jueves, 30 de abril de 2015

Take Five (II)




Tenía que decírselo. El documento que guardaba en la caja fuerte podría llevarlo a la cárcel, pero eso no solucionaría el problema. Hacía tiempo que la aguja del tocadiscos retornó a su posición de descanso una vez finalizada la ejecución del tema musical. 'Coge cinco', pensé rememorándolo. 'Bueno, cogeré solo uno, el premio mayor'. Me dirigí con decisión hacia la caja y procedí a abrirla. Anejo al montón de dinero, el importante documento, y junto a ambos, una Walther P38, un auténtico tesoro que miré por unos segundos.

Extraje aquel papel y cerré de nuevo la puerta de la caja. Ella había comenzado a vestirse y en ese momento se subía las minúsculas braguitas de encaje con esa sensualidad propia de las mujeres al hacerlo, hasta cubrir a mi vista aquel entrañable objeto de deseo. Sus pechos se movían voluptuosamente mientras se volteó para agarrar su sujetador. Poco tiempo me quedaba para visualizarlos hasta una próxima vez. Se lo colocó y me miró, como reprochando que la mirase mientras se vestía. '¿Por qué tiene que parecerle a las mujeres más vergonzoso el vestirse ante un hombre que el desnudarse?'

Me acerqué a ella para mostrarle el documento. Ella lo cogió y comenzó a leer. Yo miraba su rostro, expectante. De pronto, ella hizo una mueca de asombro y me miró. Retornó de nuevo a la lectura. Y yo continué mirándola, pero esta vez a su escultural cuerpo, tan apetecible con esas únicas dos prendas. Ella pareció no darse cuenta, seguramente por estar absorta en la lectura. Finalmente levantó la vista del papel.
  • Esto puede proporcionarnos una solución. Lo mandamos a la cárcel y nos vamos del país. Me gustaría instalarme en Francia…
  • Lo ves todo muy fácil- respondí.
  • Y lo es, cariño. Solo tenemos que hacer llegar este documento a manos de la autoridad. Ellos se encargarán del resto. Después hacemos las maletas y nos largamos. No nos encontrará nunca... Podemos rehacer nuestras vidas lejos de ese indeseable.

Evidentemente sus planes pasaban por casarse conmigo. Mi última locución tras el acto no había tenido ningún efecto en ella. Comencé a imaginar por unos segundos su propuesta. Juicio sumarísimo, sentencia en la misma vista, y condena. Viaje en avión, azafatas suministrándonos bebida y comida, yo junto a la ventana mirando las nubes por debajo nuestro, y abajo, no mucho más allá, la torre Eiffel destacando sobre la ciudad…
  • No sé… creo que no es lo más acertado.
  • ¿Pero por qué, darling?
  • Para acabar de una vez por todas debo liquidarlo. Y lo debo hacer cuanto antes. No debería haberte mostrado el documento…
  • No digas tonterías ¿Acaso quieres que te terminen encerrando a ti por asesinato, cuando es él el culpable de todo?
  • No estoy seguro. Podría inculparme en la trama…
  • Gilipolleces. Tienes una coartada perfecta. Larguémonos juntos antes de que todo se vaya a pique ¿Es que acaso no te gustaría que estuviera siempre a tu disposición?

Y diciendo eso comenzó a desabrocharse el sujetador, echando a continuación sus brazos hacia delante para dejarlo caer y mostrarme sus exuberantes senos. Seguidamente, y sin dejar de mirarme, comenzó a bajar sus braguitas hasta situarlas por debajo de sus rodillas. Después levantó su pierna izquierda y la sacó de la prenda. Las bragas cayeron al suelo y ella avanzó hacia mí, levantando su pierna derecha para dejarlas de nuevo allí tiradas.

miércoles, 29 de abril de 2015

Take Five (I)

Con permiso de su autor, Guillermo Altamirano.




La lluvia me había encontrado desprevenido. Como pude me cubrí con un periódico que terminó por transformarse en una bola de papel. Las llaves cayeron sobre el piso mojado y oscuro del lúgubre callejón que albergaba mi departamento. Me incliné intentando recogerlas y mi cabeza golpeó la puerta que se abrió sin oponer resistencia. Me erguí y puse mi mano derecha sobre mi arma. La desenfundé lentamente y miré la cerradura, evidentemente lo había hecho un profesional. Alguien intentaba joderme.

Con ambas manos en el arma di dos pasos hasta la caja de los fusibles. Esta no era la primera vez que algo así ocurría. Gajes del oficio. Todo quedó oscuro, la luz emanaba desde mi despacho, donde mi caja fuerte no tan solo albergaba una fuerte suma de dinero.

Conocía de memoria cada habitación, había contado los pasos exactos y la altura precisa de los muebles, sabía que hoy alguien moriría. El ruido de la lluvia no permitía que escuchara lo que ocurría, la luz no se movía, lo que me decía que no era una linterna. Fue ahí donde comencé a temer.

