sábado, 14 de noviembre de 2015

En busca de la felicidad

  • ¿Tiene usted un euro que he perdido?

Casi todo el mundo me responde que no, mirándome algo perplejos. No lo entiendo. Voy bien vestida, y peinada. Algunos me preguntan que dónde lo he perdido. No quiero responder a tal insolencia y, mientras me retiro, miro a la lejanía.
El gran caballo alado surca el cielo. Lo hace a intervalos y, a veces, desciende, tanto que puedo observar sus profundos ojos negros que me observan para, a continuación, elevar de nuevo su cuerpo hacia el firmamento que lo espera. El día se oscurece porque el caballo oculta el sol, mi alegría. Entorno los ojos para poder ver mejor en la efímera oscuridad hasta que la luz recupera su plenitud. El caballo ha desaparecido.
Un anciano permanece en pie en una esquina. No espera a nadie pero siempre está ahí. Tampoco puedo entenderlo. Le pido un euro, ¡y me lo da! Agradezco el gesto y me marcho de su lado mirando la moneda. Pero ¿tal vez pueda darme otro? Quizá si se lo pido de nuevo pueda conseguir uno más. Necesito acopiar muchas monedas. Algunas me servirán para comprar algo de comida o bebida, pero esto no me importa. Solo necesito más y más monedas de un euro. Me vuelvo hasta donde aún permanece impasible, sereno.
  • ¿Me podría dar un euro que he perdido?
  • Acabo de darte uno
  • ¡Te voy a dar un tortazo!- le respondo y me alejo enfadada, bastante enfadada por la contestación. ¿Cómo se atreve a mentirme tan descaradamente?
Mi caballo vuelve a aparecer. Me mira desde el cielo, pero no desciende.
¡BAJA para que pueda subir a tu lomo y me transportes en tus vuelos celestiales!
No sé si ha llegado a oírme porque sigue volando en círculos a la misma altura, sorteando las grandes nubes blancas y algodonosas. Me gustaría coger un pedazo de ellas y comerlas. Deben tener un sabor azucarado distinto a todo lo que conozco. Si el caballo me hiciera el favor... No le pido gran cosa, creo. Ahí viene. Parece haber leído mis pensamientos.
Se pone a mi lado. Es tan grande que no sé cómo voy a poder subir a su lomo. Despliega sus alas negras y las agita un poco, como si fuera a echar a volar. Gira su cabeza, esperando que suba para elevarnos juntos. Pero no puedo subir. ¿No lo entiende? Finalmente, viendo que no quiero montar en su lomo, despega de nuevo.

  • ¿Tiene usted un euro que he perdido?- pido esta vez a tres hombres que se acercan.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

