A
la luz mortecina del candelabro Muamar descubre el contenido de la
bolsa, sus preciadas monedas de oro y plata, y las cuenta como si una
mano negra hubiera podido ir mermando discretamente su contenido.
Aunque está convencido de que nadie puede llegar a descubrir su
escondite, por lo que el recuento de ellas es un mero placer a sus
ojos. Inmediatamente vuelve a colocar la bolsa en su lugar y mira en
derredor por si alguien ha podido verlo. Aguza su oído y tampoco
percibe ningún sonido delator de un posible ladrón agazapado entre
los fardos y alfombras que se apilan al fondo.
Sopla la llama y sale de la estancia a oscuras, conociendo cada palmo
que recorre y salvando con precisión los obstáculos que hay en su
camino hasta la puerta. Al abrirla un fogonazo de luz lo obliga a
llevarse la mano, en forma de visera, a la frente. Escudriña el
paisaje. Algo más allá está Rashid, esperando.
¡Que
Alá sea contigo, hermano!
Y
contigo— responde Rashid.
¿Cuándo
partiremos?
Si
todo va bien, dentro de una luna. ¿Tienes todo preparado, Muamar?
En
el tiempo que queda reuniré lo prometido.
Procura
que así sea. En caso contrario me veré obligado a prescindir de tu
grata compañía.
No
me gustaría privarte de ella. Sabes que necesito partir. Tomemos
algo.
Los
dos hombres se ponen en camino. Recorren varias calles hasta llegar
al lugar elegido y toman asiento en el alfombrado suelo bajo la carpa
exterior. En el breve tiempo transcurrido espesas nubes cubren el
cielo pronosticando tormenta, a la par que un intenso viento se deja
sentir en sus cuarteados rostros. Tal vez no tarde mucho en empezar a
llover. Pero ellos no tienen prisa. El viaje programado es mucho más
importante que una leve lluvia que caiga sobre sus cabezas. Ya
soportaron muchas.
Rashid
le expone hasta los más nimios detalles, le cuenta quiénes les
acompañarán, sus procedencias... Muamar presta atención. No quiere
perder detalle y conocer, como si de su propia familia se tratara, a
todos con los que compartirá comida, bebida, sol, luna y estrellas,
porque el viaje será largo y los peligros muchos. Piensa en el
dinero, que deberá custodiarlo tanto como a su propia vida, y que
será entregado en su destino sin faltar una sola moneda. Cómo pueda
vivir allí, el gran Alá proveerá.
Al
cabo de poco comienzan a caer las primeras gotas, que no dan tiempo a
que la gente reaccione descargando a continuación una lluvia
torrencial. Los mercaderes en la calle se apresuran a recoger sus
mercancías, poner a recaudo del chaparrón las más preciadas, las
que son susceptibles de estropearse o de echarse a perder del todo,
mientras la gente corre por entre los puestos a sus casas para
protegerse sin importarle con lo que tropiecen, lo que vuelquen o
rompan en su apresurada huida. Rashid y Muamar se levantan tranquilos
y se despiden. Tendrán más ocasiones para seguir hablando hasta que
llegue el día de la partida. Rashid se dirigirá a casa de sus
hermanos. Ellos también deben conocer lo hablado con Muamar.
La
tormenta amaina dejando todo anegado. Si hoy fuera el día de la
salida, piensa Muamar, se verían en serias dificultades para
abandonar el poblado en dirección a las montañas del Este. El
lodazal circundante haría que los carromatos se hundiesen en ellos y
que las bestias de tiro se vieran incapaces de hacerlos salir, por
más que los arrieros, látigos en mano, azotasen a los inocentes
animales. Eso retrasaría la partida y no podían perder ningún
tiempo.
Muamar
llega a su casa totalmente empapado. Se desnuda y se acerca al hogar
para calentar sus ateridos huesos. Su esposa recoge la ropa tirada
con despreocupación al suelo, con su cabeza gacha, sin atreverse a
lanzar la más mínima protesta. Sus tres hijos miran a su padre
esperando que hable. Es norma. Él decide que hoy ha llegado el
momento de enseñarles la diferencia entre el valor del uso de una
cosa frente a su valor monetario. Y siempre que aquel supere a éste,
es oportuna la compra. Ambos, comprador y vendedor, saldrán
beneficiados, porque los dos recibirán esa compensación que supone
la diferencia de valor para cada uno.
