miércoles, 21 de octubre de 2015

Licántropo

Roland no pudo discernir la causa del cambio, ¿fue en la acampada del Paris Plages aquellos tres días, del miércoles al viernes, en que durmió a la intemperie bajo una gran luna llena? ¿o tal vez la mordedura del rabioso perro que le atacó cuando regresaba a su casa al salir del cine y que, tras ser convenientemente tratada, estaba ya saneada? ¿o quizá la ingesta de aquella nueva semilla que suponía buena para hacer desaparecer el vello de sus piernas y que resultó ser todo lo contrario, provocándole hipertricosis?

Lo que sí tenía claro era que, a partir de un momento indeterminado, ya no era el mismo por las alteraciones que podían obrar en su cuerpo. Porque lo que observó fue que no siempre era necesaria la presencia de la luna llena para que la transformación tuviese lugar (en estos casos su voluntad quedaba anulada), sino que incluso podía hacerlo de día según su deseo. Ya en varias ocasiones en su habitación, a solas, fue capaz de controlar el paso a lobo, de dominar sus impulsos sanguinarios y volver a ser el mismo. Sin embargo ¿podría hacerlo ante sus amigos más íntimos, entre los cuales me encontraba, a los que convocaría a una reunión donde fuera puesto en su conocimiento, haciéndoles prometer en el mismo acto que de allí no saldría el secreto?

El día y momento que decidió reunirnos en su casa de campo a las afueras de París fue elegido a conciencia. No sería de noche ni tampoco habría luna llena. Él se colocó en la cabecera de la mesa y, sin prepararnos para lo que iba a contar, lo soltó. ¡Venga ya! Dijeron varios casi al unísono. Ante esa incredulidad, Roland decidió que había llegado el momento de demostrarlo con una transformación en aquel mismo instante, en la soledad de la vivienda, encerrado con sus amigos. Era necesario para que creyeran y contaba con que el proceso se culminaría y lo revertiría sin ningún problema. Debían saber que él ya no era el Roland que conocían, que había pasado a pertenecer a otro mundo y que, llegado el caso, tendrían que acabar con su vida.

Y comenzó. Cuando se tiró al suelo y sus brazos y piernas se asimilaron a los de un animal a cuatro patas, todos nos levantamos de nuestros asientos y nos dirigimos a un rincón. Alguno cogió una silla. Yo me hice con el atizador de la chimenea. Cada cual, sin dejar de mirar la horrenda transformación, pretendió armarse con algún objeto con que poder defenderse en caso de ataque. La ropa que vestía Roland fue resquebrajándose ante las dimensiones adoptadas por la nueva criatura. El pelo comenzó a multiplicarse hasta cubrirlo por entero, y su cabeza experimentó la mayor de las transformaciones. Su barbilla se proyectó hacia delante y adoptó la forma de hocico, a la vez que sus orejas se estiraban y se hacían puntiagudas. Sus ojos se alargaron adaptándose al nuevo cráneo. En el otro extremo, una cola saliendo desde el final de la espalda comenzaba a crecer.

En todo el proceso, Roland se mantuvo en el mismo sitio. Pero una vez culminado, y ante las caras que presenciaba el animal, las que no estaba acostumbrado a ver cuando se veía a sí mismo en el espejo de su habitación, se decidió a atacar. Imagino que no supo en ese momento si estaba acabando con nuestras vidas o solo malhiriéndonos. Ellos se defendieron, alguno con más suerte que otro, y yo logré clavarle el atizador en su costado. El lobo me miró. Después se lanzó a la gran cristalera que le separaba del jardín y corrió hasta perderse en el cercano bosque. Solo yo, Guy Endore, lo vi alejarse. Tras la dramática experiencia vivida me propuse narrar los hechos en una novela.

sábado, 17 de octubre de 2015

El oro de Francia (II)

Luis los miró sin animadversión. Después de todo, él era un respetado hacendado contra quien nada tenían. Siguió besuqueando a María Bonita mientras la música seguía sonando y una chica cantaba un pasodoble referido al, ya por entonces, famoso ladrón

Si por robar al rico
él es encerrado
por robar mi amor
a cuánto será condenado.
Dejad que vuele
libre cual pájaro
para que de esa manera
pueda yo cazarlo.

