Era noche cerrada y la hojarasca crujió ruidosa bajo la fuerte pisada de Luis a la entrada de la cueva donde los demás dormían.
- Coño nos has asustado- saltó como movido por un resorte Paco, el sastre.
Luis rió con estrépito.
- Qué ombligo más corto tienes. Me parecería mentira si no te conociera. ¿De quién tenéis que temer estando a mi lado? ¿Es que acaso no nos hemos trabajado bastante nuestra merecida fama para que alguien ose atacarnos?
- Tienes razón, Luis- y comenzó a reír ruidosamente para que todos le siguieran. El resto lo hizo sin dudarlo.
- Basta- terció Luis levantando ambas manos - os ruego me prestéis la máxima atención. En el último robo no nos compenetramos. Para el próximo no debemos cometer ningún error. Como dijo... bueno, no recuerdo su nombre, "Puedo perdonar todos los errores, menos los míos". Mariano y Leandro, olvidar vuestras rencillas ¿confío en vosotros?- ambos asintieron mirándose por unos segundos mientras Luis se arremolinaba su capa negra y con un palo comenzaba a hacer dibujos en la tierra.
La diligencia pasaría puntual a las once de la mañana. Dos horas antes los hombres se habían desayunado, aseado en el río (alguno) y bebido aquel aguardiente que "levantaba a los muertos". El ambiente en el grupo era distendido, intercambiaban bromas y otros simulaban pelea. Luis los miraba con satisfacción. Un grupo de hombres sin igual, de los que no podía prescindir. Cogió uno de sus vetustos librillos y leyó durante largo rato. Era una de sus manías. No le preocupaba tanto el siguiente robo como el dejar de leer aquellas magníficas obras.
Cuando consideró que era conveniente partir así lo hizo saber y cada cual ocupó la posición que tan meticulosamente había previsto su jefe. El bosque aún conservaba la humedad de la noche y el frío reinante se introducía de forma sutil por cada poro de la piel hasta llegar a los huesos. Ojalá no tardase mucho, pensó Luis, y tan solo medio minuto después sus finos oídos percibieron el traqueteo del coche y las pisadas de los cascos de los caballos. Se levantó eufórico y dio el alto al cochero. A continuación fueron levantándose los demás, apareciendo ante los atónitos ojos de los viajeros que no dudaron en asomarse a las ventanas tras la brusca parada.
Los hicieron bajar con las manos en alto y les comunicaron que iban a ser robados, pero que no les harían ningún daño. Era la premisa fundamental de Luis, robar sin derramar sangre. Uno de los caballeros, en un claro acento francés, comunicó con un rudimentario castellano, que era el mismísimo embajador de Francia y que le acompañaba su esposa, a quien señaló sin bajar los brazos. Todos, a iniciativa de Luis, comenzaron a reír a carcajada limpia.
- Vamos, vamos, caballerete. No quiera usted tomar el pelo al propio Luis Candelas, a quien tiene el honor de encontrarse delante suya.
- No es mi intención- le respondió - conozco su historia.
- No le creo, y déjese de bobadas para intentar ganar tiempo. Nadie va a auxiliarles. Venga, el dinero.
Luis vio como, en la bolsa que le pasaron, efectivamente había francos franceses, lo cual no le resultó extraño visto el atuendo y su lengua. Pero de eso a ser el embajador... Aunque lo más sorprendente fue que, además de ellos, había también monedas de oro. Mucho oro. Tanto, que con él podían retirarse de forma definitiva.
- Cometen un error- repetía una y otra vez aquel asustado hombre mientras la mujer lloraba desconsoladamente - lo pagarán caro.
- Diga usted a sus paisanos que tengan cuidado. Luis Candelas es el amo y señor- y mostró su capa jalonada de emblemas. Después los hicieron subir de nuevo al carruaje y jalearon a los caballos que, asustados, iniciaron una infernal galopada - hasta la vista, señor embajador- y las risas volvieron a hacer su aparición.
