martes, 3 de octubre de 2017

A amante que no es osado dale de lado

Éramos cuatro en el destartalado jeep, el chófer contratado, mis dos acompañantes, los que me guiarían por el país, y yo. Descendiendo de la montaña a gran velocidad, las oscuras nubes se nos adelantaban en una alocada carrera. Una carrera que teníamos perdida, todos éramos conscientes de ello. Antes de llegar al refugio del valle la tormenta descargaría con todas sus fuerzas, a tenor de la negrura que impregnaban las nubes. Y así ocurrió. El temporal, con sus vientos y oleadas cruzadas de agua, nos impedía vislumbrar el camino a seguir para alcanzar el techo salvador. El camino embarrado era superado con esfuerzo por aquella endiablada máquina cuatro por cuatro hasta dejarnos a escasos metros de la construcción. Un adecuado terraplén impedía que el agua pudiese acceder a la edificación, inundándola, pero también al jeep acercarse algo más. Pero al fin nos encontrábamos a salvo.
Esto me recordó aquellos días, no muy lejanos, en que me hallaba en la jaima, a salvo de la gran tormenta de arena que fuera soplaba sin contemplaciones. Y a Luzbel. Sus ojos negros mirándome desde un abismo impenetrable, lo único que podía percibir de su rostro, suplicantes por ser liberada del yugo de su esposo, a la sazón mi amigo. Tenía que traicionar nuestra amistad para poder atender la insoslayable petición de socorro de ella, llevármela antes de que fuera demasiado tarde. Era una empresa complicada. Una fuga en solitario sería una locura. No tardarían en dar con nosotros, exhaustos bajo el implacable astro rey, sedientos, hipnotizados por las reverberaciones de las ondas de luz que despedían las dunas. Sería un suicidio. No, no era una opción. Cuando amainó, aún se podía aprovechar el día para alcanzar Marrakech. Sin embargo, en el trayecto, tras una gran duna, aparecieron piratas del desierto. Tuvo lugar una lucha encarnizada por hacerse con la mercancía que transportaba la caravana en la que nos encontrábamos. Mi amigo nos protegió a su esposa y a mí. Después todo se oscureció. No sé cuanto permanecí inconsciente pero desperté encima de un jergón polvoriento, en una casa de adobe con un minúsculo ventanal junto a la puerta. Recuerdo que la cabeza aún me dolía. Llamé a mi amigo, y a Luzbel. Al poco entró el que supuse sería uno de los piratas, que me entregó mi mochila y, en su dialecto, debió decirme que podía marcharme señalando la puerta. Fuera esperaba un hombre subido a un camello con otro libre a su lado. Me hizo ademán de que subiera a él y así, sin poder saber nada más, partí. No volví a ver ni a mi amigo ni a la pobre Luzbel. De esto hace ya casi un año.
Puede pensarse que soy un cobarde, pero la realidad es que no tenía medios de averiguar qué pudo ser de ellos, ni arriesgarme a volver a ser capturado e incluso, quien sabe, sucumbir a manos de los desalmados ladrones. Me resigné a dar el asunto por zanjado y volví a mi país. Sin embargo, hace unos días recibí una carta fechada dos meses atrás. No sé como pudo hacerlo para que llegara a su destino pero confiaba en que Luzbel, su emisora, aún se encontrase con vida. La misiva era realmente urgente. Decía que su situación era desesperada y que no podría aguantar mucho más. Y ahora estaría esperando mi regreso ¡durante más de 60 días! Pero ¿cómo podría rescatarla de su marido, alejarla de allí? La verdad es que ni me lo planteé entonces. Hice los preparativos y me trasladé a Marruecos. Allí contraté con rapidez a los hombres que harían la ruta conmigo. Una salvaguarda necesaria, habida cuenta de lo ocurrido con anterioridad. Ellos mismos se encargarían de buscar el medio de transporte y, la verdad es que no me puedo quejar, dado el presupuesto de que disponía.
