Se
oye un bufido y, poco después, un gato asoma tras unos cubos de
basura. Sin dejar de mirar lo que se aproxima, andando de puntillas
ora de lado ora hacia atrás, con su cuerpo arqueado y erizado el
pelo, termina por refugiarse en un rincón desde el que poder atacar
llegado el caso. No se siente amenazado porque no se trata de un
perro que comience, en breve, a ladrarle y, poco después, a correr
como poseso tras él hasta que el gato logre despistarlo, como
siempre ocurre. Esta vez la escena es muy distinta, inusual.
La
familia al completo, los padres y sus dos hijos, regresaba al pueblo.
A una hora un tanto inadecuada, de noche y sin un alma por la calle.
Menos aún con el intenso frío reinante, pero eso a ellos no les
importa a pesar de la escasa y raída ropa que portan. El padre lleva
en una de sus manos, por todo ajuar familiar, una desvencijada
maleta. De su otra mano sujeta a uno de sus hijos, el mayor. El otro,
junto a la madre, camina pesadamente, deseando llegar a algún sitio
en el que poder descansar. El pueblo había cambiado poco, como
pudieron observar mirando a su paso las conocidas casas, el parque,
la plaza... Bien es cierto que no transcurrieron muchos años desde
su partida. Una marcha dolorosa. Todo el mundo se despidió de ellos
con lágrimas en los ojos y, posiblemente, aún nadie se ha olvidado
de ellos. Pero ahora no hay quien los reciba, quien asome a un balcón
y los vea regresar. Todo está en silencio y ellos siguen andando; no
quieren molestar. Los hijos siguiendo el paso de los padres, que
parecen saber muy bien donde dirigirse, sin protestar ni preguntar.
Tan solo, de vez en cuando, los miran, implorando el fin de esa larga
caminata. Cuando se haga de día todo será distinto, parecen
decirles sus progenitores con una sonrisa.
La
casa en la que vivían está abandonada y su puerta abierta. Al
parecer nadie se ha ocupado de ella y todo está tal cual lo dejaron.
Los muebles en el mismo sitio, las habitaciones intactas. Los niños
corren a sus respectivas camas y se dejan caer sin considerar el
polvo y suciedad que acumulan las sábanas, ni los insectos que huyen
despavoridos ante la abrupta ocupación de su espacio. Que se cuiden
de volver a aparecer. Los padres se dirigen a la cocina y se sientan
a la mesa, mirándose el uno al otro, sin hablar, porque con sus
miradas todo está dicho. Solo hay que esperar que amanezca. Entonces
saldrán a la calle y todo será alegría por su vuelta. Solo tienen
que esperar unas horas... unas horas.
La
débil luz del día ilumina sus pálidas caras echadas en la mesa. Se
han quedado dormidos, pero la tibieza del sol adorando sus rostros
los hace despertar. La madre se levanta y va hacia la habitación.
Los niños aún duermen y prefiere no despertarlos. La jornada
anterior fue agotadora y necesitan descanso. Vuelve a la cocina y con
un gesto de aprobación indica al padre que los críos están
plácidamente dormidos. Es pronto, parece responderle. Tampoco es
necesario hacerse ver a tan temprana hora. Pero lo que sí desean,
con todas sus fuerzas, es volver a ser aceptados. De donde vienen no
ocurrió así, pero este es su pueblo, su hogar.
Pasado
algún tiempo, en la calle ya se nota el ir y venir de sus gentes,
conversaciones cerca de la puerta, el paso de un rebaño de ovejas y
el perro ovejero que se queda frente a la casa, ladrando de forma
insistente. También se oye al pastor hacer desistir al can de sus
inútiles ladridos; allí no vive nadie. Sin embargo, él conoce bien
a sus animales y sabe que algo debe ocurrir en su interior cuando el
perro insiste de esa forma. Decide asomarse. No se oye nada. Se
adentra un poco más y llega hasta la cocina.
El
encuentro es paralizador. Ellos se levantan de sus asientos y lo
miran perplejos por su reacción. Él no puede articular palabra. Tan
solo levanta su bastón y se lanza con un forzado grito hacia la
pareja de cadáveres vivientes en un desesperado intento por librarse
de tan macabra visión. El perro ha seguido a su amo y ladra
amenazador, pero no se atreve a atacar. Se gira cuando los niños,
alertados por el grito y los golpes, aparecen a su vez. El pastor
golpea a uno y otro progenitores sin éxito. Ellos no pueden entender
por qué se comporta así con sus vecinos y terminan por clavar sus
manos en el frágil cuerpo que, sin vida, choca brutalmente contra el
suelo. Los niños han presenciado la escena sin inmutarse, ya es
harto conocida. El perro sigue ladrando y a ellos acuden otros
vecinos. ¿Quién ha osado entrar en la casa de los Martínez?, es la
pregunta que todo el mundo se hace y, para expulsar a los intrusos,
se arman igualmente con todo lo que cae en sus manos y se lanzan al
interior con la férrea determinación de hacerlos salir. Fuera
espera el resto para terminar de apalearlos hasta que, a cuatro
patas, abandonen el pueblo para no regresar jamás.
Los
gritos dentro son espantosos, pero nadie da el paso. Prefieren
esperar, amparados en el grupo. Finalmente, aparece en el vano de la
puerta un Martínez imposible de reconocer, portando en sus brazos a
un vecino muerto que deja caer ante la atónita mirada de todos. La
mujer, con sus ojos bailando en las cuencas y luciendo una endiablada
sonrisa, sale con otros dos muertos a los que arrastra tirando de sus
pelos, e igualmente los niños han liquidado, extrayendo el corazón,
a sendos residentes que han dejado de serlo.
El
resto huye despavorido ante aquellos rostros que parecen decirles “no
contéis que regresamos”.