domingo, 31 de agosto de 2014

La tragaperras

La tarde era calurosa, asfixiante, como correspondía a aquellas latitudes en época de estío. El dueño del local de copas era tan rácano que no permitía activar la maquina de aire acondicionado, por lo que un ventilador aireaba levemente y sin solución de sentimiento de frescor alguno, el oscuro habitáculo. Aquel muchacho aguantaba estoicamente la llegada de clientes que le alejaran definitivamente del hastío en que se hallaba inmerso. Poco podía distraerlo el endiablado girar de las tres ruletas con frutas que un empecinado intentaba alinear para conseguir el dichoso premio que, por otra parte, y dada la importante cantidad invertida, lo único que conseguiría seria restituir en ese momento la tercera parte de lo gastado. Era otra maquina mas, luchando contra la tragaperras para determinar quien seria finalmente el vencedor. Mudo. Ni siquiera hablaba para pedir mas monedas. Simplemente se acercaba a la barra, depositaba en ella el billete a cambiar y esperaba que el muchacho volviera de la caja, devolviéndole un escueto 'gracias' con un rostro insensible, duro como el pedernal.



Comenzó a sentir lastima por el. Lo conocía y sabia que gastaba continuamente en aquella maquina, casi a diario, despilfarrando un dinero quizá muy importante para su economía familiar que, paradójicamente, intentaba solventar con el escaso pecunio obtenido. Tal vez no se diera cuenta de que la tragaperras era la que ganaba de cualquier modo, o si lo sabia, ese pensamiento quedaba velado, oculto en su subconsciente. O tal vez no tuviera otra cosa mejor que hacer. De cualquier modo, una vez que se apoderaba de la maquina, nadie podía arrebatarle su posesión, dejándola incluso rodar de forma automática mientras se aproximaba a la barra para dejar el correspondiente billete a canjear, ante la atónita mirada del azaroso cliente que deseaba su retirada para poder apoderarse del premio. No iba al cuarto de baño. No pedía mas copas. Aguantaba hasta conseguirlo, cuando lo hacia, porque mas de una vez tuvo que tirar la toalla. Aunque siempre que llegaba a este punto se aseguraba de que no hubiera nadie mas mirando. Lógicamente, esta idea era inútil. Cinco, diez, quince minutos, separarían su marcha de la ocupación de su lugar por otro que, a poco que se decidiera a jugar, podría hacerse casi con toda seguridad con el anhelado premio.



Esa tarde, se le estaba yendo de las manos. Y para colmo entró un cliente que, tras pedir una copa, permaneció impasible en la barra, mirando directamente y sin pudor a aquel otro que intentaba ganar al artefacto. El jugador se apercibió del hecho por el rabillo del ojo. Cuando no pudo mas se volvió y directamente le miró a los ojos, con esa dureza que le caracterizaba, sin dirigir palabra. El de la barra cogió su copa y bebió. Aquello empezaba a ponerse interesante. ¿Aguantaría lo suficiente hasta lograr su premio? Ahora el desafío era doble y la llamada de la naturaleza haría su aparición de un momento a otro. ¿Como lo solventaría, llegado el caso? En cierto modo le recordaba al duelo de pistoleros al sol, escudriñándose mutuamente para detectar la mas mínima intención de sacar el revolver para disparar. Ninguno se batía en retirada. El de la barra pidió otra copa. Estaba claro que deseaba el premio y que no tenia ninguna prisa, así como que gastaría la cantidad que fuera necesaria hasta conseguirlo.



El calor en la calle era tan indeseable que no se veía pasar un alma por la puerta. Si alguien mas hubiera optado por entrar y deseado jugar, seguro que habría alguna trifulca; tal era la tensión que estaba adquiriendo la situación. Naturalmente, el destino del premio debía seguir un riguroso orden de prelación: el impuesto por la llegada de cada jugador. Pero por la mente de aquel posible usurpador la única idea que rondaría sería la de hacerse con él una vez se retirase el que lo intentaba, y esto, visto audazmente por la víctima, provocaba un gasto mayor aún para hacerse dueño absoluto del premio, aunque esto le supusiera una gran pérdida.




El muchacho reparó en el suelo. Junto a la máquina, y a los pies del jugador, se había formado un charco. La naturaleza, al fin, se había dejado sentir, y la incontinencia, deseada para no perder su puesto, dejó su impronta. También lo advirtió el apostado en la barra que, observado a su vez por el muchacho, dejó escapar una sonrisa que solo éste percibió. El jugador no se volvió. Introdujo su última moneda. Las frutas coincidieron y el caudal de monedas comenzó a manar. Había vencido. El premio era solo suyo.