Pasamos la noche en el albergue y, de mañana temprano, regresamos a la carretera. La localidad de donde procedía la carta se hallaba a unos ciento cincuenta kilómetros. Ya no quedaba mucho, tan solo un par de horas, calculé. Por el camino nos cruzábamos con gente dirigiendo sus mulos de carga con las alforjas llenas de verduras. Algún que otro vehículo, siempre francés, comprado con el interés de haber pasado la inspección técnica favorable, lo que añadía un valor suplementario a la calidad de su estado, aunque la chapa ya dejaba entrever la dejación y los efectos de la climatología, y más raramente un camión. El cielo aún permanecía encapotado pero, con la lluvia caída el día anterior, no parecía presagiar que volviese a llover, al menos con la misma intensidad. Algo más tarde tuvimos que parar. El jeep echaba humo y el conductor se bajó para levantar el capó y dejar que se enfriase el recalentado motor. Por un momento temí que la junta de culata se hubiera quemado y nos quedásemos allí tirados, a expensas de que tuviese que recogernos otro vehículo. No obstante, unos minutos después reemprendimos la marcha.
El pueblo se componía de unas pocas casas, siempre de adobe. En cierto modo me pareció reconocer el poblado que abandonara, pero tal vez todas las poblaciones fueran similares, al menos por aquella región. Dí órdenes de que se me dejase en un descampado y que se volviera por mí en el transcurso de una hora. Si no podía dar con ella tendría que volver con las manos vacías, pero confiaba en que eso no ocurriera. Recorrí las cortas calles y me introduje en la que, supuse, sería la única taberna que existiese. Como extranjero sufrí el acoso de las miradas de todo el que se encontraba allí, pero no quise provocar. Al poco se sentó junto a mí un hombre. Me preguntó, en un mal español, si antes había estado en el pueblo. Le dije que no, que tal vez se confundiera. Pero él insistió en que le parecía reconocerme, que hace un tiempo le fue contratado uno de sus camellos para que sirviese de vehículo a un viajero. Antes de salir, el hombre se asomó a las afueras del pueblo y vio como partía su animal llevando encima a un individuo. Reconocí la situación y, por tanto, él conocía a los piratas. Sin más demora le pregunté por aquellos otros presos que retuvieron los forajidos, en especial si sabía de una mujer. Miró a su alrededor para asegurarse de que no fuera oído y me contestó que sí. Y dónde está ahora, pregunté. Me respondió que vivía allí, con su marido, pero que éste formaba parte del grupo de piratas.
Esto me sorprendió. No esperaba que mi amigo hubiera llegado a caer tan bajo. Aunque, quizá por el hecho de encontrarse en sus manos, no le quedase más remedio que pactar una alianza para salvar a ambos. Le increpé para que me dijese dónde podía hallar a la mujer y salimos de la taberna a toda prisa. En una casa desvencijada me dejó a sus puertas y marchó apresuradamente, mirando en derredor por si era descubierto por alguien. El tiempo apremiaba. En poco tiempo regresaría el jeep y yo debería montar en él con Luzbel. Aporreé la puerta y, unos segundos después, la puerta se entreabría con lentitud apareciendo por una rendija el ansiado rostro. Ella abrió los ojos en una clara expresión de alegría y me hizo un ademán con la mano en señal de que esperase unos minutos. Aquel tiempo me pareció eterno pero, finalmente, asomó con una escueta mochila como todo equipaje. Le dije donde nos esperaban y, conocedora del lugar, me acompañó por otras callejuelas hasta el descampado donde, al poco, aparecería el jeep.
Montamos en él y partimos. Luzbel se recostó y se cubrió con un paño. No quería ser vista por nadie, y comprendí el gesto. Una vez saliéramos del país nadie podría seguirnos y no tendría ya necesidad de esconderse. Nos cruzamos con alguna caravana de camellos, quizá fueran parte de la banda de forajidos. En cualquier caso, no nos identificaron. Así pudimos llegar a Tetuán. Unos días para arreglar papeles, pasaporte y demás, y después abandonaríamos el país. Al cabo de dos semanas el avión despegaba de una tierra que Luzbel, ni yo, jamás volveríamos a pisar.

1-O

Con muchas otras como ella, encerrada entre cuatro paredes, aisladas ¿Hasta cuándo duraría el cautiverio? Un nuevo grito las alertó y les hizo dirigir su mirada al cielo. Ahí venía otra, forzada a atravesar la hendidura y a caer, sin poderlo remediar, encima de las demás. Y lo llamaban Democracia...