martes, 3 de octubre de 2017

A amante que no es osado dale de lado

Éramos cuatro en el destartalado jeep, el chófer contratado, mis dos acompañantes, los que me guiarían por el país, y yo. Descendiendo de la montaña a gran velocidad, las oscuras nubes se nos adelantaban en una alocada carrera. Una carrera que teníamos perdida, todos éramos conscientes de ello. Antes de llegar al refugio del valle la tormenta descargaría con todas sus fuerzas, a tenor de la negrura que impregnaban las nubes. Y así ocurrió. El temporal, con sus vientos y oleadas cruzadas de agua, nos impedía vislumbrar el camino a seguir para alcanzar el techo salvador. El camino embarrado era superado con esfuerzo por aquella endiablada máquina cuatro por cuatro hasta dejarnos a escasos metros de la construcción. Un adecuado terraplén impedía que el agua pudiese acceder a la edificación, inundándola, pero también al jeep acercarse algo más. Pero al fin nos encontrábamos a salvo.
Esto me recordó aquellos días, no muy lejanos, en que me hallaba en la jaima, a salvo de la gran tormenta de arena que fuera soplaba sin contemplaciones. Y a Luzbel. Sus ojos negros mirándome desde un abismo impenetrable, lo único que podía percibir de su rostro, suplicantes por ser liberada del yugo de su esposo, a la sazón mi amigo. Tenía que traicionar nuestra amistad para poder atender la insoslayable petición de socorro de ella, llevármela antes de que fuera demasiado tarde. Era una empresa complicada. Una fuga en solitario sería una locura. No tardarían en dar con nosotros, exhaustos bajo el implacable astro rey, sedientos, hipnotizados por las reverberaciones de las ondas de luz que despedían las dunas. Sería un suicidio. No, no era una opción. Cuando amainó, aún se podía aprovechar el día para alcanzar Marrakech. Sin embargo, en el trayecto, tras una gran duna, aparecieron piratas del desierto. Tuvo lugar una lucha encarnizada por hacerse con la mercancía que transportaba la caravana en la que nos encontrábamos. Mi amigo nos protegió a su esposa y a mí. Después todo se oscureció. No sé cuanto permanecí inconsciente pero desperté encima de un jergón polvoriento, en una casa de adobe con un minúsculo ventanal junto a la puerta. Recuerdo que la cabeza aún me dolía. Llamé a mi amigo, y a Luzbel. Al poco entró el que supuse sería uno de los piratas, que me entregó mi mochila y, en su dialecto, debió decirme que podía marcharme señalando la puerta. Fuera esperaba un hombre subido a un camello con otro libre a su lado. Me hizo ademán de que subiera a él y así, sin poder saber nada más, partí. No volví a ver ni a mi amigo ni a la pobre Luzbel. De esto hace ya casi un año.
Puede pensarse que soy un cobarde, pero la realidad es que no tenía medios de averiguar qué pudo ser de ellos, ni arriesgarme a volver a ser capturado e incluso, quien sabe, sucumbir a manos de los desalmados ladrones. Me resigné a dar el asunto por zanjado y volví a mi país. Sin embargo, hace unos días recibí una carta fechada dos meses atrás. No sé como pudo hacerlo para que llegara a su destino pero confiaba en que Luzbel, su emisora, aún se encontrase con vida. La misiva era realmente urgente. Decía que su situación era desesperada y que no podría aguantar mucho más. Y ahora estaría esperando mi regreso ¡durante más de 60 días! Pero ¿cómo podría rescatarla de su marido, alejarla de allí? La verdad es que ni me lo planteé entonces. Hice los preparativos y me trasladé a Marruecos. Allí contraté con rapidez a los hombres que harían la ruta conmigo. Una salvaguarda necesaria, habida cuenta de lo ocurrido con anterioridad. Ellos mismos se encargarían de buscar el medio de transporte y, la verdad es que no me puedo quejar, dado el presupuesto de que disponía.
