Medí la distancia desde la cadera a los pies. ¡Había crecido diez
centímetros! desde la última vez, que fue, si mal no recuerdo, 36 horas
antes según el indicador temporal interno. Según el otro temporizador,
el que registraba el lapso terrestre, veinte años. De nada me servía
allí seguir pensando en la magnitud día, pero tener siempre presente esa
unidad de tiempo me resultaba indispensable para no enloquecer.
Después
medí el cuerpo y la cabeza… Siete centímetros y medio más. Las
proporciones se mantenían, lo cual era interesante, porque a esa
distancia eran absolutamente desconocidos los cambios que podían
operarse en el cuerpo humano.
La nave seguía viajando por un
espacio vacío. Los pequeños fragmentos dispersos de rocas chocaban
contra las metálicas paredes exteriores y se deshacían sin provocar daño
alguno. Para pedruscos mayores, cometas, asteroides o, planetoides, el
sistema de radares multidimensional evitaba cualquier fortuita colisión,
cosa, por otra parte, altamente improbable dadas las inmensas
distancias existentes entre cuerpos celestes. El sistema era tan eficaz
que podría detectar un eventual agujero negro, aunque a la distancia que
me encontraba del sistema solar era una idea francamente absurda.
Me
hallaba solo en ese viaje. Uno tras otro todos fueron sucumbiendo. El
penúltimo tripulante no resistió el ataque de gastroenteritis aguda y
fallecería a las pocas horas (años en la Tierra). Expulsé ese último
cuerpo al exterior de la misma forma y, tras largos minutos de
reflexión, me resigné a creer que no saldría vivo de esta fatídica
expedición. Un viaje que comenzó desde una órbita estacionaria cercana
al gigantesco Júpiter y que a los treinta minutos ya nos situó lejos del
sistema solar. Al rato oí ruidos del sector D. Como me hallaba a una
distancia cercana calculé que, en un par de minutos, contando apertura y
cierre de puertas, podría estar allí. La verdad es que me asaltaba un
miedo terrible descubrir qué es lo que podía estar provocándolo. Sin
embargo, no me quedaba otro remedio que averiguarlo.
Recorrí con
cautela los metros que me separaban y llegué a la puerta de acceso.
Agachado, para no ser visto por lo que quiera que hubiera al otro lado,
me incorporé muy despacio hasta alcanzar el ventanuco de la puerta. ¡No
podía creer lo que mis cansados ojos veían! Sometidos a esas intensas
fuerzas y radiaciones podría haber ocurrido que mi visión se
distorsionara. No obstante, un par de caballos blancos dotados cada uno
con un cuerno y alas no era un defecto de los órganos de la vista. Los
veía retozar, alzarse moviendo sus alas y volver a descender. Pero al
verme se volatilizaron. Desaparecidos… Dos imponentes caballos. Abrí la
puerta. El silencio era absoluto. Empecé a pensar que el viaje me había
superado, trastornado, vencido en mi insignificante existencia humana y
terrena, cuando volvieron a aparecer y se acercaron a mí. Permanecí lo
rígido que me permitió mi estado nervioso hasta que desfallecí…
–
Sé que parece todo fruto de mi imaginación, pero les puedo asegurar que
ellos me sacaron de allí y me trajeron hasta este hospital,
abandonándome en el callejón.
- Si nos disculpa…-el doctor y la enfermera salen fuera-¿Qué piensa usted de todo esto, Inés?
- La verdad es que resulta sorprendente, doctor. Aunque claro, se trata de un eminente astrofísico.
https://clubdeescritura.com/convocatoria/iii-concurso-historias-del-viaje/leer/1582136/a-un-ano-luz/
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