La gente rió y aplaudió, incluidos los hermanos Cusó, Antonio y Ramón, que cogieron a dos chicas y comenzaron a bailar torpemente. Quizá no fuera el mejor momento para que aquella chica cantara eso, pensó Luis. Sin embargo, era una copla popular que ya se había oído en más de una ocasión en todas las tabernas. No tenían motivo para pensar que él se encontrara allí y que esa fuera la causa del arranque de la cantante. Pero, por otra parte ¿de qué serviría huir? Le darían caza rápido, eran cinco y tirarían a matar. Siguió dándole vueltas. Lo mejor era aparentar lo que se suponía que era. 'Fíjate en tus hombres. Ellos no están nerviosos', se dijo para sus adentros. María Bonita se dio cuenta de que la mente de Luis no estaba donde debía estar y así se lo hizo saber. 'Tienes razón, chiquilla mía', le contestó y procuró no volver a pensar en el asunto, retornando a los besos a la vez que le tocaba su hermoso trasero.


Los escopeteros miraban a hurtadillas a la pareja y volvían a mirar a la cantante. Después comenzaron a charlar y a reír con algún chiste o gracia que contara alguno. No se movieron de su sitio y las jarras de vino iban acumulándose en uno de los extremos de la mesa que ocupaban, circunstancia que no pasó desapercibida a Luis, por lo que se relajó ante la ausencia de peligro. Entonces, varios clientes se acercaron a él y le pidieron que le contara qué le había acontecido en su último viaje. Luis puso a un lado a María y comenzó a relatar con todo lujo de detalles y con una palabrería digna sus andanzas por el lejano Perú. La música sonaba ahora más suave y el relato podía oírse en todo el local.
  • ¿Y es cierto que ha conseguido mucho oro, como por ahí se dice?- preguntó uno.
  • Los arrendamientos de las tierras me han sido pagados en oro por ser valedero en cualquier otra parte del mundo. Pero no es tanto. Tan solo unas monedas- respondió Luis.
  • ¿Tiene alguna encima? ¿podríamos verla?- siguió insistiendo el pesado cliente poniendo en aprietos a Luis que no quería mostrarlas.


En ese momento, otro de los clientes, completamente borracho, cayó encima de la mesa de los escopeteros, rompiendo una de las patas y haciendo que las jarras cayeran al suelo y derramaran todo el vino que, dado por supuesto, se habían bebido. Luis observó la escena y a los escopeteros que le miraban y extrajo conclusiones de forma rápida.
  • ¡Luis Candelas Cajigal, en nombre del rey, téngase preso!

