Empezaba
a sospechar que tal vez no fuera casual el habérselo regalado.
Ella
siempre supo mantenerse al margen de sus negocios, y si quiso hacerla
partícipe desde aquel momento fue porque tenía plena confianza,
porque sabía que no le fallaría y, sobre todo, porque sería un
elemento indispensable en su ejecución. Cuando se lo planteó se
mostró dispuesta a colaborar, y la idea de formar unos Bonnie &
Clyde modernos le pareció tener un atrayente e ineludible efecto. Al
día siguiente, cuando se presentó en casa con el regalo, envuelto
con gran delicadeza, ella pensó que se trataba de algún
complemento, joya o adorno personal. Sin embargo, a él quizá le
satisfizo en mayor medida la visión del objeto en cuestión, aunque
ella lo agradeciera con un abrazo y un largo beso como hacía tiempo
que no lo obsequiaba.
Los
días siguientes fueron algo tensos, quizá motivado por el nuevo
trabajo, que requería mucha sangre fría, determinación y
concentración. Tuvieron alguna que otra discusión que él zanjó
sin posibilidad de réplica. No consentía, como en tantos otros
aspectos de su vida, que ella dirigiera sus designios. El jefe era
él, solo él. Ella debía limitarse a obedecer, sin plantear
posibles alternativas o mejores soluciones. Los planes eran trazados
de forma minuciosa por una mente prodigiosa como la que demostró ser
y, por tanto, cualquier objeción tenía que ser desechada por fútil.
Más aún si aquella pretendía imponerse. Sus manos sabían como
hacerla cambiar de opinión.
El
día de la operación llegó. Ella maquilló el ya leve moratón de
su ojo sin hablar una sola palabra. Montaron en el Toyota Subaru y se
dirigieron tranquilamente al destino. No convenían las prisas y que
tuvieran, por su causa, algún encuentro fortuito con la policía.
Aparcaron algo retirados. Debían entrar a un recinto protegido con
vigilancia privada y nadie debía conocer la existencia del Subaru.
Anduvieron durante unos cinco minutos hasta llegar a la entrada. El
vigilante de la garita, una vez tomó nota de los falsos documentos
identificadores que le presentaron, los dejó pasar con una amplia
sonrisa.
Acceder
a la vivienda no fue difícil, dado que él era persona conocida. Una
vez dentro comprobaron que el matrimonio se hallaba solo, la cena
estaba preparada y la asistenta personal se había marchado.
Perfecto. Esperaban tener una agradable velada con alguna compañía
que quizá no tardase en llegar, por lo que tenían poco tiempo. No
sabían lo que les esperaba. Los dos debían morir y su mujer
presenciaría su trabajo por primera vez.
Tras
unas palabras con las que pretendió ponerlos en antecedentes,
hacerle saber sus intenciones, extrajo su arma y les apuntó. Ella
comenzó a gemir mientras él imploraba que no los matasen, que
tendrían todo el dinero que les pidiera. No lo necesitaba. Matarlos
era mucho más importante, especialmente de cara a cumplir la misión
encomendada. Es de suponer que el ofrecimiento de sus riquezas era un
último y desesperado intento por librarse de una muerte segura.
Quiso hacerlo del modo menos cruel posible y disparó primero a él y
a continuación a la esposa, repitiendo la acción en un par de
ocasiones más y un último tiro para él. El arma estaba provista de
silenciador, por lo que los disparos quizá no fueran oídos en las
casas colindantes. Los cuerpos quedaron próximos, tendidos en el
suelo, rodeados de sendos charcos de sangre que comenzaban a unirse.
Entonces volvió la vista hacia su mujer y fue cuando advirtió que
sus manos empuñaban la Smithsonian que le regaló, apuntando directo
a su persona.
Sospechaba
que las continuas palizas propinadas algún día tendrían su
venganza, aunque no viniendo de ella, sino acaso de un matón
contratado para realizar el asesinato. Había vaciado el cargador en
la pareja y ahora se encontraba a su merced.
- No serás capaz de hacerlo— dijo, intentando ganar tiempo. Ella no respondió. Siguió apuntando como si no quisiera errar el tiro — sabes que si lo haces no habrá lugar en la Tierra donde puedas esconderte.
Concentrada,
muda, supo que sí sería capaz. Que quizá todo hubiera sido tramado
por ella desde el principio, y que ese era su fin.
En
la casa vecina oyeron varios disparos y no dudaron en avisar a la
Policía. Ella sabía que esto podía ocurrir. Disponía de escasos
minutos para abandonar la escena del múltiple crimen. Sacó de su
bolso la peluca tomada para la ocasión, se la colocó y salió
rápida al exterior. Ahora era una mujer pelirroja pero antes de
llegar a la garita de entrada se la quitó para volver a ser la
morena de siempre, la que el vigilante recordara haber dejado pasar
cuando la policía lo interrogara más tarde. La pelirroja que,
hipotéticamente, hubiera sido vista abandonar la casa, ya no
existía.
Su
paso calmado dirigiéndose hacia el Subaru no se alteró al cruzarse
con varios coches con las sirenas y luces azules activadas. Todo
estaba preparado. El vuelo hacia Sudamérica salía en un par de
horas. El tiempo justo para llegar al aeropuerto y embarcar hacia su
liberación.