Éramos
cuatro en el destartalado jeep, el chófer contratado, mis dos
acompañantes, los que me guiarían por el país, y yo. Descendiendo
de la montaña a gran velocidad, las oscuras nubes se nos adelantaban
en una alocada carrera. Una carrera que teníamos perdida, todos
éramos conscientes de ello. Antes de llegar al refugio del valle la
tormenta descargaría con todas sus fuerzas, a tenor de la negrura
que impregnaban las nubes. Y así ocurrió. El temporal, con sus
vientos y oleadas cruzadas de agua, nos impedía vislumbrar el camino
a seguir para alcanzar el techo salvador. El camino embarrado era
superado con esfuerzo por aquella endiablada máquina cuatro por
cuatro hasta dejarnos a escasos metros de la construcción. Un
adecuado terraplén impedía que el agua pudiese acceder a la
edificación, inundándola, pero también al jeep acercarse algo más.
Pero al fin nos encontrábamos a salvo.
Esto
me recordó aquellos días, no muy lejanos, en que me hallaba en la
jaima, a salvo de la gran tormenta de arena que fuera soplaba sin
contemplaciones. Y a Luzbel. Sus ojos negros mirándome desde un
abismo impenetrable, lo único que podía percibir de su rostro,
suplicantes por ser liberada del yugo de su esposo, a la sazón mi
amigo. Tenía que traicionar nuestra amistad para poder atender la
insoslayable petición de socorro de ella, llevármela antes de que
fuera demasiado tarde. Era una empresa complicada. Una fuga en
solitario sería una locura. No tardarían en dar con nosotros,
exhaustos bajo el implacable astro rey, sedientos, hipnotizados por
las reverberaciones de las ondas de luz que despedían las dunas.
Sería un suicidio. No, no era una opción. Cuando amainó, aún se
podía aprovechar el día para alcanzar Marrakech. Sin embargo, en el
trayecto, tras una gran duna, aparecieron piratas del desierto. Tuvo
lugar una lucha encarnizada por hacerse con la mercancía que
transportaba la caravana en la que nos encontrábamos. Mi amigo nos
protegió a su esposa y a mí. Después todo se oscureció. No sé
cuanto permanecí inconsciente pero desperté encima de un jergón
polvoriento, en una casa de adobe con un minúsculo ventanal junto a
la puerta. Recuerdo que la cabeza aún me dolía. Llamé a mi amigo,
y a Luzbel. Al poco entró el que supuse sería uno de los piratas,
que me entregó mi mochila y, en su dialecto, debió decirme que
podía marcharme señalando la puerta. Fuera esperaba un hombre
subido a un camello con otro libre a su lado. Me hizo ademán de que
subiera a él y así, sin poder saber nada más, partí. No volví a
ver ni a mi amigo ni a la pobre Luzbel. De esto hace ya casi un año.
Puede
pensarse que soy un cobarde, pero la realidad es que no tenía medios
de averiguar qué pudo ser de ellos, ni arriesgarme a volver a ser
capturado e incluso, quien sabe, sucumbir a manos de los desalmados
ladrones. Me resigné a dar el asunto por zanjado y volví a mi país.
Sin embargo, hace unos días recibí una carta fechada dos meses
atrás. No sé como pudo hacerlo para que llegara a su destino pero
confiaba en que Luzbel, su emisora, aún se encontrase con vida. La
misiva era realmente urgente. Decía que su situación era
desesperada y que no podría aguantar mucho más. Y ahora estaría
esperando mi regreso ¡durante más de 60 días! Pero ¿cómo podría
rescatarla de su marido, alejarla de allí? La verdad es que ni me lo
planteé entonces. Hice los preparativos y me trasladé a Marruecos.
Allí contraté con rapidez a los hombres que harían la ruta
conmigo. Una salvaguarda necesaria, habida cuenta de lo ocurrido con
anterioridad. Ellos mismos se encargarían de buscar el medio de
transporte y, la verdad es que no me puedo quejar, dado el
presupuesto de que disponía.
