Cada
día al despertar me invade una profunda desazón, porque será otro
día como el de ayer, como el de antes de ayer, como tantos otros
pasados o aún venideros, que no va a cambiar nada, que se mantendrá
indefinidamente, aún sabiendo que esto no es del todo cierto, que
las cosas mutan, nada es permanente por mucho que nos empeñemos en
que así sea, y que, tarde más bien que temprano, algún día con
toda seguridad me encontraré en otra situación más halagüeña que
la presente. Pero la incertidumbre de la llegada final de ese momento
es, precisamente, la razón de la apatía, la savia que alimenta el
brote y lo hace crecer, hacerse cada vez más fuerte y resistente a
cualquier intento vano de cercenamiento, o como la persistencia de
las dunas en el desierto, que no dejan ver más que repeticiones de
ellas mismas y no su fin, exponiéndose impertérritas a ese sol
implacable que hace que quienes lo atraviesen pierdan la noción de
realidad presentándose ante sus ojos la falacia de hermosos oasis.
Despierto
sí, pero me niego a levantarme, a asumir una realidad insoslayable,
intentando ocultarme bajo las sábanas que no me van a librar, por su
levedad, de tener que afrontar el nuevo día con la perspectiva de
llevarlo con optimismo o, alternativamente, con resignación. Asimilo
que esta es una vida dura, que conlleva algunos momentos de
felicidad, los menos, y mucho de sacrificio, de dolor. Ya tuve
oportunidad de comprobarlo en aquellos tempranos años. La ausencia
de padre quizá fuera una de las mayores lacras que tuve que
soportar. Una impostada figura paterna no lo supliría. No. Todo niño
necesita al hombre y a la mujer que les dieron la vida, los que se
preocuparán realmente de él, por encima de sus necesidades, incluso
de sus vidas. El artificio de colocar a alguien en su lugar vuelve a
ser otra trampa, un intento vano de recuperar lo irrecuperable.
Salgo
a la calle y me dirijo, como siempre, a la parada de autobús. He
tenido suerte porque al poco aparece uno. Subo y valido el viaje con
mi tarjeta de estudiante. El autobús va abarrotado, por lo que opto
por permanecer de pie junto a uno de los ventanales. La música que
escucho por mis auriculares me impide oír cualquier banal
conversación que se mantenga a mi alrededor en el trayecto hasta el
instituto, que es breve. Tan solo unos minutos de esparcimiento, un
espacio muy corto de tiempo en el que poder disfrutar de la libertad
de estar fuera del aula, de los agobios de estar continuamente
vigilado por los profesores. Hace un día espléndido, aunque por
encima de los edificios comienzan a aparecer nubarrones que
presagiaban que no tardará mucho en llover. Tres paradas más y la
siguiente será la mía. El fin del momento placentero se acerca.
Las
puertas se abren. Me apeo y miro mi reloj. ¡Faltan solo cinco
minutos para que cierren las puertas del instituto! El tiempo está
muy justo, por lo que desisto de atarme los desabrochados cordones y
acelero mi paso con tan mala suerte que, al cruzar la calle, me
atropellan. El desvanecimiento me hizo soñar. Un sueño que me hacía
volver al momento en que salía de casa.
Me
dirigí a la parada de autobús. Tuve suerte porque al poco apareció
uno. Subí y validé el viaje con mi tarjeta. El autobús iba
abarrotado, por lo que opté por permanecer de pie junto a uno de los
ventanales. La música que escuchaba por mis auriculares me impedía
oír cualquier banal conversación que se mantuviera a mi alrededor.
Hacía un día espléndido, aunque por encima de los edificios
comenzaban a aparecer nubarrones que presagiaban que no tardaría
mucho en llover. Tres paradas más y la siguiente sería la mía. El
fin del momento placentero se acercaba.
Las
puertas se abrieron. Me apeé y miré mi reloj. ¡Faltaban solo cinco
minutos para que cerrasen las puertas del instituto! El tiempo era
justo, pero tenía los cordones desabrochados. Mi madre me había
enseñado que no podía llevarlos de esa forma, que era peligroso por
el riesgo de tropezar con ellos, por lo que decidí perder unos
segundos en atarme los cordones. Oí un frenazo en la cercana
avenida. Un coche había atropellado a un señor que bajó del
autobús tras de mí.