Si
pudiésemos cambiar el curso de los acontecimientos solo con
desearlo, nuestro poder sería inmenso. Pero, a no ser que nos
hallásemos en completa soledad, que fuésemos el último habitante
del planeta, sería un poder compartido que competiría en igualdad
de condiciones con el de nuestros semejantes. Entonces, el mundo
sería un mundo caótico, en el que esos cambios hechos realidad por
la simple voluntad de uno serían tan efímeros como el instante en
el que, por un deseo contrario, por fastidiar o por desagrado, los
cambios se deshicieran. Nada podría permanecer in aeternum...
Posiblemente
esta idea haya rondado en la mente de todos en alguna ocasión. Al
menos, en la de Armand sí lo hizo. Y pensaba que no tenía por qué
ser una facultad disponible por todos. Tan solo los iniciados, los
que realmente se dedicaran a ello en plenitud, podrían alcanzarla.
Fue así cuando comenzó a leer libros sobre el poder de la mente.
Libros que ejercitaban en una disciplina que requería mucha
concentración y, sobre todo, fe íntegra en lo que estaba haciendo.
Sabía que no era un don que pudiera alcanzar en poco tiempo, pero
esto era precisamente de lo que más disponía. Después de todo, lo
único que realmente nos pertenece es el tiempo.
Sin
embargo, los resultados no aparecían tras varios meses de intensa
actividad. Quiso ver el lado positivo del gasto de tiempo en una
mejora de sus capacidades nemotécnicas, en la mayor potencialidad
analítica que tenía claro haber desarrollado. Pero dudaba, al igual
que ya lo hiciera Descartes, que no fuera su subconsciente quien lo
estuviera engañando en tales logros y que, por tanto, no hubiera
logrado nada. Aún admitiendo tal posibilidad ello no le desanimó
porque, al igual que los grandes logros de la humanidad habían sido
conseguidos con perseverancia, este era un reto que él debía
superar. Un reto que merecía la pena conseguir porque lo haría un
superhombre. Entonces, lejos de perseguir el poder y la gloria, lo
emplearía en modificar todo aquello que veía injusto ser soportado
por un humano.
Durante
la noche de un día agotador, los sueños se sucedieron vertiginosos.
Sueños que, indefectiblemente, reflejaban sus inquietudes diurnas y
que, por tanto, lo sumían en un estado de embriaguez emocional que,
en más de una ocasión, llegó a despertarlo. En el último de los
sueños, lo recordaba bien, recibía la visita de un familiar. Reacio
a levantarse, aún era pronto, retozó un poco más en la cama hasta
que oyó llamar a su puerta. Molesto por la insistencia del visitante
se encaminó a abrirla. En el trayecto, por su mente circuló una
idea que desechó por macabra. “Fijo que se trata de algún
vendedor de seguros”, pensó, y miró a través de la mirilla. Su
sorpresa fue mayúscula cuando vio de quién se trataba. Ni más ni
menos que con quien había soñado. Simple casualidad, concluyó. Y
abrió.
- Perdona que te moleste a esta hora. Sé que no tienes obligaciones laborales y, que por ello, no tienes que levantarte, pero mi visita es obligada y, urgente... No quiero tenerte más en vilo. Ha fallecido tu tío Harold.
- ¡No puede ser!...
- Comprendo tu sorpresa... se encontraba perfectamente pero, solo hay que estar vivo para morir.
- En verdad que me ha sorprendido. Lo quería muchísimo porque cuidó de mí en los difíciles años de juventud, pero es que...- omitió la explicación que pretendía salir de su boca a toda velocidad y lo disimuló en un llanto suave.
- Lo siento mucho. Voy hacia el tanatorio. Nos vemos.
¿Casualidad?