Vicioso Eduardo

Debería haber más chicas, pensaba Eduardo en otra más de sus incondicionales visitas al lupanar de toda la vida. Le tenía cariño. Lo llevó por primera vez su padre hacía ya tantos años... Desde entonces conoció a muchas, algunas que aún seguían por su merecida labor y sapiencia, más todas aquellas que lo abandonaron para dedicarse a otra vida o, tal vez, por recurrir a nuevas casas de lenocinio donde fueran mejor retribuidas, como así creían que sucedería, y que jamás volvió a ver porque renunciaba ir a otras. Ahora las que quedaban allí ya no le producían, aparte del inherente placer de follar, ninguna satisfacción. Se había cansado de ellas pero seguía visitando el lugar, esperando encontrar, cada día, a las nuevas ignotas.
Entró en una de las diez ya frecuentadas habitaciones y pidió a su ocupante que encendiera la luz. Le gustaba verlas en toda su desnudez a pesar de ser sobradamente conocidas y, sin embargo, era la primera vez que le ocurría. Una negativa rotunda y escueta, a la que encontró cierta diversión, le hizo cuestionarse con quién iba a compartir su cuerpo. 'Tú no eres Luisa' dijo con voz trémula. Ella no respondió. '¿Y no quieres que encienda la luz?... ¿Seguro que no quieres verla antes de sentirla dentro?... Bueno, quizá sea mejor así. Podría asustarte', recitaba mientras se desnudaba apresurado.
No obtuvo respuesta aunque no le importaba que la nueva, por fuerza tenía que serlo, fuera algo tímida. Es más, le producía un placer adicional. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo acertar a ver una silueta recostada en la cama. Se acostó junto a ella rozando con el enhiesto miembro sus frías nalgas. Desde luego no podía reconocer a ninguna otra de las chicas en aquel nuevo intenso perfume y, por su imaginación, comenzó a vivir con fruición la tan ansiada espera. Menuda sorpresa. ¿Por qué no se lo habrían dicho?
No esperó a que hablara. Él dirigió su boca a la deseada vulva y comenzó a lamerla. No tardaría mucho en gemir y Eduardo insistió en la protuberancia, paseando su lengua alrededor de ella, ora hacia la derecha, ora hacia la izquierda. Desde luego advirtió, a pesar de la oscuridad, que se hallaba ante un ejemplar magnífico ¡y además sin pelos!
Lo notó. A ella le había venido un primer orgasmo. Las palpitaciones duraron, al menos, treinta segundos. Llegó el momento. Se dio la vuelta para que ella comenzara a trabajar su órgano. Aún a oscuras él siguió lamiendo sus labios vaginales mientras ella succionaba ardientemente el gran miembro. Desde luego sabía como hacerlo, no tenía nada que reprocharle. ¡Vaya con la nueva!
Eduardo iba a correrse, pero no quiso retirarse. Y sin preguntar siquiera vació el contenido en la boca de la chica, que no protestó, lo cual le agradó sobremanera. La acción continuó. Él comenzó a tocar su estriado orificio anal con su lengua y más tarde introduciendo uno de sus dedos. Ella se dejó hacer. Siguió gimiendo a la vez que masajeaba el órgano, ya sin demasiado interés. De pronto notó que Eduardo desistía de la postura, posiblemente para pasar a introducirla. Así fue. Ella lanzó un pequeño grito por el tamaño del miembro que comenzaba a profundizar en su interior.
Estaba disfrutando como nunca ¡y sin conocerla!, lo cual no le importaba en absoluto. Se concentró en sus movimientos mientras ella arqueaba su cuerpo demostrándole con ello que el disfrute era común. Leyó, en alguna ocasión, que en la culminación del acto no solo influían factores exógenos, tales como el impacto visual que pudiera tener de la otra persona, sino también otros de tipo endógeno, como pudiera ser la predisposición a realizar el acto, el hecho de sentirse enamorado de ella o, la interiorización de las sensaciones que pudiera experimentar la pareja plasmada en determinadas manifestaciones externas.
Y, efectivamente, los gemidos de placer provocaron que Eduardo, que normalmente demoraba su terminación, acabase antes. Se retiró de encima y se echó al lado, exhausto. Ella continuó acariciándole el miembro que iba reduciendo su tamaño. Después, finalmente, encendió la luz.
La cara de sorpresa de Eduardo la asombró. No se la esperaba de su marido.

martes, 3 de noviembre de 2015

No cuentes que regresaron

Se oye un bufido y, poco después, un gato asoma tras unos cubos de basura. Sin dejar de mirar lo que se aproxima, andando de puntillas ora de lado ora hacia atrás, con su cuerpo arqueado y erizado el pelo, termina por refugiarse en un rincón desde el que poder atacar llegado el caso. No se siente amenazado porque no se trata de un perro que comience, en breve, a ladrarle y, poco después, a correr como poseso tras él hasta que el gato logre despistarlo, como siempre ocurre. Esta vez la escena es muy distinta, inusual.

