domingo, 14 de abril de 2019

El profe nuevo

Cuando Faustino se presentó en el pueblo todos lo celebraron con mucho júbilo. El maestro anterior se había dado de baja por una enfermedad considerada grave, y en esa situación ya llevaban más de tres años, con el consiguiente perjuicio para todos los niños en edad escolar para los que iba pasando el tiempo sin poder aprender lo que les correspondía.
El problema se había ido parcheando. Algún que otro lugareño, con algunas nociones de geografía (española, no más), matemáticas básicas (hasta la regla de tres), lengua española (sujeto y predicado, el verbo va dentro de éste último), historia (la más reciente, y siempre contada de forma subjetiva), y la religión, que se ofreció a enseñar sin reparos el cura, formaron a los chavales lo mejor que cada uno supo hacer. A esa edad ya debían conocer algo más de mundo, el álgebra, gramática y escritores y poetas famosos, la historia de forma somera desde el Neolítico, y adentrarlos en el estudio de una lengua extranjera, en los rudimentos de la filosofía, de la lógica matemática...
Pero, al fin, llegó el sustituto con todas esas pretensiones en mente. Un hombre enjuto, con una barba poblada, nariz aguileña y unas eternas gafas redondas se presentó en la clase ante una horda de crios a los que, era evidente, no se les había enseñado nada de educación, la asignatura más importante para él. El día de la presentación fue un infierno. Ninguno se callaba y no dejaban de tirarse cosas unos a otros. Faustino se veía incapacitado para dominarlos. Carraspeó varias veces y terminó elevando algo el tono de voz. Entonces quedó un murmullo. Era su momento.
Comenzó a hablar y, sorprendentemente, todos escucharon en silencio. Quería conocer de primera mano hasta qué nivel habían llegado en las diversas asignaturas, así que pensó que lo mejor era hacerlos partícipes. Uno tras otro fueron definiendo lo estudiado en aquellos vacantes años. Faustino se sorprendió. Su traslado a ese pueblo desde su puesto anterior, del que no quería recordar absolutamente nada, era la única opción que le dieron para poder seguir ejerciendo. Y aquí se encontraba con que tenia que empezar casi desde cero. Desde luego, se encontraría con enseñanzas que debía corregir, dado que habían sido impartidas por personas no profesionales, sin los conocimientos completos de la materia. Era un auténtico reto el que se le presentaba, máxime cuando en tan solo un año debía recuperar todo el tiempo, en cierta manera, perdido. Pero lo que no esperaba encontrar de nuevo, de ningún modo, era el acoso al que había sido sometido en su anterior ubicación. Así, ese primer día, intentó hacerse apreciar por su nuevo alumnado intercambiando anécdotas de su vida tanto de estudiante como de profesor. Con eso relajó un poco el tenso ambiente.
Se alojaría en la casa que ocupó su antecesor, de una planta, con un jardín a su derecha con algunos árboles frutales. Eso le gustó. El disponer de fruta directamente cogida del árbol era muy grato, amén de sano. Nada de refrigerado ni de conservación artificial tan propio de las fruterías de la ciudad, que tienen que preservar lo no vendido para el día siguiente. El interior de la vivienda era sencillo. Una cocina, integrada en el salón con chimenea, un cuartillo de aseo, el dormitorio (que disponía de una bañera) y una pequeña habitación-estudio que reservaría para preparar sus clases y corregir las pruebas o examenes que les hiciera.
Pronto vio que los vecinos lo agasajaban con toda clase de alimentos. El carnicero le traía cada dos días buenas piezas de cerdo o de vaca; el frutero le suministraba la verdura fundamental para asegurarse una salud de hierro; el pescadero traía cada día un kilo de pescado variado; otros trajeron jabón, aceite, vinagre, sal... Los hijos de estos, sus alumnos, pretendían con ello un especial trato, pero al ser del pueblo no había posibilidad de discriminar favorablemente a ninguno. Todos debían ser aleccionados de la misma manera. Esto les enseñaría a comportarse de forma igualitaria en un futuro.
Y en las clases ocurría otro tanto. La algarabía del primer momento pasó a la historia y ahora todos mostraban interés en aprender lo que aquel hombre les iba enseñando, sorprendiéndose de los cambios que se daban en lo que les habían dicho antes y llegando, incluso, a plantear discrepancias que, Faustino, con su buen hacer, sabía encauzar de forma que dejaba sin argumentos. Empezaba a ser respetado, lo que nunca imaginó que pudiera llegar a ocurrir.
Pasaron los meses y Faustino conoció, más íntimamente, a una mujer que había enviudado hacía años. Sus relaciones, como no podía ser de otra forma, se llegaron a conocer por todo el pueblo, y estaban bien vistas, a salvo de algunas excepciones que podríamos achacar a la envidia o a la amargura de otros. Para su sorpresa, no como en su situación anterior, tal evento no fue tomado a broma por sus alumnos, quienes ya habían llegado al nivel de respeto que todo profesor desearía. Y Faustino se sentía pletórico, su vida de nuevo en una senda de felicidad.
Una mañana, las campanas de la iglesia tocaron a duelo. Alguien en el pueblo había muerto. Faustino revisó en su memoria quién podría haber sido el malogrado. Y salió a la calle. Todo el mundo lo miraba y bajaba la cabeza. No se atrevía a preguntar, pero finalmente, un lugareño se lo dijo. Su novia había muerto en extrañas circunstancias. La duda sobre una posible venganza, un maltrato descontrolado, se cernían sobre él. Tanto que, a falta de otras pruebas, fue hecho preso.
Nadie había visto nada y, a la espera de un juicio que se celebraría en la capital, Faustino pasaba días y días encerrado, sin poder seguir dando clases, sin poder volver a ver a su amada. Pero una de las pocas visitas que recibió, la de uno de sus alumnos, le dio la esperanza de poder salir indemne. El chico habia visto por uno de los caminos a su novia y como otro hombre, al que no conocía, la abordaba y se ponía junto a ella en su caminar. Decidió seguirlos. Bordearon el pueblo hasta llegar a la vivienda de su novia. El hombre se introdujo en ella. Había sido justo la noche antes. Faustino le preguntó al niño si sabría reconocer a ese hombre, si se fijó en algún detalle que pudiera incriminarlo. Lo tenía por buen dibujante y, ante su asombro, le hizo un retrato. Faustino llamó al carcelero. Le dijo que viese el dibujo que había hecho su alumno y que le contara la historia que, momentos antes, le narró a él. 
La investigación se puso en marcha y, fundada la historia de aquel alumno, se le permitió abandonar el presidio, aunque no salir del pueblo hasta el definitivo esclarecimiento de los hechos. Faustino ya no era el mismo. Su pérdida, el pasar tanto tiempo encerrado habían provocado en él una profunda depresión. Solo esperaba que pudieran capturar al asesino para que se hiciera justicia y él volviese a gozar del respeto de sus conciudadanos.
No tardarían en dar con él. En el pueblo más cercano, como era de esperar. Un antiguo novio que tuvo aquella desgraciada mujer fue capturado y enjuiciado, encontrándosele culpable y liberando de ese modo al desgraciado Faustino, que gracias a aquel chaval fue capaz de poder seguir adelante y al que le unió una amistad que se prolongaría el resto de su vida.

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