Maldigo a todos los franceses, maldigo su acento y su maldita costumbre por no bañarse. Pero más aun, maldigo su habilidad extraordinaria para crear fragancias.

El primer paso dentro de mi despacho permitió que mis fosas nasales
absorbieran todos esos recuerdos denigrantes. Solo una mujer en el mundo usaba ese costoso perfume, y solo mi nariz había tenido la dicha, o la mala suerte, de haberlo olfateado. La luz de las velas combinada con el humo de su cigarrillo hacían imposible divisar su demoníacamente angelical rostro, pero su silueta sobre mi sofá de lectura era inconfundible. Maldita musa inspiradora de pasiones y desgracias. Sus rojos labios contrastaban con su blanca piel y sus ojos negros. Haciendo un círculo de humo me miró de frente y levantó su índice insinuando que debía acercarme.

No caería nuevamente, esa mujer era un agujero negro buscando materia sin vida para trasladarla hasta lo más oscuro del universo. Estaba inmóvil. Ella se inclinó sobre mi sofá y dejó que su perfecta y depilada pierna izquierda se asomara provocadoramente por su rojo vestido. Dios mío, me volvía loco. No debía recaer, debía mantenerme firme ante mis convicciones. Recordar como destruyó mi vida la última vez que apareció. Y como la volvió a destruir cuando se fue.

Me miró y deslizó su lengua lentamente de izquierda a derecha. Se volteó hacia mi tocadiscos y premeditadamente posó la aguja sobre el disco que comenzó a hacer un ruido leve. Take Five, de Dave Brubeck, fue el soundtrack con el que esta viuda negra planeaba destrozarme en mil pedazos una vez más. Se acercó a mí, sin decir una palabra y puso sus manos en mi arma que aún no dejaba de apuntarle. Apoyó su frente en la boca del cañón y sin soltarla flexiono sus rodillas.

El contraste entre mi arma y su frente, en conjunto con el accionar de su mano derecha bajando el cierre de mi pantalón, hacían que mi virilidad se desencadenara. Suavemente bajó mi pantalón y comenzó lo que sabía hacer mejor, destruirme como si me estuviera amando.

Sus rojos labios se mimetizaban con la máxima expresión de mi pasión. Simplemente no podía evitar vibrar ante aquella mirada. Con una mano en mi arma y otra en mi orgullo, me hacía sentir poderoso. De pronto, violentamente se puso de pie. Mi arma estaba lejos de su frente y su boca estaba lejos de darme placer. Me empujó sin piedad contra mi escritorio. Sabía lo que venía. Soltó mi arma y usó su mano para jalarme el cabello con violencia. Su otra mano presionaba de manera amenazante mis testículos. Intentó besarme pero conseguí esquivar su embrujo. Sus delicadas manos seguían presionando. Subiendo y bajando. Subiendo…

De pronto acercó su boca a mi oreja y dijo:

— Él, ha vuelto. Y nos quiere muertos.

Sabía que ocurriría. Mis días estaban contados.

Ya era demasiado tarde, ella podía implorar, suplicar y rogar, yo no me detendría. Volteé su cuerpo hacia mi escritorio, y de un movimiento tomé su pierna derecha y la puse en mi cadera. El calor de su cuerpo y su respiración cortada me indicaban que no pediría clemencia. Desatamos nuestra pasión de mil formas diferentes. Siempre hacía que me sintiera un semental cuando en realidad era ella la que me follaba.

El tiempo se detuvo y luego todo transcurrió muy rápido. Ríos de pasión nos abnegaron por un instante tan extenso y a la vez tan pequeño. De pronto la pasión se terminó y volví a pensar con claridad. Él había vuelto. Ella y yo estábamos muertos. Me limité a vestirme mientras ella, aún desnuda sobre mi escritorio, sacaba un cigarrillo y me miraba lascivamente.

— ¿Qué harás? —Dijo dejando escurrir la primera bocanada de humo.

— Lo mataré antes de que él me mate a mí.

— Te follas a su mujer y luego lo matas –dijo acercándose tanto que podía sentir su pulso— ¿No me besarás?

— Ya te lo dije antes, lo nuestro solo fue sexo.

jueves, 23 de abril de 2015

Si pudiera ser

Mientras la tarde caía inexorable, indiferente al deseo humano de perpetuar el día, con un sol descendiendo a un ritmo vertiginoso hacia el horizonte tras realizar su eterna función, los invitados continuaban embebidos en sus coloquios. Él los miraba desde su apartado rincón, sentado en un banco de piedra bajo un gran sauce, sosteniendo el vaso de whisky con hielo en su mano derecha y removiéndolo de cuando en cuando, ignorando los comentarios diversos que se producían en cada una de las diminutas aglomeraciones que se concentraban alrededor de la gran fuente del jardín y que le llegaban como un lejano rumor del mar.