La familia al completo, los padres y sus dos hijos, regresaba al pueblo. A una hora un tanto inadecuada, de noche y sin un alma por la calle. Menos aún con el intenso frío reinante, pero eso a ellos no les importa a pesar de la escasa y raída ropa que portan. El padre lleva en una de sus manos, por todo ajuar familiar, una desvencijada maleta. De su otra mano sujeta a uno de sus hijos, el mayor. El otro, junto a la madre, camina pesadamente, deseando llegar a algún sitio en el que poder descansar. El pueblo había cambiado poco, como pudieron observar mirando a su paso las conocidas casas, el parque, la plaza... Bien es cierto que no transcurrieron muchos años desde su partida. Una marcha dolorosa. Todo el mundo se despidió de ellos con lágrimas en los ojos y, posiblemente, aún nadie se ha olvidado de ellos. Pero ahora no hay quien los reciba, quien asome a un balcón y los vea regresar. Todo está en silencio y ellos siguen andando; no quieren molestar. Los hijos siguiendo el paso de los padres, que parecen saber muy bien donde dirigirse, sin protestar ni preguntar. Tan solo, de vez en cuando, los miran, implorando el fin de esa larga caminata. Cuando se haga de día todo será distinto, parecen decirles sus progenitores con una sonrisa.

La casa en la que vivían está abandonada y su puerta abierta. Al parecer nadie se ha ocupado de ella y todo está tal cual lo dejaron. Los muebles en el mismo sitio, las habitaciones intactas. Los niños corren a sus respectivas camas y se dejan caer sin considerar el polvo y suciedad que acumulan las sábanas, ni los insectos que huyen despavoridos ante la abrupta ocupación de su espacio. Que se cuiden de volver a aparecer. Los padres se dirigen a la cocina y se sientan a la mesa, mirándose el uno al otro, sin hablar, porque con sus miradas todo está dicho. Solo hay que esperar que amanezca. Entonces saldrán a la calle y todo será alegría por su vuelta. Solo tienen que esperar unas horas... unas horas.

La débil luz del día ilumina sus pálidas caras echadas en la mesa. Se han quedado dormidos, pero la tibieza del sol adorando sus rostros los hace despertar. La madre se levanta y va hacia la habitación. Los niños aún duermen y prefiere no despertarlos. La jornada anterior fue agotadora y necesitan descanso. Vuelve a la cocina y con un gesto de aprobación indica al padre que los críos están plácidamente dormidos. Es pronto, parece responderle. Tampoco es necesario hacerse ver a tan temprana hora. Pero lo que sí desean, con todas sus fuerzas, es volver a ser aceptados. De donde vienen no ocurrió así, pero este es su pueblo, su hogar.

Pasado algún tiempo, en la calle ya se nota el ir y venir de sus gentes, conversaciones cerca de la puerta, el paso de un rebaño de ovejas y el perro ovejero que se queda frente a la casa, ladrando de forma insistente. También se oye al pastor hacer desistir al can de sus inútiles ladridos; allí no vive nadie. Sin embargo, él conoce bien a sus animales y sabe que algo debe ocurrir en su interior cuando el perro insiste de esa forma. Decide asomarse. No se oye nada. Se adentra un poco más y llega hasta la cocina.

El encuentro es paralizador. Ellos se levantan de sus asientos y lo miran perplejos por su reacción. Él no puede articular palabra. Tan solo levanta su bastón y se lanza con un forzado grito hacia la pareja de cadáveres vivientes en un desesperado intento por librarse de tan macabra visión. El perro ha seguido a su amo y ladra amenazador, pero no se atreve a atacar. Se gira cuando los niños, alertados por el grito y los golpes, aparecen a su vez. El pastor golpea a uno y otro progenitores sin éxito. Ellos no pueden entender por qué se comporta así con sus vecinos y terminan por clavar sus manos en el frágil cuerpo que, sin vida, choca brutalmente contra el suelo. Los niños han presenciado la escena sin inmutarse, ya es harto conocida. El perro sigue ladrando y a ellos acuden otros vecinos. ¿Quién ha osado entrar en la casa de los Martínez?, es la pregunta que todo el mundo se hace y, para expulsar a los intrusos, se arman igualmente con todo lo que cae en sus manos y se lanzan al interior con la férrea determinación de hacerlos salir. Fuera espera el resto para terminar de apalearlos hasta que, a cuatro patas, abandonen el pueblo para no regresar jamás.