Pasamos
la noche en el albergue y, de mañana temprano, regresamos a la
carretera. La localidad de donde procedía la carta se hallaba a unos
ciento cincuenta kilómetros. Ya no quedaba mucho, tan solo un par de
horas, calculé. Por el camino nos cruzábamos con gente dirigiendo
sus mulos de carga con las alforjas llenas de verduras. Algún que
otro vehículo, siempre francés, comprado con el interés de haber
pasado la inspección técnica favorable, lo que añadía un valor
suplementario a la calidad de su estado, aunque la chapa ya dejaba
entrever la dejación y los efectos de la climatología, y más
raramente un camión. El cielo aún permanecía encapotado pero, con
la lluvia caída el día anterior, no parecía presagiar que volviese
a llover, al menos con la misma intensidad. Algo más tarde tuvimos
que parar. El jeep echaba humo y el conductor se bajó para levantar
el capó y dejar que se enfriase el recalentado motor. Por un momento
temí que la junta de culata se hubiera quemado y nos quedásemos
allí tirados, a expensas de que tuviese que recogernos otro
vehículo. No obstante, unos minutos después reemprendimos la
marcha.
El
pueblo se componía de unas pocas casas, siempre de adobe. En cierto
modo me pareció reconocer el poblado que abandonara, pero tal vez
todas las poblaciones fueran similares, al menos por aquella región.
Dí órdenes de que se me dejase en un descampado y que se volviera
por mí en el transcurso de una hora. Si no podía dar con ella
tendría que volver con las manos vacías, pero confiaba en que eso
no ocurriera. Recorrí las cortas calles y me introduje en la que,
supuse, sería la única taberna que existiese. Como extranjero sufrí
el acoso de las miradas de todo el que se encontraba allí, pero no
quise provocar. Al poco se sentó junto a mí un hombre. Me preguntó,
en un mal español, si antes había estado en el pueblo. Le dije que
no, que tal vez se confundiera. Pero él insistió en que le parecía
reconocerme, que hace un tiempo le fue contratado uno de sus camellos
para que sirviese de vehículo a un viajero. Antes de salir, el
hombre se asomó a las afueras del pueblo y vio como partía su
animal llevando encima a un individuo. Reconocí la situación y, por
tanto, él conocía a los piratas. Sin más demora le pregunté por
aquellos otros presos que retuvieron los forajidos, en especial si
sabía de una mujer. Miró a su alrededor para asegurarse de que no
fuera oído y me contestó que sí. Y dónde está ahora, pregunté.
Me respondió que vivía allí, con su marido, pero que éste formaba
parte del grupo de piratas.
Esto
me sorprendió. No esperaba que mi amigo hubiera llegado a caer tan
bajo. Aunque, quizá por el hecho de encontrarse en sus manos, no le
quedase más remedio que pactar una alianza para salvar a ambos. Le
increpé para que me dijese dónde podía hallar a la mujer y salimos
de la taberna a toda prisa. En una casa desvencijada me dejó a sus
puertas y marchó apresuradamente, mirando en derredor por si era
descubierto por alguien. El tiempo apremiaba. En poco tiempo
regresaría el jeep y yo debería montar en él con Luzbel. Aporreé
la puerta y, unos segundos después, la puerta se entreabría con
lentitud apareciendo por una rendija el ansiado rostro. Ella abrió
los ojos en una clara expresión de alegría y me hizo un ademán con
la mano en señal de que esperase unos minutos. Aquel tiempo me
pareció eterno pero, finalmente, asomó con una escueta mochila como
todo equipaje. Le dije donde nos esperaban y, conocedora del lugar,
me acompañó por otras callejuelas hasta el descampado donde, al
poco, aparecería el jeep.
Montamos
en él y partimos. Luzbel se recostó y se cubrió con un paño. No
quería ser vista por nadie, y comprendí el gesto. Una vez
saliéramos del país nadie podría seguirnos y no tendría ya
necesidad de esconderse. Nos cruzamos con alguna caravana de
camellos, quizá fueran parte de la banda de forajidos. En cualquier
caso, no nos identificaron. Así pudimos llegar a Tetuán. Unos días
para arreglar papeles, pasaporte y demás, y después abandonaríamos
el país. Al cabo de dos semanas el avión despegaba de una tierra
que Luzbel, ni yo, jamás volveríamos a pisar.