Pasamos la noche en el albergue y, de mañana temprano, regresamos a la carretera. La localidad de donde procedía la carta se hallaba a unos ciento cincuenta kilómetros. Ya no quedaba mucho, tan solo un par de horas, calculé. Por el camino nos cruzábamos con gente dirigiendo sus mulos de carga con las alforjas llenas de verduras. Algún que otro vehículo, siempre francés, comprado con el interés de haber pasado la inspección técnica favorable, lo que añadía un valor suplementario a la calidad de su estado, aunque la chapa ya dejaba entrever la dejación y los efectos de la climatología, y más raramente un camión. El cielo aún permanecía encapotado pero, con la lluvia caída el día anterior, no parecía presagiar que volviese a llover, al menos con la misma intensidad. Algo más tarde tuvimos que parar. El jeep echaba humo y el conductor se bajó para levantar el capó y dejar que se enfriase el recalentado motor. Por un momento temí que la junta de culata se hubiera quemado y nos quedásemos allí tirados, a expensas de que tuviese que recogernos otro vehículo. No obstante, unos minutos después reemprendimos la marcha.
El pueblo se componía de unas pocas casas, siempre de adobe. En cierto modo me pareció reconocer el poblado que abandonara, pero tal vez todas las poblaciones fueran similares, al menos por aquella región. Dí órdenes de que se me dejase en un descampado y que se volviera por mí en el transcurso de una hora. Si no podía dar con ella tendría que volver con las manos vacías, pero confiaba en que eso no ocurriera. Recorrí las cortas calles y me introduje en la que, supuse, sería la única taberna que existiese. Como extranjero sufrí el acoso de las miradas de todo el que se encontraba allí, pero no quise provocar. Al poco se sentó junto a mí un hombre. Me preguntó, en un mal español, si antes había estado en el pueblo. Le dije que no, que tal vez se confundiera. Pero él insistió en que le parecía reconocerme, que hace un tiempo le fue contratado uno de sus camellos para que sirviese de vehículo a un viajero. Antes de salir, el hombre se asomó a las afueras del pueblo y vio como partía su animal llevando encima a un individuo. Reconocí la situación y, por tanto, él conocía a los piratas. Sin más demora le pregunté por aquellos otros presos que retuvieron los forajidos, en especial si sabía de una mujer. Miró a su alrededor para asegurarse de que no fuera oído y me contestó que sí. Y dónde está ahora, pregunté. Me respondió que vivía allí, con su marido, pero que éste formaba parte del grupo de piratas.
Esto me sorprendió. No esperaba que mi amigo hubiera llegado a caer tan bajo. Aunque, quizá por el hecho de encontrarse en sus manos, no le quedase más remedio que pactar una alianza para salvar a ambos. Le increpé para que me dijese dónde podía hallar a la mujer y salimos de la taberna a toda prisa. En una casa desvencijada me dejó a sus puertas y marchó apresuradamente, mirando en derredor por si era descubierto por alguien. El tiempo apremiaba. En poco tiempo regresaría el jeep y yo debería montar en él con Luzbel. Aporreé la puerta y, unos segundos después, la puerta se entreabría con lentitud apareciendo por una rendija el ansiado rostro. Ella abrió los ojos en una clara expresión de alegría y me hizo un ademán con la mano en señal de que esperase unos minutos. Aquel tiempo me pareció eterno pero, finalmente, asomó con una escueta mochila como todo equipaje. Le dije donde nos esperaban y, conocedora del lugar, me acompañó por otras callejuelas hasta el descampado donde, al poco, aparecería el jeep.
Montamos en él y partimos. Luzbel se recostó y se cubrió con un paño. No quería ser vista por nadie, y comprendí el gesto. Una vez saliéramos del país nadie podría seguirnos y no tendría ya necesidad de esconderse. Nos cruzamos con alguna caravana de camellos, quizá fueran parte de la banda de forajidos. En cualquier caso, no nos identificaron. Así pudimos llegar a Tetuán. Unos días para arreglar papeles, pasaporte y demás, y después abandonaríamos el país. Al cabo de dos semanas el avión despegaba de una tierra que Luzbel, ni yo, jamás volveríamos a pisar.