Había pronosticado, en sueños, la visita de Leo y, ya despierto,
por su mente pasó la idea de la muerte de su tío. ¿Qué es lo que
había ocurrido de un día para otro? En realidad sus actividades
mentales estaban dirigidas al autocontrol, pero lo que estaba
viviendo era una capacidad para predecir el futuro más inmediato. Un
futuro que, en el caso de su tío, se trataba de un pasado reciente,
aunque para él la sensación de que, en breve, se le iba a comunicar
tal óbito sí era un acontecimiento por venir. Inquieto, asustado
quizá, y llegado a este punto, Armand no tuvo otra que acudir a sus
consabidas sesiones, dejar su mente en blanco y ver (si realmente
había adquirido tal poder) qué hechos o circunstancias se le
presentarían en los siguientes minutos. Desconectó el teléfono y
se retiró a la habitación acondicionada con doble acristalamiento
acústico, deseando que nadie más llamase a la puerta porque
alteraría su estado de concentración.
Pasó
en ella largo tiempo. Ni siquiera se preocupó de concretarlo, y en
ese periodo determinó que un cuadro del salón se descolgaría.
Concretamente, una reproducción de “La persistencia de la
memoria”, de Dalí. Salió de la habitación y miró hacia él
esperando el momento, colocando sus manos por debajo para evitar su
deterioro, y ocurrió. El cuadro fue rescatado de la caída. Armand
lo colocó en el sofá a la espera de momento más adecuado para
retornarlo a su posición en la pared.
Con un
sentimiento de júbilo interior, confirmando que, definitivamente,
había adquirido esa aptitud, que no podía tratarse de otra
casualidad más, se retiró hacia el cuarto de baño para asearse,
vestirse y acudir al tanatorio donde le esperaba el cuerpo sin vida
de su amado tío. No obstante, mientras se daba una ducha tuvo otra
visión. Más espeluznante, aún. ¡Sería atropellado por un
vehículo! Y ocurriría, según le estaba constando, de forma
inequívoca. El dilema ahora era si tal evento sería a corto plazo o
podía prolongarse algo más en el tiempo.
Armand
no salió. Se quedó en casa todo el día. Y al día siguiente, y al
otro. En todo ese tiempo nadie acudió a su domicilio. Pensó que,
posiblemente, sus familiares concluirían que no acudió a las honras
fúnebres por no poder soportarlo. No tuvo más premoniciones en todo
ese tiempo. Aquello era preocupante porque, ¿debía ocurrir lo
previsto para poder seguir percibiendo? ¿Perdió la facultad? ¿El
atropello sería mortal o tan solo grave para seguir con vida? No
quería comprobarlo, pero debía salir. Tenía que comprar productos
frescos, carne y pescado, leche, huevos... Tal vez si solo fuera por
una acera, sin cruzar la calle, no tenía por qué pasar nada. Pero,
en ese caso, si el acontecimiento no ocurría, su recién adquirida
facultad se iba al traste.
Se
arregló y salió a la calle, mirando incesantemente hacia el tráfico
para poder ver a tiempo al fatídico coche que debía atropellarlo.
Le sorprendió su fortaleza de espíritu para enfrentarse, si no
lograba ver el vehículo, con la muerte en aquel mismo día. Entró
en una carnicería y compró. A continuación se dirigió, hacia la
pescadería, y después, a la recova. Cruzó alguna calle, pero de
tan poco tráfico que tuvo suerte. De hecho, empezó a dudar si tal
acontecimiento llegaría a producirse porque ya estaba cerca de la
puerta de su casa. Entonces, un conductor erró los pedales y, dando
un brusco volantazo, fue directo a la posición de Armand. Este no
llegó a traspasar la puerta. El vehículo lo aplastó contra ella.
Armand
despertó con dificultad y la luz le cegó, volviendo a cerrar los
ojos. Temiendo lo peor, quiso quedarse en ese estado algunos minutos,
intentando recordar. Las imágenes más recientes fluyeron a su mente
sin ninguna dificultad. Y, colándose entre ellas, como una necesidad
imperiosa de mostrarse, quienes estarían visitándolo poco después
en el hospital. Entonces, si su facultad seguía intacta, él no
había muerto aún.
Había
llegado el momento de abrir nuevamente sus ojos y comprobar la
realidad. Poco a poco, a medida que lo hacía, fue identificando la
habitación como la de un hospital. Cerca, una enfermera tomaba notas
en un portafolios. En ese momento lo miró.
- Celebro que haya despertado. Tendrá que guardar reposo unos días. Por fortuna, el atropello no fue tan grave... ¿Se encuentra usted bien?
Armand
asintió. Ahora solo quedaba esperar las visitas.