Allí era donde debía estar, junto al mar, recibiendo la fresca brisa marina en su rostro, percibiendo su inconfundible fragancia que, desde muy pequeño, aprendió a distinguir aunque lo guiaran hasta él con los ojos vendados y sus oídos tapados. Por fortuna, no quedaba mucho tiempo para su retiro y sería entonces cuando viviría el resto de su vida junto a él. Pasó su mano izquierda por un pelo canoso, cortado casi a ras, mientras que antaño y de color negro azabache, gustaba de tenerlo voluminoso, muy a pesar de alguna de sus amistades que le reprochaban tal atuendo con el argumento de que ya no era moda. A él esos comentarios le resultaban indiferentes. Le gustaba así y así lo llevaba, siguiendo el razonamiento que le imbuyó su padre por el cual debía mantenerse firme en sus convicciones independientemente de lo que se le dijera.

  • ¿Qué haces aquí tan solo?- le interpeló Roxanne llegándole por detrás - ¿en qué piensas?
  • No te he oído llegar. Me has sobresaltado- respondió algo molesto.
  • Perdona, es que te he visto tan aislado que me decidí a hacerte compañía. No soporto que la gente esté fuera de lugar, aunque se trate de tí. Si me permites...
  • Claro, siéntate- dijo haciéndose al lado y dejando un hueco en el banco - Pensaba en el mar, en la tranquilidad que nos infunde con su ir y venir de olas... créeme no puede haber nada más relajante en este mundo. ¿No estás de acuerdo?
  • Por supuesto. A mi también me fascina su grandeza, su vida bajo la superficie tan rica en variedad animal, y tan peligrosa por los grandes depredadores...- hizo una pausa mirando a su interlocutor directamente a los ojos para desviar inmediatamente su mirada al horizonte y contemplar los últimos rayos de sol que un esfuerzo final pugnaban por iluminar.
  • Así es, Roxanne. ¿Sabes que conocí personalmente a Jacques Cousteau? Fue después de que te marcharas. Sostuvimos largas conversaciones en sus escasos periodos de reposo en tierra. De hecho, me propuso formar parte de su equipo.
  • ¿Y no aceptaste?
  • Reconozco que hubiera sido muy gratificante. Sin embargo, otros motivos me lo impidieron- dijo bajando su mirada en un claro intento de no profundizar más. Roxanne captó el gesto.
  • Lo nuestro era del todo imposible- respondió ella tajante.
  • No estoy de acuerdo- y subiendo algo el tono continuó - podías haberlo dejado todo y venir conmigo. Si tan enamorada estabas de mí como aparentabas...
  • Ya intenté explicártelo en su momento. No me hagas recordarlo. También yo lo pasé muy mal- dijo, mientras en sus ojos asomaban unas lágrimas.
  • Pero te casaste...
  • No tuve más remedio- reprochó ella algo irritada.
  • No me hagas reir. Pudiste evitarlo.
  • Lo ves muy fácil- y se levantó con intención de marcharse para no seguir la discusión. Él la miró. Los años pasan para todos y ya no tenía la misma figura que conociera, aún a pesar de que, cercana al medio siglo, todavía era una mujer vistosa.
  • Perdona, no quise molestarte. Solo es que tenía necesidad de decírtelo, desde hace mucho tiempo- apostilló, levantándose a su vez y colocándole las manos en sus hombros, como si quisiera estar con ella pero a la vez lejos de ella.


Y ella sucumbió. Como antaño lo hiciera amparada en la penumbra, dejándose llevar por ese irresistible impulso de besar a ese hombre, de sentirlo cerca. La noche, como entonces, también había caído y el frenesí del momento los llevó, sin ser vistos, hasta una habitación, hasta una cama, donde ambos cayeron desnudos, envolviéndose en las suaves sábanas blancas de algodón. Una noche que les recordaría sus mejores momentos.

A la mañana siguiente, él despertó y se encontró con el brazo de Roxanne sujetándolo por encima de su pecho. Lo retiró con cuidado para no alterar su sueño y la miró. Parecía haber rejuvenecido. Después echó una ojeada a aquella habitación, iluminada ya por un nuevo día. No recordaba que fuera la misma cuando entraron abrazándose, besándose, pero entonces estaba oscuro. Sin embargo, había algo allí que le resultaba familiar a pesar de encontrarse en una residencia que era la primera vez que visitaba.


Como un autómata se dirigió al cuarto de baño, levantó ambas tapas del inodoro y miccionó largo rato. Entonces recordó que no lo había hecho en toda la noche y que bebió suficiente whisky la tarde anterior. Todo seguía en silencio. Cerró las tapas y accionó, a su pesar porque no quería despertarla, el pulsador de la cisterna. Miró a su derecha. Allí estaba la ducha, donde su instinto le había indicado, con una mampara que inmediatamente reconoció. ¡Se trataba del cuarto de baño del piso de Roxanne!, tantas veces visitado. Impulsado como por un resorte y temiendo lo peor fue a verse en el espejo.



Y sí. Tenía una espesa melena de pelo negro azabache.