Esa
enseñanza la recibió de su padre y éste, a su vez, de su padre, y
así sucesivamente en un número indeterminado de generaciones, las
que Muamar supone que seguirán recibiendo de todas las enseñanzas
de las que aún guarda recuerdo. Una lección por día que no deberá
olvidarse. Si alguno de ellos lo hiciera recibiría una monumental
paliza. Eso haría que no lo olvidara jamás.
No
se habla nada más. Ni siquiera comenta con su esposa los
preparativos de la marcha. Ella no tiene por qué conocer esos
asuntos que deben gestionar los hombres. Alá, en su inmensa
sabiduría, ha elegido al hombre para que organice este tipo de
actividades, entre otras. A su mujer ni siquiera se le pasará por la
cabeza preguntar por ello. El día antes de la partida, Muamar
comentará que se marchan y ella deberá prepararlo todo.
Sarathafar
es una población pequeña, ubicada en unos terrenos muy codiciados
por su fertilidad. La mayoría de sus habitantes se dedican a labores
agrícolas y un pequeño porcentaje a labores artesanales y trabajo
de los metales. Ha sufrido varios asedios a lo largo de su historia
y, en la actualidad, un gobernante dirige sus designios rodeado de
gran boato. Muchos han sido los que han ocupado esa posición y la
estabilidad en el puesto, por tanto, es efímera. Sin embargo, es
deseable y necesario que se desbanque al vigente por su actitud
tiránica. Muamar, al igual que Rashid y el resto, no están
dispuestos a esperar tiempos mejores, aunque ello supone una huida,
ya que el gobernante prohíbe la marcha definitiva de la ciudad. Tan
solo viajes comerciales cortos en el tiempo. Si muchos de los
habitantes se van, ello supondrá pérdida de la mano de obra que
trabaja los campos, pérdida de cosechas y pérdidas en los impuestos
que, en este último caso, deberá aumentar para corregir el desfase.
Este aumento no podrá sostenerlo durante mucho tiempo porque ello
induciría a la huida del resto de los habitantes.
Sin
embargo, Rashid, afamado comerciante, esta vez sí tiene planeado
salir con su comitiva, definitivamente, aunque al gobernante se le
haya prometido que, en el plazo de tres lunas, regresarían a
Sarathafar cargados de grandes riquezas por el producto de sus
ventas. Gozan, por tanto, del permiso de la autoridad y nada impedirá
que marchen tranquilamente el día señalado.
Abdalá
ben Azhir estaba de buen humor. Su último encuentro con el
gobernante de la cercana Ranadamar fue mejor de lo que esperaba. Si
todo iba bien podría hacerse con la ciudad antes que éste se diera
cuenta. Hacía meses que dispuso lo necesario para ello, y algunos de
sus hombres ya se encontraban allí, conviviendo con sus familias
como unos simples viajeros que se habían asentado de forma
definitiva. Tal vez con la conquista de la ciudad ese asentamiento,
que ahora lo era provisional, llegara a convertirse en permanente,
pensaban con casi total seguridad cualquiera de ellos.
La
información suministrada cada cierto tiempo proporcionaba a Abdalá
el control real desde la distancia. Conocía, de esta forma, los
mejores puntos y momentos para realizar el ataque, el monto del
ejército, los puntos débiles de la fortificación que ocupaba...
Ben Azhir sonrió mientras bebía su copa del mejor vino y veía
bailar a su alrededor a una decena de mujeres, rodeando al pasar
junto a él sus finos velos, rozando levemente con sus caderas los
hombros del gobernante. Un consejero se le acercó y le susurró algo
al oído. Abdalá dio unas palmadas y las chicas se retiraron en fila
india a sus aposentos. La música cesó y uno de los hombres de su
guardia se personó ante él.
Habla—
inquirió con urgencia.
Señor,
tenemos serias sospechas de un abandono masivo de vuestra gran y
leal ciudad, traidores a vuestra magnanimidad, que deben ser
castigados para ejemplo del resto.