1-O

Con muchas otras como ella, encerrada entre cuatro paredes, aisladas ¿Hasta cuándo duraría el cautiverio? Un nuevo grito las alertó y les hizo dirigir su mirada al cielo. Ahí venía otra, forzada a atravesar la hendidura y a caer, sin poderlo remediar, encima de las demás. Y lo llamaban Democracia...

sábado, 24 de junio de 2017

El último viaje

Miro al cielo, a ese mismo que he estado viendo durante años desde el interior de las cuatro paredes y, sin embargo, ahora es distinto porque mi vista no está limitada por ellas. Y también vuelvo la vista atrás, como si aún no creyera que ya no estoy allí, que por fin puedo tener libertad. Los dos guardias apostados en la puerta esperan que me vaya. No tengo donde ir, pero sí tengo claro que no volveré a entrar. Por mí pueden volver tranquilos a sus puestos. Pero no se mueven.

Echo a andar con dificultad. El espacio desmesurado en el que ahora puedo moverme con total libertad es el mismo que me limita. El bosque, ese que soñaba alcanzar desde dentro, tan cercano entonces, me parece inalcanzable. Decido que no iré hacia él. Más bien tomaré la carretera, con la vaga esperanza de que algún samaritano conductor decida acogerme en su vehículo, despreciando el riesgo, llevándome a ninguna parte sin conocer a la persona que lo acompaña en su trayecto. Mientras camino por el margen izquierdo mi mente comienza a trabajar en la excusa. "El vehículo se me ha averiado". No. No ha visto ningún otro en la carretera. "Otro conductor me ha dejado", pero entonces, ¿por qué motivo? "No sé quien soy, ni de donde vengo ni adonde voy"... "He sido atacado por alguien y abandonado ahí, en el bosque". Pero entonces ¿cómo explicar esa maleta que porto? ¿Y qué es lo que contiene? "No es de su incumbencia", respondería amablemente. "Si no le importa, conduzca y déjeme en el siguiente pueblo"...¿Y si fuera una mujer? Llevo mucho tiempo sin ver una. Mis instintos no me dejarán razonar con frialdad y, con seguridad, la atacaría.
Un coche frena unos metros por delante. Parece dispuesto a acogerme, de otro modo no tendría ningún sentido la detención. Me acerco con cautela y veo su rostro en el espejo retrovisor. Se trata de un hombre, lo que apacigua, por el momento, mis deseos. "¿Podría llevarme?" pregunto sin más introducción. "¿Dónde va?" pregunta a su vez, sin interesarse por mi situación. "Si le parece puede dejarme en el próximo pueblo o ciudad". "¿No sabe dónde está? ¿Tiene algún problema?" "Mi mujer me ha abandonado" respondo con rapidez para evitar que deduzca que estoy urdiendo una excusa. Él me mira de arriba abajo, circunspecto, dudando si realmente dejar que me siente a su lado. "Está bien, suba".
El vehículo arranca despacio y se incorpora de nuevo a su carril. El tipo permanece silencioso. Parece que no quiere indagar más en el motivo del desamparo. Pone la radio para evitar tener que hacer más preguntas o que, a su vez, yo las haga, y conduce concentrado. Ningún vehículo cruza o adelanta. El sol sigue alto y tan solo unas nubes a lo lejos anuncian una tormenta sin igual. En la radio suenan canciones viejas. Debe haber puesto una de esas emisoras del recuerdo. De pronto se interrumpe el programa y una locución en un extraño idioma se hace hueco, Él no hace nada por cambiar el canal, como si entendiese lo que están diciendo. Así transcurren un par de minutos, hasta que el locutor hace, por la entonación dada, unas preguntas. Entonces es cuando me mira y sonríe. A continuación responde, sorprendentemente a lo preguntado, entablando una conversación con el locutor de la que no entiendo absolutamente nada.
Las nubes nos han alcanzado. A pesar de que no hemos llegado a ningún sitio y la tormenta parece inminente, deseo apearme. El cielo se ha vuelto negro y la recta carretera asciende por una pendiente montañosa. El tipo acelera vertiginosamente, Le digo que he cambiado de opinión y le pido que puede dejarme ahí, junto a ese árbol, que no se preocupe por mí, estaré bien. Él responde, de nuevo en mi idioma, que el viaje no ha concluido, que solo acaba de empezar.

Noche de brujas

No escapaba a su perspicacia, a su sexto sentido tan común entre todas las mujeres, que se acercaba su día. Pero aún llevaba poco tiempo en ese pueblo y nadie sabía de dónde venía, los suplicios que tuvo que pasar en el penoso camino recorrido. Su enmarañado pelo, cubriendo los afortunados rasgos faciales, iba tornándose gris, adquiriendo ese estado canoso que determina una vejez prematura. Las largas noches a la intemperie, expuesta a los ataques de los lobos que aullaban cerca y que nunca se acercaron, quien sabe por qué. Olía como ellos, consecuencia del largo peregrinar sin hallarse al abrigo de cuatro paredes, de disponer de un baño donde hacer sus necesidades y poder lavarse. Solo unas escasas y breves tormentas de verano le proporcionaron una incipiente limpieza que no duraría mucho. Y aún así su compañía no era recibida.

