La
tarde era calurosa, asfixiante, como correspondía a aquellas
latitudes en época de estío. El dueño del local de copas era tan
rácano que no permitía activar la maquina de aire acondicionado,
por lo que un ventilador aireaba levemente y sin solución de
sentimiento de frescor alguno, el oscuro habitáculo. Aquel muchacho
aguantaba estoicamente la llegada de clientes que le alejaran
definitivamente del hastío en que se hallaba inmerso. Poco podía
distraerlo el endiablado girar de las tres ruletas con frutas que un
empecinado intentaba alinear para conseguir el dichoso premio que,
por otra parte, y dada la importante cantidad invertida, lo único
que conseguiría seria restituir en ese momento la tercera parte de
lo gastado. Era otra maquina mas, luchando contra la tragaperras para
determinar quien seria finalmente el vencedor. Mudo. Ni siquiera
hablaba para pedir mas monedas. Simplemente se acercaba a la barra,
depositaba en ella el billete a cambiar y esperaba que el muchacho
volviera de la caja, devolviéndole un escueto 'gracias' con un
rostro insensible, duro como el pedernal.
Comenzó
a sentir lastima por el. Lo conocía y sabia que gastaba
continuamente en aquella maquina, casi a diario, despilfarrando un
dinero quizá muy importante para su economía familiar que,
paradójicamente, intentaba solventar con el escaso pecunio obtenido.
Tal vez no se diera cuenta de que la tragaperras era la que ganaba de
cualquier modo, o si lo sabia, ese pensamiento quedaba velado, oculto
en su subconsciente. O tal vez no tuviera otra cosa mejor que hacer.
De cualquier modo, una vez que se apoderaba de la maquina, nadie
podía arrebatarle su posesión, dejándola incluso rodar de forma
automática mientras se aproximaba a la barra para dejar el
correspondiente billete a canjear, ante la atónita mirada del
azaroso cliente que deseaba su retirada para poder apoderarse del
premio. No iba al cuarto de baño. No pedía mas copas. Aguantaba
hasta conseguirlo, cuando lo hacia, porque mas de una vez tuvo que
tirar la toalla. Aunque siempre que llegaba a este punto se aseguraba
de que no hubiera nadie mas mirando. Lógicamente, esta idea era
inútil. Cinco, diez, quince minutos, separarían su marcha de la
ocupación de su lugar por otro que, a poco que se decidiera a jugar,
podría hacerse casi con toda seguridad con el anhelado premio.
Esa
tarde, se le estaba yendo de las manos. Y para colmo entró un
cliente que, tras pedir una copa, permaneció impasible en la barra,
mirando directamente y sin pudor a aquel otro que intentaba ganar al
artefacto. El jugador se apercibió del hecho por el rabillo del ojo.
Cuando no pudo mas se volvió y directamente le miró a los ojos, con
esa dureza que le caracterizaba, sin dirigir palabra. El de la barra
cogió su copa y bebió. Aquello empezaba a ponerse interesante.
¿Aguantaría lo suficiente hasta lograr su premio? Ahora el desafío
era doble y la llamada de la naturaleza haría su aparición de un
momento a otro. ¿Como lo solventaría, llegado el caso? En cierto
modo le recordaba al duelo de pistoleros al sol, escudriñándose
mutuamente para detectar la mas mínima intención de sacar el
revolver para disparar. Ninguno se batía en retirada. El de la
barra pidió otra copa. Estaba claro que deseaba el premio y que no
tenia ninguna prisa, así como que gastaría la cantidad que fuera
necesaria hasta conseguirlo.
El
calor en la calle era tan indeseable que no se veía pasar un alma
por la puerta. Si alguien mas hubiera optado por entrar y deseado
jugar, seguro que habría alguna trifulca; tal era la tensión que
estaba adquiriendo la situación. Naturalmente, el destino del premio
debía seguir un riguroso orden de prelación: el impuesto por la
llegada de cada jugador. Pero por la mente de aquel posible usurpador
la única idea que rondaría sería la de hacerse con él una vez se
retirase el que lo intentaba, y esto, visto audazmente por la
víctima, provocaba un gasto mayor aún para hacerse dueño absoluto
del premio, aunque esto le supusiera una gran pérdida.
El
muchacho reparó en el suelo. Junto a la máquina, y a los pies del
jugador, se había formado un charco. La naturaleza, al fin, se había
dejado sentir, y la incontinencia, deseada para no perder su puesto,
dejó su impronta. También lo advirtió el apostado en la barra que,
observado a su vez por el muchacho, dejó escapar una sonrisa que
solo éste percibió. El jugador no se volvió. Introdujo su última
moneda. Las frutas coincidieron y el caudal de monedas comenzó a
manar. Había vencido. El premio era solo suyo.