domingo, 14 de abril de 2019

Y vinieron los hijos

Puede ser que ya lo hayamos deseado, o aún que no lo tuviéramos previsto o anhelado. Puede ser que nuestra pareja haya sentido la necesidad de convertirse en madre y nosotros condescendemos por el amor que nos une. O también puede ser que el amor hacia la infancia nos induzca a hacernos cargo de algún niño o niña desamparado y falto de cariño paternal, entre otras razones. Sea como fuere, el hecho es que cuando nos encontramos con que ese acto de amor en sus múltiples variantes da su fruto y, al fin, somos padres, nos vemos sumidos, de repente, en la necesidad de soportar una carga de responsabilidad inherente de la que, en un primer momento, nos vemos incapaces de llegar a superarla algún día.
Pero esa carga se alivia, porque desde el primer minuto que nos acompaña esa nueva vida se nos está devolviendo aquel acto de amor, por entregas o capítulos. Y esto lo tendremos durante el resto de nuestra vida, con sus correspondientes altibajos, siempre. Así nos encontramos con una primera etapa, más o menos larga, de amor incondicional, por encima de todo; con una segunda, igualmente variable, de amor encubierto, con la sensación de que ya no se nos quiere como en la etapa anterior, sensación falsa, por descontado, y por último, una tercera en la que volvemos a tener la certeza de que ese amor no ha desaparecido del todo, ni lo ha hecho nunca, aunque ya no estén junto a nosotros por haber salido del hogar para formar una nueva familia o porque, por discrepancias, terminemos separándonos.
Porque nuestros hijos lo son siempre, aunque a veces tengamos que hacer de tripas corazón, aunque tengamos que renunciar a múltiples placeres por el hecho de darles a ellos uno tan solo, o aún cuando tengamos que sacrificar nuestra vida por ellos. Esa es la auténtica prueba a que nos somete nuestra naturaleza animal. Y no limito esto solo al ámbito del ser humano, también el resto de los animales tienen esa misma finalidad y no renuncian a abandonar a sus crías en ningún momento (el mundo vegetal es una excepción, limitándose únicamente a la ley de la supervivencia y a la pervivencia de la especie).
Los hijos vienen, nos hacen viejos, nos sobreviven (lo deseable, no puede haber mayor dolor que su pérdida) y nos hacen revivir con su descendencia al convertirnos en abuelos. Las entregas de amor no cesan nunca.

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