miércoles, 29 de agosto de 2018

Al fin estamos solos

(Relato de diciembre del 15)

Por más que me esfuerzo hay algo me impide recordar de dónde vengo omitiendo, claro está, mi procedencia desde la odiosa fábrica y el detalle de quien ha hecho posible que ahora me encuentre en esta casa. Precisamente él. El director de la fábrica que he soportado durante tanto tiempo, al igual que sus operarios, las sirenas de comienzo y final de la jornada de trabajo, la oscuridad y el frío de la nave en la que fui abandonado. La verdad es que tampoco puedo dedicar mucho tiempo a estas reflexiones, porque mi nueva compañera me absorbe, me maneja a su antojo, me lleva aquí y allá, me mantiene ocupado todo el día, todos los días. Estoy cansado ya, y tengo un trabajo por hacer que, esperando el momento adecuado, no puedo demorar más.
Hoy hemos estado en el campo, con su familia. Mi comida me la ha apartado ella, bajo la atenta mirada de sus padres esgrimiendo sonrisas cómplices. Hemos disfrutado de un espléndido día primaveral y ella me ha abrazado, como siempre lo hace. Después, en el viaje de regreso, mientras yo miraba embelesado el paisaje sin que pareciera a ella importarle, no ha parado de hablarme, de hacer proyectos de futuro para los dos. Su padre parece haber olvidado quien soy. Para mí no es un grato recuerdo su supervisión de la cadena de producción, sus constantes gritos hacia los trabajadores que dejaban su vida allí, sus repudios hacia mis compañeros... Juré vengarme por ellos. Pero ya llegó mi momento. Hoy será el día y empezaré por ella, aunque debo esperar a que su madre se retire. Tengo que tener paciencia porque el fin se encuentra cerca.
Tras terminar su madre de leer el cuento, ella apostilló
  • Se ha dormido- después de mirarme, y la madre dejó escapar una risa leve. Pero yo no estaba dormido, solo lo parecía.
  • Ahora te toca a ti- le contestó, y la dejó a solas, apagando la luz a continuación.
La débil luz de las farolas de la calle penetraba a través de la tenue cortina, pero aún así ella accionó la pequeña linterna que guardaba bajo las sábanas. No se dio cuenta que el enfoque desde abajo apuntando a mi rostro proporcionaba una imagen distorsionada, tétrica. Abrí los ojos al máximo mientras hacía una mueca grotesca. Ella quiso gritar, pero fue incapaz de hacerlo. Jamás volvió a hablar.

Traslado forzoso

(Micro de junio del 15)

Salió, sigilosa, a estirar las piernas. Estar tanto tiempo en cuclillas se las había adormilado, con ese cosquilleo tan desagradable que se siente mientras dura. El niño, al fin, cayó rendido y parecía estar soñando algo divertido, a tenor de la sonrisa en su cara. Que descansara, porque mañana les esperaba un largo día de viaje. Aquella tarde anunciaron por la megafonía del campo que todas las mujeres y niños serían trasladados a Mauthausen.

A la tercera señal

(Relato de octubre del 14)

A la tercera señal de llamada, ella descolgó el teléfono y escuchó al otro lado la voz varonil que esperaba. Su boca de labios carnosos se estiró horizontalmente en su rostro, mostrando tímidamente sus blancos dientes. Sin embargo, la conversación con su interlocutor fue muy breve porque en unos minutos se verían y no convenía perder tiempo. Colgó y se dirigió a su cuarto, extrayendo primeramente un maletín de debajo de la cama. Lo colocó encima de ésta y lo abrió. Contempló durante unos segundos su contenido mientras pensaba en el gran trabajo que le costó conseguirlo, pero no le suponía ningún dolor desprenderse de él.
Cerró el maletín de golpe y sacó de su armario un vestido y un par de zapatos elegidos previamente para la ocasión. No tardaría en vestirse; su hombre la esperaba. Se pintó los labios y se atusó su rizada melena. A continuación cogió el maletín y abandonó el piso en dirección al sótano, donde en su plaza tenía aparcado el vehículo que la llevaría al encuentro con aquel hombre. Encendió las luces de la planta y miró atentamente a su alrededor. No quería que nadie le viese salir portando aquel maletín. Tenía noticias de que, últimamente, se habían producido algunos robos amparados en la oscuridad del recinto, y sus sentidos permanecieron alerta a cualquier movimiento en las sombras.
Se introdujo rápidamente en su vehículo y cerró todas las puertas de golpe con un simple pulsar el interruptor de bloqueo. Entonces vio a un hombre acercarse y el corazón le dio un vuelco. El coche no arrancaba y el tipo se acercaba cada vez más. Su corazón le latía a más de cien. No lo conocía de nada, lo cual no era extraño, porque prácticamente lo era nadie en su bloque pero, finalmente, él se introdujo en un vehículo próximo y fue entonces cuando el suyo arrancó. Salió despacio, sin dejar de mirar por el retrovisor las intenciones del otro, y asomó a la calle, incorporándose a la circulación. Vio que el otro vehículo salía y se dirigía en la misma dirección ¿La estaría siguiendo? Rápidamente lo comprobaría, aunque esto le llevase a perder algo de tiempo en acudir a su cita.
En la siguiente bifurcación, ella giró a la izquierda y redujo la marcha sin dejar de mirar la entrada de la calle para ver lo que el otro hacía. Aparentemente el tipo siguió por la principal, y ella continuó su marcha más tranquila. No se había fijado en el modelo, color o matrícula del coche, por lo que dudaba si terminaría por alcanzarla dando un rodeo por otras calles. No obstante, procuró tomar direcciones que dificultaran su encuentro. Después aceleró para llegar cuanto antes al punto de encuentro.
Era en la zona portuaria. A esa hora todavía las enormes grúas trabajaban portando los contenedores en los amarrados buques. Sin embargo, se veía a muy pocos operarios en los muelles. La tarde caía, pero la visibilidad aún era buena. Él la esperaba junto a una de las vacías naves, en su lateral, oculto a la vista aunque apeado del coche, con las piernas cruzadas, las manos en los bolsillos y un pitillo entre sus labios. Ella aparcó su coche justo detrás, paró el motor y bajó. La vio acercarse y sonrió. Ella devolvió la sonrisa, adelantando levemente el brazo en el que portaba el maletín. Depositó éste en el capó y lo entreabrió, dejando ver los ordenados fajos de billetes que contenía. Él lo cerró con una señal de aprobación y lo introdujo en el maletero de su coche.
─Ha sido un placer hacer negocios con usted, señora.
─Usted no me conoce de nada y, por supuesto, tampoco conocía al tipo que ha matado, mi marido. Esto compra su silencio. Adiós.
 Los coches siguieron direcciones opuestas, mientras el cielo se pintaba de tonos rojizos con el sol poniéndose en el horizonte.