lunes, 12 de octubre de 2015

El oro de Francia

Era noche cerrada y la hojarasca crujió ruidosa bajo la fuerte pisada de Luis a la entrada de la cueva donde los demás dormían.
- Coño nos has asustado- saltó como movido por un resorte Paco, el sastre.
Luis rió con estrépito.
- Qué ombligo más corto tienes. Me parecería mentira si no te conociera. ¿De quién tenéis que temer estando a mi lado? ¿Es que acaso no nos hemos trabajado bastante nuestra merecida fama para que alguien ose atacarnos?
- Tienes razón, Luis- y comenzó a reír ruidosamente para que todos le siguieran. El resto lo hizo sin dudarlo.
- Basta- terció Luis levantando ambas manos - os ruego me prestéis la máxima atención. En el último robo no nos compenetramos. Para el próximo no debemos cometer ningún error. Como dijo... bueno, no recuerdo su nombre, "Puedo perdonar todos los errores, menos los míos". Mariano y Leandro, olvidar vuestras rencillas ¿confío en vosotros?- ambos asintieron mirándose por unos segundos mientras Luis se arremolinaba su capa negra y con un palo comenzaba a hacer dibujos en la tierra.
La diligencia pasaría puntual a las once de la mañana. Dos horas antes los hombres se habían desayunado, aseado en el río (alguno) y bebido aquel aguardiente que "levantaba a los muertos". El ambiente en el grupo era distendido, intercambiaban bromas y otros simulaban pelea. Luis los miraba con satisfacción. Un grupo de hombres sin igual, de los que no podía prescindir. Cogió uno de sus vetustos librillos y leyó durante largo rato. Era una de sus manías. No le preocupaba tanto el siguiente robo como el dejar de leer aquellas magníficas obras.
Cuando consideró que era conveniente partir así lo hizo saber y cada cual ocupó la posición que tan meticulosamente había previsto su jefe. El bosque aún conservaba la humedad de la noche y el frío reinante se introducía de forma sutil por cada poro de la piel hasta llegar a los huesos. Ojalá no tardase mucho, pensó Luis, y tan solo medio minuto después sus finos oídos percibieron el traqueteo del coche y las pisadas de los cascos de los caballos. Se levantó eufórico y dio el alto al cochero. A continuación fueron levantándose los demás, apareciendo ante los atónitos ojos de los viajeros que no dudaron en asomarse a las ventanas tras la brusca parada.
Los hicieron bajar con las manos en alto y les comunicaron que iban a ser robados, pero que no les harían ningún daño. Era la premisa fundamental de Luis, robar sin derramar sangre. Uno de los caballeros, en un claro acento francés, comunicó con un rudimentario castellano, que era el mismísimo embajador de Francia y que le acompañaba su esposa, a quien señaló sin bajar los brazos. Todos, a iniciativa de Luis, comenzaron a reír a carcajada limpia.
- Vamos, vamos, caballerete. No quiera usted tomar el pelo al propio Luis Candelas, a quien tiene el honor de encontrarse delante suya.
- No es mi intención- le respondió - conozco su historia.
- No le creo, y déjese de bobadas para intentar ganar tiempo. Nadie va a auxiliarles. Venga, el dinero.
Luis vio como, en la bolsa que le pasaron, efectivamente había francos franceses, lo cual no le resultó extraño visto el atuendo y su lengua. Pero de eso a ser el embajador... Aunque lo más sorprendente fue que, además de ellos, había también monedas de oro. Mucho oro. Tanto, que con él podían retirarse de forma definitiva.
- Cometen un error- repetía una y otra vez aquel asustado hombre mientras la mujer lloraba desconsoladamente - lo pagarán caro.
- Diga usted a sus paisanos que tengan cuidado. Luis Candelas es el amo y señor- y mostró su capa jalonada de emblemas. Después los hicieron subir de nuevo al carruaje y jalearon a los caballos que, asustados, iniciaron una infernal galopada - hasta la vista, señor embajador- y las risas volvieron a hacer su aparición.