Abdalá
golpeó con su puño derecho el brazo del sillón y, a continuación,
se levantó y caminó unos pasos a derecha e izquierda.
¿Estáis
totalmente seguros de lo que decís?
Señor,
llevamos varias semanas observando reuniones con el viajante Rashid.
¿Qué otro sentido podría tener que el entrar a formar parte de la
siguiente comitiva de sus asiduos viajes?
Puedes
tener razón. Te conozco hace años y sé de tu eficacia como
observador. Nunca me has fallado. Y es verdad que autoricé su
próximo viaje con una compañía de cuarenta hombres y mujeres...
Tendré que desautorizarlo con alguna excusa perentoria.
Si
me permite un consejo, señor...
Cuenta.
Señor,
podríamos argumentar que un posible ataque de Ranadamar
desaconsejaría la salida de hombres con los que poder contar para
repeler el ataque. Creo que no escapará a nadie que disponemos de
informadores allá.
Si,
es una opción. Déjame pensarlo.
Abdalá
sabía que no disponía de mucho tiempo. Podía aplicar la
recomendación que acababa de recibir, pero eso suponía aceptar su
propia incapacidad para tomar una decisión importante así como dar
poder a quien no disponía de él, mucho menos en la medida de su
grandeza. Decidió que no iba a consentirlo. Bajó la escalinata y
observó atentamente a su interlocutor, mientras lo rodeaba. Éste
permaneció impasible. Justo cuando se colocó tras él deslizó su
mano derecha en el interior del jubón y extrajo con rapidez su daga.
Con la misma celeridad agarró al guardián con su brazo derecho
mientras el izquierdo procedía a sesgar el cuello del hombre que ya
no gozaba de su confianza. El cuerpo sin vida se desplomó
pesadamente sobre el marmóreo suelo. Acto seguido avisó a otros
miembros de su guardia y ordenó la retirada del cadáver de aquel
traidor que había osado intentar arrebatarle su puesto.
Al
día siguiente convocó a su presencia al afamado Rashid.
Te
he mandado llamar porque he sido informado de un asunto grave. Un
asunto que afecta a nuestras vidas, a nuestra seguridad... y que me
obliga a deshacer un acuerdo previo.
Señor,
¿debo entender que no podremos salir de la ciudad? ¿que me veré
privado de mis negocios en el exterior que usted tan bien conoce por
lo favorables que resultan para todos?
Así
es, Rashid. Ayer mismo se me comunicó que se está planeando un
ataque definitivo. Si no podemos repelerlo con todos nuestros medios
pasaríamos a depender de los designios del más malvado de los
gobernantes que nunca hayamos conocido. Nuestra ciudad sería
destruida y perderíamos todos nuestros preciados territorios y
bienes. Comprenderás por ello que no puedo autorizar tu próxima
marcha hasta un momento más propicio. Necesito a todos los hombres.
Este
viaje era muy importante para mí, pero también es verdad que lo
que más debe importarnos son la defensa de nuestras propias vidas y
de la ciudad que nos ha visto nacer. Puede contar con mi apoyo,
señor.
No
esperaba menos, Rashid. La reunión ha concluido. Puedes marchar.
Que Alá te acompañe.
Rashid
no estaba dispuesto a cumplir con lo que había prometido ante el
sultán. Si era verdad, cosa que dudaba, lo que escuchó de sus
labios tampoco era menos cierto que salieran con vida del hipotético
conflicto. Así pues, qué más daba si moría al ser perseguido por
su guardia. Al otro lado de las montañas les esperaba la libertad,
la vida nómada, recorrer mundo... y esa era su mayor ambición.
Nadie debía conocer sus verdaderas intenciones pero también tenía
que hacer ver, a los ojos de ben Azhir, que el viaje quedaba
temporalmente interrumpido. Así pues, tenía un amplio reto por
delante: cómo poder salir de allí sin ser descubiertos hasta
ponerse a buen recaudo en las montañas del Este, las que conocía
casi desde que era un niño. Las que recorrió cien veces más en
cada uno de sus viajes y que le proporcionaban la ventaja adicional
de poder refugiarse en ellas para salvar sus vidas.