Absorbente lluvia

(Relato de agosto del 14)

Llueve de nuevo, como casi todas las tardes lo hace en esta estación del año y en este lugar escondido entre las montañas. Aunque, ¡sea bienvenida!. Las gotas de agua descienden en hilillos por los cristales de la ventana impidiendo ver con claridad el paisaje, deformándolo, creando visiones dalinianas... Desde la cálida habitación no importa lo que ocurra fuera, caiga agua a mares o granice.
A él le gusta la lluvia, especialmente si la presencia, como ahora, sin sufrir las incomodidades de empaparse hasta los huesos, de mojarse los pies cuyo calzado levemente le protege, o de tener que soportar las humedades que absorben desquiciadamente los bajos de los pantalones. Verla le invita a recordar su pasado. Como si el hecho de llover trajera, al igual que de nuevo el agua a la tierra, las vivencias pretéritas al presente. Quizá, propiciado por el suave murmullo del abundante goteo, quizá por la obligada reclusión a que someten las inclemencias del tiempo... Sea como fuere, inevitablemente por su mente circulan recuerdos, algunos agradables, otros tristes. Hay quien dice que la lluvia es momento para la tristeza, para lo sombrío... Tal vez la ausencia del sol brillando tenga algo que ver. Pero, como acertadamente suele decirse, nunca llueve a gusto de todos. El agua que cae del cielo limpia, purifica, levanta aromas que permanecían adheridos al suelo, ocultos a las pituitarias, y empapa la tierra sembrada para darnos sus frutos.
Volvamos a esos recuerdos. No necesariamente están relacionados con la lluvia, aunque puede ser que estén propiciados por ella. Las esencias odoríficas en cierta manera provocan esa vuelta al pasado. Le vienen a su mente imágenes tempranas. En el colegio, en el comedor almorzando con su compañero, el camino de vuelta atravesando pastos, los rebaños de ovejas... o las frecuentes salidas al campo para ver atravesarlo los fantásticos trenes silbando un lúgubre pitido; y una lagartija que se cuela por la pernera del pantalón... ese olor a comida tan bueno de la cocina de su madre... esos primeros escarceos con las amigas, que olían increíblemente bien... ese olor a bebé de su hermano pequeño, a la colonia que le ponía su madre...
Ha perdido demasiado tiempo. Mañana tiene un importante examen y le parece no saber absolutamente nada. Recopila las hojas sueltas. Están desordenadas. Si al menos hubiera tenido la precaución de numerarlas... Decide bajar a coger un vaso de agua pero no se toma la molestia de encender la luz de la escalera, y la débil luminosidad de la calle difícilmente llega hasta ella. El agua de lluvia se ha filtrado por una pequeña grieta en el techo y forma un minúsculo charco en uno de los peldaños. Justo donde él pisará y resbalará, rodando escalera abajo. Varias contusiones de diversa consideración y un severo golpe en la cabeza que le hace perder la consciencia.
Cuando despierta se ve cayendo al vacío. No tiene donde asirse. Se va a estrellar contra el suelo que ve acercarse a una endemoniada velocidad. Choca con él y solo nota como su cuerpo se estira, deslizándose a continuación por el húmedo pavimento. Hay algo invisible que tira de él. Algo con una portentosa fuerza que se ve incapaz de contrarrestar. Se deja llevar. Parece que lo acerca a un riachuelo. No puede evitar introducirse en él. La corriente lo arrastra a través de un gran surco y termina por introducirse en una alcantarilla. Cae, ingresando en un cauce mayor que lo sigue transportando a alguna parte. Sin fuerzas para sujetarse a nada, vencido, se abandona. La corriente desemboca en el río. Él ha desaparecido entre millones de gotas de agua circundantes.