Ya había llegado a sus oídos que era una mujer con muchas posibilidades. El recurso a sus dotes curativas, un par de visitas para unas dolencias estomacales y algunas otras para migrañas, ladillas o enfermedades respiratorias, entre otras, se hizo muy popular. El médico del lugar incluso llegó a pedirle, con el mayor respeto, que le dejara hacer su labor ya que, de otro modo, se iba a ver forzado a abandonar el pueblo dada la precaria situación económica que arrastraba desde hacía meses. Pero ella siguió acopiándose de hierbas, mezclando los componentes necesarios para conseguir la esencia curativa correspondiente. Y siguió recibiendo visitas. No tenía miedo a las represalias que pudiera adoptar aquel medicucho que no era capaz de solucionar las dolencias que aquejaban a sus visitas. En el peor de los casos haría como la última vez, abandonarlos a su suerte obligada por una fuerza superior, por la autoridad gubernamental.

Nunca fue una mujer perseguida, simplemente expulsada. Y como no tenía familia que mantener, su nomadismo no le suponía ningún problema. Mucho tiempo atrás, un hombre la poseyó salvajemente, la embarazó. Sin embargo, era consciente de que esa criatura no tendría una buena vida, no soportaría los extremos de que ella sola sí era capaz, y por eso recurrió a quitarlo de su vientre. No fue tarea difícil, mucho menos para ella conocedora de los secretos de la naturaleza. Y volvió a verse libre, sin ataduras.

Por aquellos años comenzó a circular entre el populacho la aparición de una nueva institución que perseguía herejes, apóstatas, y otra serie de personas no admitidas por la sociedad por cualquier otra razón. Ella no prestó demasiada atención. Nadie podría hacerle daño a una mujer tan fuerte, con tanto poder. Nadie. El miedo se apodera con facilidad de las mentes débiles. Para ella simplemente era como la necesidad de comer o dormir, una debilidad que podía anular. Tuvo miedo, sí, pero cuando era niña. Ese estadio fue superado y ya no lo tendría nunca más.

El otoño había entrado. El suelo se cubría de hojas marrones, ocres, amarillas, todo un espectáculo de color irrepetible en otra época del año. Sus paseos por el bosque, sola, en la tranquilidad de no correr ningún peligro, le proporcionaban una paz sin igual. Desconocía que la acechaban ojos vigilantes, cautos, sin atreverse a dar el paso de asaltarla. Ojos que trasladarían por sus bocas lo que aquella mujer hacía. Bocas que acusaban, quien sabe si injustamente, sus acciones, sus creencias. Todo desembocó en una incriminación ampliamente respaldada por otro conjunto de mentes débiles, subyugadas. El juicio, si así podía llamarse, devino sumarísimo y ella fue condenada a morir en la hoguera, precisamente la noche del 31 de octubre de ese mismo año, sin posibilidad de remisión.

Las hogueras fueron preparándose durante el día. Junto a ella arderían otros tantos. Desde su celda presenciaba los arduos trabajos de acopio de leña, la suficiente para que el reo ardiera inclemente durante horas. A ella no le preocupaba ese detalle. Miraba a través de los gruesos barrotes, sin que asomara una lágrima a sus ojos. La gente dirigía esquivas ojeadas a la torre-prisión, querían evitar a toda costa que se les hiciera un mal de ojo por los endiablados allí recluidos.

Y llegó la noche. Una noche de una gran luna llena. Los lobos aullaban en las montañas cercanas. Los presos fueron sacados de sus celdas y llevados hasta sus respectivas piras. La muchedumbre se agolpaba frente a ellas, expectante por presenciar esas hogueras donde iban a arder todos los indeseables soldados de Satanás. Ella miraba sus ansiosas caras esbozando sonrisas que proclamaban su triunfo. Alguien dijo "quien rie último rie mejor". Tal vez esa noche fuera una noche de celebración para todos.

