Entro en el edificio cargado con bolsas de compra. El ascensor está
averiado, reza un papel pegado con cinta adhesiva. Un fastidio, porque
tengo que subir las escaleras hasta la sexta planta donde recientemente
me he mudado.
En la primera planta la conversacion de dos vecinas
se detiene al verme. Las dos me miran suspicaces, aunque ya estoy
acostumbrándome a esos desaires y no le presto atención. Sigo subiendo
el otro tramo de escalera y al llegar arriba me paro unos segundos a
descansar. Suelto las bolsas en el suelo y una de ellas se tuerce por el
peso de uno de los botes, derramando parte de su contenido. Por suerte
no se ha roto nada. Un vecino, alertado por el ruido, se asoma en bata.
Buenos días, me dice y cierra la puerta. Recojo lo vertido y reemprendo
la subida.
En la tercera planta me sorprenden los ladridos de un
perro que está siendo sacado a hacer sus necesidades. Una disculpa por
la actitud del animal es lo único que sale de boca del dueño. Le
respondo que no es nada, aunque me he llevado un susto de muerte,
mientras pienso 'espero que recoja los excrementos'. No sé si será el de
él, u otro, el que tiene por costumbre dejar la puerta de la calle
plagada de los molestos montículos que, a punto he estado de pisarlos al
llegar.
Cuarta planta. Bueno, ya solo quedan dos. Las puertas
están cerradas, pero justo cuando voy a empezar a subir una de ellas se
entreabre, curiosa. Miro hacia ella y, como si de un resorte se tratase,
se cierra de forma súbita. Espero unos segundos en los que, de seguro,
se me estará observando a través de la mirilla. Observo la ranura de luz
que se filtra bajo esa puerta y, efectivamente, se ven dos inequívocas
sombras de los pies. Hago un gesto de negación y sigo mi camino.
En
la quinta planta todo el mundo está fuera, como alarmado. Ya había
escuchado el murmullo casi desde abajo. Pero nadie dice nada. Todos
callan. Este misterio hacia mi persona me está empezando a agobiar,
aunque no quiero indisponerme con ningún vecino ni que sea tachado de
indiscreción, así que continuo mi ascenso.
Al fin, sexta planta.
Un par de policías esperan fuera, en el rellano. Al lado de mi piso la
puerta está abierta, con una cinta amarilla cruzando de lado a lado.
Llego a atisbar en su interior a la científica tomando fotos y muestras
de huellas. Un policía de paisano, posiblemente detective, sale y me
pregunta si soy el inquilino del piso adyacente. Le respondo que sí, que
vengo de comprar como se puede ver.
─Lo siento señor, pero tenemos que hacerle algunas preguntas. La joven que vivía aquí ha sido asesinada.
Entonces,
velozmente, circulan por mi cabeza los recientes intercambios de
fluidos corporales con la joven y guapa vecina, el compartir su cama, el
beber vino de sus copas, tocar sus discos y un largo etcétera que me
ponen, sin haber hecho nada, en muy graves apuros. Ahora puedo entender
todo lo acontecido en mi subida y estoy seguro de que nadie moverá un
dedo por ayudarme.
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