Corría el rumor de que,
tras un inusitado corto espacio de tiempo, el hacendado Álvarez de
Cobos volvía de las Américas. Y siempre que lo hacía dilapidaba
recursos de una manera escandalosa. Rodeado por su cohorte de afines,
todos sin excepción, gastaban su dinero (el del hacendado) en
comida, bebida y mujeres, sin importarles lo más mínimo. Al señor
hacendado del Perú no parecía afectarle este punto. ¿Hasta dónde
alcanzarían sus riquezas?, se preguntaba más de uno. Sin embargo,
esto repercutía favorablemente en la villa de Madrid, porque ese
dinero alegraba los escuálidos bolsillos de sus vecinos, ya bastante
mermados por los impuestos que soportaron, primero, a raíz de las
disposiciones del rey “Plazuelas”, hermano del mismísimo
Napoleón que, con su obsesión por las vías públicas no dudó en
recurrir a ellos para acometerlas sin tener que tocar un solo céntimo
de la hacienda real y, más tarde, por Fernando VII dado el carácter
burgués que imprimió durante su reinado. Por otra parte, las
tabernas frecuentadas por el hacendado peruano se afanaron también
en hacer ver que las cosas habían cambiado y que ahora disponían de
nuevas chicas, nuevos espectáculos o ambas cosas a la vez, en un
intento desesperado por atraer al afamado cliente y sus caudales, sin
descuidar el interés por escuchar las historias que contaba, las que
igualmente atraían clientela adicional dispuesta a consumir mientras
lo hacían. Pero esto era lo de menos, ya que el hacendado cambiaba
rápidamente su papel de incomparable narrador al de juerguista, tal
era su afición a la parranda y el gusto por el buen vino y las
mujeres.
Tras la consiguiente
algarabía por el éxito obtenido en el asalto de la diligencia, Luis
decidió en el minuto siguiente que debían festejar aquel botín
“como Dios manda” y dijo a todos que se reunirían, por ejemplo
en la taberna del cuñado de Mariano, a eso de las cinco de la tarde,
y que se dispusieran a pasar una tarde-noche que les prometió
inolvidable. A continuación cada uno tiró por su lado confiando
ciegamente en la honradez de su jefe, mientras este retornaba al
escondite y cogía de nuevo el libro para continuar leyendo con la
tranquilidad de saberse poseedor de gran riqueza.
Como ya habrá podido
deducir el lector a estas alturas, Luis Candelas y el hacendado Luis
Álvarez eran la misma persona. Pero esto permanecía en secreto
dentro del grupo. Nadie más lo sabía. Ni siquiera María Bonita,
una de las favoritas de Luis, que sí llegó a enterarse del lugar
previsto para la fiesta de bienvenida por una amiga de Juan Mérida,
quien llegado a la villa no perdió un segundo en comunicar a todos
sus allegados que no contaran con él hasta el mediodía siguiente.
María sabía de su reputación como moza sin igual y no tenía
ningún miedo a que alguna otra osase arrebatarle a “sus”
hombres. Por ello, esa tarde lavó bien su “conchita” para
dedicársela a ser posible al propio Luis o, como consuelo, a
cualquiera de sus acólitos, se puso sus mejores galas y sin dilación
se dirigió a la taberna de Jerónimo Morco, el cuñado de Mariano
Balseiro. Cuando aquel la vio aparecer por la puerta supo, sin lugar
a dudas, que el lugar elegido por el hacendado Luis sería su casa, y
se esmeró en ponerla presentable para recibir a esa eminencia.
Los primeros en aparecer
fueron Mariano y Paco el sastre. No mucho después llegó Luis y tras
él comenzaron a llegar progresivamente el resto. Mariano y su cuñado
se saludaron y charlaron un rato. Jerónimo miraba una y otra vez
donde Luis permanecía sentado, bebiendo y con una amplia sonrisa en
su rostro, mientras oía cantar a una de las chicas y María Bonita
procedía a sentarse en sus piernas. También Jerónimo estiró su
boca al escuchar a su cuñado comentar que esta vez el hacendado
venía cargado de oro tras una expedición que resultó ser muy
provechosa. En ese momento, una partida de cinco escopeteros, fusil
colgado al hombro, entraron en la taberna.