La angustia de sus compañeros de fatiga era palpable. Los llantos, las entrepiernas húmedas por haber sido incapaces de contener su terror, sus gritos desesperados pidiendo el perdón en última instancia, de nada servirían en esa postrera hora. El cercano campanario anunció la llegada de la medianoche. Atados fuertemente, las piras fueron iniciadas. Y amparada en el crujir de los maderos, de los desgarradores alaridos que salían de las débiles gargantas, ella sencillamente comenzó a aullar como un lobo. Conocía muy bien el significado y no tardaron en aparecer por la plaza decenas de lobos con sus rojas fauces dejando asomar unos excelentes colmillos. La gente tardó en percatarse del peligro. Cuando comenzó el ataque de los cánidos, algunos huyeron despavoridos. Los que tuvieron la suerte de ver venir el peligro y escapar mientras los hambrientos lobos se daban con los desafortunados un buen banquete a la luz de las hogueras. Ella sonreía viendo la escena. El fuego la envolvía sin quemarla.

Al amanecer, aún encima del rescoldo, se desligó de las ataduras y recuperó algunas valiosas pertenencias de los cadáveres. A continuación dirigió sus pasos hacia el cercano bosque para no volver por allí nunca más. 

Plato frío

¿Recuerdas cuando éramos niños? Ahora, con los ojos de un adulto, sabiendo lo que el paso de los años otorga a todo ser humano, diríase que era un comportamiento normal a esa edad, aunque sigo pensando que tu crueldad hacia mí era desmesurada. ¿Por qué tenías que reírte de todos mis actos, mis opiniones o aún mis gestos? ¿Por qué tenías que hacerme un desgraciado?

No obstante, seguía a tu lado, porque eras mi único amigo, mi confidente, mi apoyo. Quizá porque nadie más se reía como tú, porque todos se apartaban de mi lado, porque tú parecías comprenderme, y soportarme. Quizá porque me acompañabas o, tal vez, hacías que te acompañara a todos esos sitios que querías visitar, los múltiples peligros que los acechaban y que no podías dejar de correr, las afrentas que podíamos procurarnos en esos comportamientos incívicos... Más de una regañina de mis padres me llevé a cuenta de tus actos, sin contar algún que otro castigo, más o menos severo. No me importaba. Como tampoco me importaba el que dudaran de mi condición sexual por el simple hecho de hallarme siempre a tu lado. No. Yo tenía muy clara mi atracción irrefrenable hacia las mujeres, pero de ti... ¿qué se pensaría?

El curso de montañismo, al que, como todo lo demás, también me hiciste apuntarme, se me antojó necesario, dada tu temeridad y tu arrojo, tu capacidad y determinación para superar todo reto imaginable. Y la verdad es que disfruté con él, porque sabía que, tarde o temprano llegaría el día, el día que subiríamos a una cima. Porque tú querías llegar muy alto. Decidiste que el Puigmal era una opción. No era un ascenso complicado, según pude oír, si se realizaba en época estival. Ni pensarlo en pleno invierno. Y aunque amaneciera nublado, con pronóstico de tormenta, no te importó. Cogimos nuestras ligeras mochilas dispuestos al ascenso desde el valle de Nuria. Con suerte la tormenta se desencadenaría con el descenso, posiblemente cuando estuviéramos en la seguridad del albergue.

El ascenso fue fácil gracias a tu buen conocimiento de los mapas, con esas endiabladas e incomprensibles curvas de nivel que parecían indicarte el camino. Yo solo te seguía, confiado en que sabías por dónde caminábamos.

Y lo logramos. Llegamos a la cima desde donde se divisaba, al otro lado, territorio francés y gente subiendo por esa cara. Las nubes quedaban mucho más abajo. Arriba el cielo era límpido. Tenía ilusión porque llegaras, porque no te podía dejar con ese reto sin alcanzar. Dejamos nuestra impronta en una insignificante y barata libreta de anillas oculta en un símil de caja fuerte, dentro de una roca. Sonreí, ahora había llegado mi momento.

Comenzamos a descender. No era cuestión de tentar a la suerte, de tener que soportar una tormenta a esas latitudes. El terreno era resbaladizo, por la pizarra desmenuzada que cubría el monte. Era preciso pisar con precaución. Te lo avisé, pero no me hiciste caso. Por eso ahora te veo ahí, despeñado, con la cabeza rota por el golpe que te diste contra esa roca. Ya no puedo hacer nada por ti salvo que, cuando llegue al albergue, avise a la Guardia Civil, división de Montaña, para que rescaten tu cuerpo sin vida. Sufriste un desafortunado resbalón. Mi aparente dolor dará la suficiente credibilidad.