Los gritos dentro son espantosos, pero nadie da el paso. Prefieren esperar, amparados en el grupo. Finalmente, aparece en el vano de la puerta un Martínez imposible de reconocer, portando en sus brazos a un vecino muerto que deja caer ante la atónita mirada de todos. La mujer, con sus ojos bailando en las cuencas y luciendo una endiablada sonrisa, sale con otros dos muertos a los que arrastra tirando de sus pelos, e igualmente los niños han liquidado, extrayendo el corazón, a sendos residentes que han dejado de serlo.

El resto huye despavorido ante aquellos rostros que parecen decirles “no contéis que regresamos”.

El oro de Francia (III)

Despertó sobresaltado y bañado en un sudor frío. No era la primera vez que le ocurría, pero sus pesadillas no estaban relacionadas con su actividad delictiva porque, en ese caso, ya haría tiempo que hubiera dejado de hacerlo. Más bien tenían que ver con su otro yo. Atrapado por la población inca de las montañas, el hacendado era sometido a un juicio sumarísimo, donde lo único que contaba era su despiadada apropiación del oro que había sustraído de sus ancestros y, en consecuencia, era condenado a morir. Quizá fuera menos doloroso que le clavaran un cuchillo en su corazón y acabaran rápido con su vida, pero no. El ritual consistía en trocearlo y dar a comer los pedazos al pueblo. Por esa razón él veía como le quitaban los brazos y piernas, y de su cuerpo manaba la sangre como si de un manantial se tratase. Después, aún con vida y presenciando el horrendo espectáculo con un sufrimiento indescriptible, ahora sí, le clavaban esa gran daga en su cuello y tiraban hacia su estómago. Ahí perdía la conciencia.
Por fortuna, se hallaba dentro de aquella segura celda y no estaba condenado a morir. Tan solo debía cumplir un periodo de unos meses. Pero Luis no estaba dispuesto a perder el tiempo de esa manera. Mientras lo apresaban pudo decirle a María Bonita que contactara con Salustiano, el masón de la Logia Libertad, sin que los escopeteros acertaran a descifrar el mensaje. Para ello usó una de sus citas, extraída de los libros, que le servían como clave. Por tanto, María debía ya haber trasladado su mensaje a Salustiano y éste se habría puesto manos a la obra. Ninguno de sus hombres fue encerrado por falta de pruebas concluyentes, por lo que la labor de salvamento se centraría tan solo en él y sería rápida. Solo era cuestión de esperar. Mientras tanto, a volver a hacer amigos allí dentro y, por supuesto, leer todo lo que pudiera.
  • ¿Luis? He oído que volviste. Hace tiempo que no se te veía. ¿Es que no te acuerdas de los amigos?
  • ¿Juan Mérida? La puta ¿aún sigues aquí?
  • Sí, amigo. Pero no puedo verte. ¿En qué celda te han metido?
  • Estoy frente a la puerta, la primera celda. ¿Por qué no te he visto aún?... Ya. Estás castigado.
  • Así es. Alguien quiso tocar los cojones al que te habla y sabes muy bien que no lo consiento.
  • ¿Hasta cuándo?
  • Solo me quedan dos días.
  • Espero que pueda volver a verte. Sabes que no me gustan mucho estas habitaciones.
  • ¡Qué cabrón! A mí tampoco. ¿A ver si me invitas a tu casa?
  • Cuenta con ello.
No estaba entre sus planes ser acompañado por nadie. La liberación estaba contemplada solo para él pero, por otra parte, Juan Mérida era un tipo que no merecía estar allí. Haría lo posible para que ambos salieran en el mismo intento y, quien sabe, quizá pudiera incorporarlo a la banda. Le hacían falta hombres como él. Cogió el libro que tenía sobre la cama y leyó hasta que le trajeron su almuerzo.