Corría el rumor de que, tras un inusitado corto espacio de tiempo, el hacendado Álvarez de Cobos volvía de las Américas. Y siempre que lo hacía dilapidaba recursos de una manera escandalosa. Rodeado por su cohorte de afines, todos sin excepción, gastaban su dinero (el del hacendado) en comida, bebida y mujeres, sin importarles lo más mínimo. Al señor hacendado del Perú no parecía afectarle este punto. ¿Hasta dónde alcanzarían sus riquezas?, se preguntaba más de uno. Sin embargo, esto repercutía favorablemente en la villa de Madrid, porque ese dinero alegraba los escuálidos bolsillos de sus vecinos, ya bastante mermados por los impuestos que soportaron, primero, a raíz de las disposiciones del rey “Plazuelas”, hermano del mismísimo Napoleón que, con su obsesión por las vías públicas no dudó en recurrir a ellos para acometerlas sin tener que tocar un solo céntimo de la hacienda real y, más tarde, por Fernando VII dado el carácter burgués que imprimió durante su reinado. Por otra parte, las tabernas frecuentadas por el hacendado peruano se afanaron también en hacer ver que las cosas habían cambiado y que ahora disponían de nuevas chicas, nuevos espectáculos o ambas cosas a la vez, en un intento desesperado por atraer al afamado cliente y sus caudales, sin descuidar el interés por escuchar las historias que contaba, las que igualmente atraían clientela adicional dispuesta a consumir mientras lo hacían. Pero esto era lo de menos, ya que el hacendado cambiaba rápidamente su papel de incomparable narrador al de juerguista, tal era su afición a la parranda y el gusto por el buen vino y las mujeres.
Tras la consiguiente algarabía por el éxito obtenido en el asalto de la diligencia, Luis decidió en el minuto siguiente que debían festejar aquel botín “como Dios manda” y dijo a todos que se reunirían, por ejemplo en la taberna del cuñado de Mariano, a eso de las cinco de la tarde, y que se dispusieran a pasar una tarde-noche que les prometió inolvidable. A continuación cada uno tiró por su lado confiando ciegamente en la honradez de su jefe, mientras este retornaba al escondite y cogía de nuevo el libro para continuar leyendo con la tranquilidad de saberse poseedor de gran riqueza.
Como ya habrá podido deducir el lector a estas alturas, Luis Candelas y el hacendado Luis Álvarez eran la misma persona. Pero esto permanecía en secreto dentro del grupo. Nadie más lo sabía. Ni siquiera María Bonita, una de las favoritas de Luis, que sí llegó a enterarse del lugar previsto para la fiesta de bienvenida por una amiga de Juan Mérida, quien llegado a la villa no perdió un segundo en comunicar a todos sus allegados que no contaran con él hasta el mediodía siguiente. María sabía de su reputación como moza sin igual y no tenía ningún miedo a que alguna otra osase arrebatarle a “sus” hombres. Por ello, esa tarde lavó bien su “conchita” para dedicársela a ser posible al propio Luis o, como consuelo, a cualquiera de sus acólitos, se puso sus mejores galas y sin dilación se dirigió a la taberna de Jerónimo Morco, el cuñado de Mariano Balseiro. Cuando aquel la vio aparecer por la puerta supo, sin lugar a dudas, que el lugar elegido por el hacendado Luis sería su casa, y se esmeró en ponerla presentable para recibir a esa eminencia.
Los primeros en aparecer fueron Mariano y Paco el sastre. No mucho después llegó Luis y tras él comenzaron a llegar progresivamente el resto. Mariano y su cuñado se saludaron y charlaron un rato. Jerónimo miraba una y otra vez donde Luis permanecía sentado, bebiendo y con una amplia sonrisa en su rostro, mientras oía cantar a una de las chicas y María Bonita procedía a sentarse en sus piernas. También Jerónimo estiró su boca al escuchar a su cuñado comentar que esta vez el hacendado venía cargado de oro tras una expedición que resultó ser muy provechosa. En ese momento, una partida de cinco escopeteros, fusil colgado al hombro, entraron en la taberna.

Primer día de colegio

Arnold oyó la llamada de su compañero de colegio gritando desde la calle y cogió su maletín, raudo para no hacerlo esperar. Su madre no lo acompañaría. Quien sí lo haría sería la madre de George, su compañero, como ya era habitual. Quizá algún día pudiera contar con la presencia de la suya, que ambas madres se conocieran, que charlaran por el camino...
George lo vio bajar por las escaleras y, con un gesto de su mano, le hizo advertir la urgencia. Ese día iban tarde. La madre se colocó delante para alentar el paso. Ellos charlaban sin percatarse del ritmo a seguir y, de vez en cuando, tenían que dar un acelerón para alcanzarla. Atravesaron el pequeño campo que los separaba de la carretera principal, aquella por la que circulaban coches a gran velocidad, el peligro. Ambos chicos se colocaron a cada lado de la mujer y le tendieron sus manos libres. Cuando no hubo circulación la mujer tiró de los dos para cruzar en el menor tiempo posible.
A partir de ahí el recorrido era seguro y entraban en la población de nuevo. Ahora podían ir por las aceras sin miedo a ser atropellados. Y poco después la llegada al recinto escolar y la despedida. Y así día tras día, semana tras semana, mes tras mes, hasta la venida del verano. Cómo anhelaba Arnold este tiempo. Dejar de pasar los fríos inviernos y recibir el buen tiempo, ir a la playa y jugar con la arena y las olas. Lástima que tan solo fueran tres meses, circunstancia que él no valoraba en su justa medida. Tan solo eran días y días de descanso, pero muy pocos días.
Recordaba esa época sin nostalgia. Entonces los problemas eran grandes problemas. Cuán equivocado estaba. Poco a poco, a la vez que crecía, aquellos crecían en la misma o mayor medida. Su desarrollo sexual fue el primero. A continuación vendrían los amores imposibles, la incapacidad de llegar a tiempo para estudiar el gran volumen de materia que entraba en el próximo examen, las dudas sobre la carrera a seguir que marcarían de forma inexorable su futuro...
Arnold superó todo eso y más. Superó la carrera universitaria y pronto encontró un trabajo bien remunerado. A partir de aquí el ascenso hacia la cima fue relativamente suave, en contra de lo que supone un ascenso a una cima terrestre, en que los últimos metros son los más agrestes. Se casaría y tendría hijos, a los que inculcaría ese espíritu de superación ante la adversidad. Y fue haciéndose viejo.
Entonces le acometió una enfermedad que lo postró en la cama. Su mujer lo miraba con cara apenada. Sus hijos permanecían lejos, pero parecía venir el fin. Arnold no hablaba. Dormía mucho y se sentía terriblemente cansado a pesar de todo. En uno de aquellos sueños, George lo llamaba insistentemente. 'Llegaremos tarde' gritaba desde la calle.
Arnold cogió su maletín contento. Asistía a su primer día de colegio.