Hasta nunca, amigo.

Obstinado impedimento

Ese día, al regresar a su nueva vivienda, Sparrow se sorprendió de ver aquel obstáculo que, como una broma de muy mal gusto, pretendía impedirle el acceso. Lo retiró sin ningún esfuerzo y no comentó nada a su mujer, aunque le extrañó que ella no hubiera llegado a percatarse de su colocación, tan avispada como era. Se acercó hasta donde estaba y comenzó a hacerle arrumacos. Ella los rechazó amablemente y señaló su vientre. Pronto tendrían descendencia.

No dejó de dar vueltas al asunto el resto del día y pensó que, tal vez, alguien lo hiciera porque se considerara con más derecho que ellos, porque quisiera que la abandonaran bajo ese tipo de amenazas encubiertas, cobardes. No estaba dispuesto a ceder. Lucharía con todas sus fuerzas por conservar aquella fantástica propiedad. Una vivienda muy bien orientada hacia el sol, que prácticamente todo el día era bañada por su agradable luz y calor. La parte sur estaba próxima a unos hornos y esto constituía un riesgo, pero Sparrow era muy dado a minimizarlos. Su mujer estuvo de acuerdo con la elección y, viendo la ilusión que le embargaba, no quiso arrebatársela. Hicieron los acomodos necesarios y se instalaron en ella, dispuestos a pasar allí mucho tiempo.

Por la mañana escuchó unos ruidos en el exterior. Volvían a la carga. Se dirigió rápido hacia la puerta. Nadie, pero estaba convencido de haberlo oído, de que alguien se había acercado de nuevo con el propósito de expulsarlos con una nueva y desconocida amenaza. Miró largo rato a su alrededor y no detectó movimiento alguno. Se marchó intranquilo, temiendo por la seguridad de su pareja y por la descendencia que esperaba, aunque no tenía otra opción. Tenía que cumplir con su deber. Ella, mientras, seguiría preparando la habitación, acondicionándola para que resultara acogedora y agradable a la vista de los que estaban por llegar.

El feliz desenlace estaba próximo. Los dos estaban locos de contento y ni siquiera repararon en aquel extraño ruido que volvía a repetirse. Él volvió a marchar otra mañana. En esta ocasión para hacer acopio de alimento para los que iban a llegar. Ella puso los huevos y entonces lo oyó, entonces se dio cuenta de la veracidad de las percepciones de su esposo, y temió por su vida y la de los pequeños. Se asomó ligeramente por la ventana junto a la puerta. Una gran malla estaba siendo colocada por una mano misteriosa cerrándoles la salida al mundo exterior, condenándolos a morir allí encerrados. Hizo todo el ruido que pudo para espantar al miserable que la estaba poniendo y parece que surtió efecto. Finalmente, con mucha cautela, decidió asomarse.


Retiró algo la malla para salir. Ésta flexionó, rozando con sus afiladas puntas el costado de ella, hiriéndola, y se colocó en una posición más complicada para poder quitarla. Se quedó allí fuera, agazapada, temerosa por sus crías, esperando a que él llegara y confiando en que, entre ambos, fuera posible deshacerse de ese fatídico objeto, dejando expedita la entrada a su vivienda.

Cuando él llegó, ella estaba agotada, sin fuerzas para ayudar a su desesperado esposo que cada vez que tiraba de la malla la iba colocando en una posición aún más complicada. No pudieron entrar. Sus hijos quedaron para siempre en aquella maldita vivienda.

miércoles, 8 de febrero de 2017

Pasado y futuro

Hace una inspiración profunda y se mira al espejo. Su mirada es más triste. Su cara ha cambiado; tiene algunas arrugas en la frente, y también alrededor de los ojos, pero solo si sonríe. También en el cuello comienzan a aparecer señales inequívocas de una vejez que se acerca. Pretende convencerse de que no le importa “la edad interior es la que cuenta realmente”. Aunque el paso de los años sí que le ha producido una incipiente calvicie que denota inequívocamente su sabiduría. No obstante, aún puede lucir cabello, detalle que considera primordial a la hora de un encuentro como el que va a tener en unos minutos. Un encuentro con otra mujer tras algunos años de soledad. Ha llegado el deseado día en que, por fin, la conocerá más a fondo. Conocerá a esa mujer de rostro agraciado, la que le fulminó con su mirada, la que echó abajo sus ideas de no gustar ya a ninguna mujer y con la que no pudo más que mantener unos breves minutos de conversación trivial. Ahora tiene una cita con ella y se ha preparado concienzudamente, tanto exterior como interiormente. No puede fallarle. Se ajusta el nudo de la corbata y repasa visualmente su afeitado. Perfecto. Coge su americana y se mira una última vez al espejo antes de abandonar su vivienda.

