suerte. El sorteo se hacía por insaculación en dos tandas de tres días. En una de ellas, cada hombre, a la entrada, sacaba el papelito con el nombre de la mujer a poseer. En la segunda, era a la inversa, mientras los hombres esperaban en un amplio salón fumando y bebiendo. No cabían trampas porque si alguien reclamaba a uno u otra que no correspondiese, el afectado/a podría rebatirlo con el papel en su poder.


En esa ocasión el turno fue para Julia. Era, aparentemente, una mujer corriente, pero también disponía de unas curvas asombrosas muy bien escondidas tras los amplios vestidos de que gustaba usar. Y también algo tímida, de ahí la vestimenta. Eusebio quiso iniciar el acercamiento para evitarle a la mujer el trance y, sorpresa, bajo el amplio vestido no había absolutamente nada más de ropa. Unos pechos proporcionados, unas caderas anchas y un pubis bien marcado por un vello negro abundante. Allí mismo, Eusebio se dejó caer de rodillas. Julia entreabrió un poco las piernas para que el hombre pudiera lamerle su tesoro. Al poco tuvo que detenerlo porque le estaba llegando y quería disfrutarlo dentro de ella. Se tumbó en la cama de lado, cogió su gran miembro y le hizo lo conveniente. Después ella misma se lo introdujo en su cueva mientras Eusebio, boca arriba, se dejaba hacer.



¡Cómo cabalgó! Y eso que no tenían caballos.

Hasta aquí llegamos

Los martes no puedo venir -me dijo-, tengo psicoterapia.

Una excusa muy débil, e insostenible, porque tan solo bastaba echar un vistazo a su agenda para comprobarlo. Y esto era relativamente fácil: como secretaria suya podía acceder a su despacho y ojearla en cualquier ausencia de las tantas que tenía su jefe. Muy torpe por su parte.


'O, tal vez, ya no le importe y me está dando calabazas', pensó. 'Entonces, lo está haciendo completamente a sabiendas de que puedo constatar que me ha mentido. No tendrá ningún escrúpulo en hacerlo, pero ¿por qué? Tal vez lo haya intuido su esposa y pretenda echar tierra en el asunto, acabar con una relación que le costaría el matrimonio y, dado su patrimonio, algo más que eso, porque le sacaría hasta el último céntimo.'


Aún recordaba la última vez, hacía tan solo tres días. Estuvieron cerrando el balance hasta tarde. Después, y tras una breve llamada a su esposa argumentando complicaciones con los cuadres de la cuentas, fueron a cenar a un restaurante nuevo, donde por cierto quedó gratamente sorprendida por el ágape. Una copa final para bajar la comida y, ¡traslado a su nidito de amor!


En esta ocasión no había prisas. Se tomó su tiempo en desvestirla lentamente, en acariciar cada palmo de su cuerpo que se iba descubriendo, en recorrer parsimoniosamente sus labios por su espalda hasta detenerse en la comisura de los glúteos. Después la giró y se dirigió directamente a su sexo, recreándose con su clítoris en lo que le parecieron interminables minutos. La posterior penetración fue de las mejores que había experimentado en su corta vida. Y ahora si, y esto lo entendía perfectamente, no había lugar para dormitar un rato junto a él, ya que el “cuadre de cuentas” por fuerza tenía que haberse finalizado.



Eran las dos de la mañana cuando la abandonó con un simple ¡hasta dentro de un rato! Y por todo ello no podía entender aquella excusa dada esa tarde, la de los martes. A no ser que hubiera sido descubierto en su infidelidad. ¿Cómo podría preguntárselo? Y, sobre todo, ¿tendría una respuesta sincera?

Una broma

(este texto forma parte de un proyecto que no se culminó. Sin embargo, este, digamos, capítulo, ha tenido tal repercusión que me veo en la obligación de darle una mayor difusión)

Eusebio despertó. Tomasa estaba a su lado, profundamente dormida, con las piernas ligeramente entreabiertas y mostrando su sexo que, en esos momentos, rezumaba el semen en él vertido a lo largo de aquella noche. Eusebio quiso recrear un tiempo la mirada en aquella grieta rosada que dejaba escapar su semilla. Después miró hacia sus pechos, grandes y proporcionados, elevándose y descendiendo, acompasadamente, con su respiración. 
'Desde luego, Jacinto puede considerarse un hombre afortunado', pensó.

Pero la verdad es que todos los hombres de aquel pueblo lo eran, porque, tarde o temprano, terminarían yaciendo con Tomasa. Entonces recordó la noche anterior. ¡Qué noche! Y, tras ella, recordó que habían despertado y que estaban solos en el pueblo. ¿Había ocurrido realmente eso o todo era un mal sueño? Decidió que se lo preguntaría a Tomasa cuando despertara.

Tal vez le hubieran echado algo en su bebida. Así eran de cabrones. Tomasa comenzó a abrir los ojos y se volvió de lado, intentando tapar algo de su cuerpo a la vista de aquel que no era su marido. Eusebio se echó un poco a un lado para poder visualizar, asimismo, aquel hermoso trasero, que hasta ahora había permanecido oculto. Tomasa recogió la sábana y se la echó por encima simulando tener frío. Después se la arremolinó en su cuerpo para levantarse y dirigirse al cuarto de baño. No había nada más que hacer con ella y, algo apenado, comenzó a vestirse mientras le preguntaba si recordaba algo del día anterior.

  • ¿Qué es lo que te pasa, Eusebio? ¿A qué viene esa pregunta?
  • ¿Recuerdas que nos levantamos y no había nadie en el pueblo?
  • Solo hemos pasado una noche, Eusebio ¿qué estás diciendo?
    Eusebio calló. Ya tenía la respuesta y confirmaba sus sospechas. Pero lo que más le dolía era que solo había sido una noche.