viernes, 9 de octubre de 2015

El abuelo y la nieta

Por su arrugada cara van resbalando unas lágrimas. La fuerza de gravedad hace que sorteen sin esfuerzo las dunas del paso del tiempo, perdiéndose en la maraña de pelo de su poblada barba. La niña lo mira, seguramente preguntándose en su interior por qué llora. Pero lo deja concentrarse en sus recuerdos. Él parece no haberse dado cuenta de ese detalle. Levanta la vista y, con los ojos aún acuosos, la mira para descubrir la reacción que ha provocado su incontenible llanto. Ella le sonríe compasiva mientras él enjuga sus lágrimas con ese pañuelo sucio del que nunca se separa, sujetándolo con unos dedos mugrientos, desabrigados del resto de la mano cubierta por ese roído guante de lana. Esperará en vano la tan temida pregunta mientras observa como la noche y el frío comienzan a caer sin compasión.

Pero los pensamientos de la niña van por otro lado. En todo el día lo único que ha comido ha sido un mendrugo de pan del día anterior. Ayer la cosa fue mejor, pero hoy solo ha llegado a sus manos ese trozo reservado. Sin embargo, que ella sepa, su abuelo no ha comido nada. Y ahora lo ve beber de esa botella el vino que previamente ha rellenado con un tetrabrick con dificultad, porque su pulso ya no es el mismo. Sujetando la botella por el cuello bebe una y otra vez, y cuando termina se limpia la boca con el dorso de su mano, manchando el guante que la cubre. La mira y sonríe simulando que todo va bien. Ella le devuelve la sonrisa, aunque en su interior le apena que su abuelo tenga que recurrir a beber para olvidar la lamentable situación en que se encuentran.

Después le tocará a ella abrigarlo, cuidar que no duerma boca arriba por si le da por vomitar... En una ocasión estuvo a punto de ahogarse y lo pasaron francamente mal. Desea que mañana la situación cambie. Sobre todo, que él pueda comer algo; está dispuesta a cederle el pan que pueda llegar a sus manos. Ni un día más sin comer debe estar el hombre que hizo posible que ella pudiera venir aquel lejano día a este mundo, aunque ahora sea un lugar sórdido, indeseable, maldito...

El abuelo cuenta, recreándose para no errar ni perder la cuenta de los escuálidos ahorros que llevan reunidos, lo recaudado en ese día. Y lo guarda en el bolsillo derecho de su pantalón. Le desea buenas noches a la nieta y la introduce en la caja de cartón que hace las veces de cama, abrigándola con dos mantas. Él se acuesta a su lado y se tapa con otra más fina, la única que le queda. La niña duerme a intervalos, vigilando continuamente al hombre que yace a su lado, oyéndolo roncar. Mientras lo haga, ella estará tranquila y se dormirá de nuevo, hasta que el abuelo, como hace de vez en cuando, deje de respirar durante unos segundos para retomar de nuevo los consabidos ronquidos. En los momentos de vigilia también cuida de que los perros y gatos, olisqueando restos, se acerquen más de lo debido o les dé, a los primeros, irreverentes, por mearse encima de ellos. Y así pasan las largas noches hasta que amanece el nuevo día, una promesa de futuro para ambos que, a medida que avanza, se desvanece, como siempre, con la caída de la tarde. Día tras día. Semana tras semana. Mes tras mes...