Su mujer lo abandonó por otro más joven. Alguien que conoció en el gimnasio. Necesitaba, según ella, rebajar kilos de más. Él no podía oponerse, mucho menos decirle directamente la verdad. Y pensar que, tarde tras tarde, iba al encuentro de aquel efebo. Jamás lo vio, ni ganas que tenía de hacerlo, pero nunca se lo perdonaría. Desecha ese pensamiento; hay que pensar en el futuro. Ahora espera en el parque la aparición de esa otra. Junto a él, un runruneo de palomas llaman su atención. Las mira embelesado. Ese grácil movimiento, ese picoteo del suelo, ese levantar el vuelo por los niños que se acercan corriendo hacia ellas... Mira hacia el bulevar. Ya a lo lejos se le ve. Momentáneamente se interpone un coche de caballos entre ellos, pero es un paso fugaz. También ella, al igual que las palomas, lleva un grácil movimiento. Hoy viste americana sobre una blanca blusa, y falda gris a cuadros. Su melena negra ondea al viento. Distingue su sonrisa. Ella también se alegra de que haya asistido a su encuentro. La distancia se acorta y el corazón se acelera. Es inevitable. Al fin se encuentran. Un par de besos en las mejillas. Nervios. Como si fuera la primera cita. Acuerdan sentarse en una terraza aneja; el día es soleado y apacible. ¿Dónde podrían estar mejor?

Ella lo escucha atentamente, mirando a sus ojos, mientras él cuenta anécdotas recientes, adentrándose poco a poco en su pasado, sin apenas darse cuenta, movido por un irrefrenable deseo de compartir, lo que denota una incontestable atracción por ella. Afortunadamente, percibe que, quizá, esté aburriéndola con sus historias, y la invita a que le cuente algo sobre ella, lo que quiera. Desea oírla, sentir esa dulce melodía que suena de las palabras que salen de su boca. Sentir, de nuevo, el cálido abrazo de una voz femenina que quiere conversar con él.

La tarde cae. Una ligera brisa se levanta, una brisa fresca que, en ausencia del tibio sol, invita a abandonar la mesa a la que están sentados para ir a otro lugar más acogedor. Hasta el momento todo marcha bien. Se entienden perfectamente, lo que no implica que tengan los mismos gustos. Algo de esto ya se ha advertido. Por ese mismo motivo ambos están contentos, porque saben que tienen futuro, que se aceptan mutuamente, con sus virtudes y sus defectos. Pasean un poco hasta llegar al sitio al que han acordado. Tomarán unas copas y seguirán charlando, cada vez más íntimamente, alumbrados por una tenue luz, acompañados por una suave música, sentados en cómodos butacones... No tienen prisa. Nadie les espera. Son enteramente libres.

Surge una primera necesidad apremiante, exceptuando las ausencias breves de dirigirse a los cuartos de baño. Se acerca la hora de la cena, y no se abandonarán. Ambos son amantes de la buena cocina italiana y, casualmente, no muy lejos de allí se encuentra uno de los mejores restaurantes. No hace falta volver a donde él tiene el coche aparcado y, por otra parte, un paseo tras el ágape les vendrá bien. En el restaurante se hablará poco y se comerá y beberá mucho, lo que propicia que él alargue su mano sobre la mesa buscando la de ella. Mira un segundo ese gesto y decide, en milésimas, posarla sobre la de él. Después ella vuelve a mirar a sus ojos y él responde a la mirada. Ya no hay palabras. Ahora hablan sus ojos y sus manos, y se entienden perfectamente. Él va un paso más allá y se levanta levemente de su silla para aproximarse a su cara. Su intención es besarla, intención que ella ha captado y que deja que cumpla. El beso es interrumpido por la copa de vino que, accidentalmente, es volcada por él, manchando la mesa. Y los dos ríen.

Surge la segunda necesidad. Llegó la hora de hacer el amor.