Confidencias satánicas

(Relato hecho en agosto del 14)

Cuando encontré, entre los papeles del difunto señor Woodstone, aquel sobre sin abrir, dada mi condición de albacea no me quedó más remedio que proceder a su apertura, extraer su contenido y leer aquel enigmático documento. Una carta oculta bajo la advertencia de la siguiente leyenda escrita en el frontal de su envoltorio: “Supera el reto. Evita satisfacer tu curiosidad”. Esa provocación no produjo en mí el efecto que, evidentemente, produjo en Woodstone, quien sí superó el reto. Mi obligación era ver qué era lo que allí se manifestaba, de quién provenía, si no fuera el propio Woodstone quien lo hubiera hecho y, lo que es más importante en ese caso, qué efectos podía tener sobre el patrimonio del finado.
Nadie me habló de ese sobre, posiblemente porque no supieran de su existencia, lo cual no era de extrañar dado el carácter reservado del malogrado y su potestad de preservar todos los documentos, debidamente ordenados por él mismo, una vez revisados. La tranquilidad con la que contaba, al habérseme reservado la plena disponibilidad de su amplio despacho para realizar las actuaciones pertinentes, me proporcionaba la necesaria concentración para comenzar en aquel mismo momento a leer la carta. Sin embargo, nada más desplegarla y observar la escritura a mano, con una perfecta caligrafía, algo en mi interior me decía que lo que iba a leer no pasaría inadvertido, ni podría olvidarlo, durante el resto de mi vida. Debía leerla, por las razones apuntadas, aunque después me arrepintiera de haberlo hecho por su contenido, por quien era su autor y por las consecuencias que implicaba.
No es mi deseo mantener más tiempo en vilo a los lectores de este, mi informe, por lo que procedo sin más demora a transcribirla.
Seguramente pensará que me extralimito al invadir la esfera de su bendita ignorancia por pretender informarle debidamente de lo que ustedes han dado en llamar submundo, inframundo, infierno, tinieblas o, averno, entre otros vocablos usados por el común de los mortales, pero creo que es mi deber hacerlo. Perdóneme por ello, o quizá más bien, agradézcamelo.
Olvide, para empezar, las leyendas que han circulado a través de los siglos. No crea en el ancestral mito de su acceso en barca por la laguna Estigia. No crea en el famoso cancerbero de tres cabezas que, por toda la eternidad, custodia su puerta. Cada cual podrá permanecer allí, o salir definitivamente, a su voluntad. Ahora bien, una vez que salga debo advertirle que se encontrará en tierra de nadie; para los restos. Entonces conocerá el verdadero infierno que es no saber donde se halla, ni adonde ir.
No crea tampoco en el sofocante calor reinante, ni en el intenso olor a azufre que se predican por doquier... Mi reino es un lugar agradable donde poder estar toda la eternidad. Lo que desee será suyo de inmediato. Solo tiene que desearlo y disfrutará hasta la saciedad de su posesión. No se le exigirá contraprestación alguna por su uso. Pero convendrá conmigo en que el disfrute de bienes terrenales resulta desagradablemente insulso si se pueden saborear otras facultades insospechadas adquiridas en el nuevo estado que acaba de asumir. Esto lo comprobará por si mismo llegado el momento, no puedo avanzarle nada más.
Desmontemos aún otro mito. Sus almas no serán torturadas hasta el fin de los tiempos; no arderán eternamente, como se les ha hecho ver desde tiempos remotos por aquellos interesados en que sigan sus pasos. Mi reino es otro más, quizá con alguna peculiaridad distintiva, pero ¿cuál no la tiene?... Naturalmente, un reino se construye bajo la dirección de alguien, y ese alguien soy yo, al que, ocioso es decir, deberá sumisión y respeto. No obstante, le garantizo que todo el que vive en mi reino es feliz. Nada debe temer, por tanto.
Bien. Ha leído esta carta y, por tanto, no ha superado el reto. Ese fue el trato. Ahora toca cumplir mi voluntad. Atentamente,
Lucifer
Doblé apresuradamente aquel diabólico escrito e imaginé cuál sería el trato. Posiblemente, mediada la visita que le hiciera en vida, el desdichado hubiera vendido su alma al mismísimo diablo bajo la promesa de no abrir el sobre y seguir sin conocer el que intuía podría ser su inexorable destino. Sin embargo, él no llegó a abrirlo y había sido yo el que lo había hecho. Esto me produjo un gran desasosiego, porque la suplantación de personalidad me colocaba en su lugar, y por tanto ahora estaba en deuda, una deuda que quizá no tardase en reclamarme por haber leído la carta. Inútil resultaba intentar convencerme de lo contrario. Pero ruego a Dios que esto sea el final y con ello el trato se cierre definitivamente. Estaba cumpliendo con una obligación que él debe entender; nadie más tiene que pagar por ello.