Hoy es Nochebuena. El ambiente navideño se deja sentir en las calles. Un hombre se les acerca. Va vestido con un abrigo largo, una confortable bufanda y lleva también una mascota de color negro. Tiene un bigote bien cuidado, a juicio de la niña, y porta un maletín en su mano derecha. Se detiene ante ellos, pero no echa mano a monedas que pueda guardar en sus bolsillos. Simplemente se queda mirándolos, observando la improvisada cama aún sin recoger, hasta que decide hablar. Le dice al abuelo que no puede consentir que un hombre con su edad, acompañado de una niña tan pequeña, tenga que dormir a la intemperie. Le ruega, con una exquisita educación, que recojan sus pertenencias y lo acompañen. El abuelo le dice que no hay problema, que los conocen y que nadie va a usurparles nada de valor. Y ambos, abuelo y niña cogidos de la mano, se colocan junto al desconocido y le siguen.

Las tres figuras se adentran por una calle menos concurrida. Una calle sin aparente salida, aunque con una gran escalera al fondo. Cuando llegan hasta ella, el hombre les pide que comiencen a subir, que él les seguirá. Obedecen. La escalera es muy larga y se pierde entre una niebla espesa que está bajando. La niña mira hacia atrás y ve que el hombre les está siguiendo con una sonrisa en su rostro. Se introducen en la espesa niebla y tras unos pocos escalones más la niña observa con estupor que la escalera continúa. No hay ningún edificio a su alrededor. No hay nada, y el hombre que les seguía ha desaparecido.

https://clubdeescritura.com/?p=938912 (obra finalista)
 

lunes, 5 de octubre de 2015

Siguiendo el rastro (IV)

El director de la terminal no recibió de buen agrado a Scariolus. Aquella mañana no era un buen momento, dada la cantidad de problemas que generaba un día de tormenta. Los controladores no lo dejaban un segundo. Y ahora venía ese pesado detective a importunar aún más. Decidió que tendría que esperar, al menos hasta que se normalizase algo la actividad de la torre.

Scariolus lo percibió pero no tenía autoridad para argüir obstrucción a la justicia, por lo que no le quedó más remedio que resignarse. Y tampoco quería marcharse hasta el otro aeropuerto, a pesar de la urgencia de la situación. Revisó sus notas, la carpeta conteniendo múltiples copias del retrato robot para distribuir por todos los departamentos... todo estaba en orden. Poco después, el director accedió finalmente a su petición.

- Bien. Necesito que distribuya este retrato a todos sus empleados. Quiero saber si este hombre cogió un vuelo recientemente y su destino. Estamos persiguiendo a un tipo muy peligroso que, previsiblemente, ha cometido varios asesinatos. Comprenderá mi urgencia- concluyó mirando fijamente a su interlocutor para causar más presión.
- No se preocupe, detective. Le tendremos informado en cuanto averigüemos algo.
- Perdone que le insista. El asunto es de la mayor prioridad. Dese cuenta que tenemos que contactar con la Interpol y el tiempo ya corre en contra nuestra.
- Ya, ya. Espero que me disculpe por no haberlo podido atender antes, pero es que el día lo requiere- apostilló el director para dar más viso de credibilidad a su actuación.
- En ese caso no quiero hacerle perder más tiempo- y cogió su mascota dándose media vuelta en dirección a la puerta.

Una vez se hubo ido, el director llamó a cuatro de los mozos y le dio varias copias del retrato para su distribución. Aproximadamente a las dos horas ya tenía resultados. Una de las asistentas de los vuelos a Francia le comunicó que había visto a ese hombre coger un vuelo con dirección a París. Su nombre, Howard Woods y la hora de salida, las seis de la tarde. El director no quiso retrasar más la obtención de aquella información y se puso en contacto con Scariolus.

El vuelo se había tomado tan solo cuarenta minutos tras la muerte de Jack, el dueño del local de copas. Sí. El tipo mató a aquel hombre y salió disparado hacia el aeropuerto. Ordenó el rastreo del nombre que, ya suponía con su astucia, se trataría de uno falso colocado en un pasaporte de las mismas características. Así se lo confirmarían algunos minutos después, por lo que solo contaba con su retrato. No era mucho. Llamó a su secretaria para que le reservara el próximo vuelo a París.