martes, 3 de noviembre de 2015

No cuentes que regresaron

Se oye un bufido y, poco después, un gato asoma tras unos cubos de basura. Sin dejar de mirar lo que se aproxima, andando de puntillas ora de lado ora hacia atrás, con su cuerpo arqueado y erizado el pelo, termina por refugiarse en un rincón desde el que poder atacar llegado el caso. No se siente amenazado porque no se trata de un perro que comience, en breve, a ladrarle y, poco después, a correr como poseso tras él hasta que el gato logre despistarlo, como siempre ocurre. Esta vez la escena es muy distinta, inusual.

La familia al completo, los padres y sus dos hijos, regresaba al pueblo. A una hora un tanto inadecuada, de noche y sin un alma por la calle. Menos aún con el intenso frío reinante, pero eso a ellos no les importa a pesar de la escasa y raída ropa que portan. El padre lleva en una de sus manos, por todo ajuar familiar, una desvencijada maleta. De su otra mano sujeta a uno de sus hijos, el mayor. El otro, junto a la madre, camina pesadamente, deseando llegar a algún sitio en el que poder descansar. El pueblo había cambiado poco, como pudieron observar mirando a su paso las conocidas casas, el parque, la plaza... Bien es cierto que no transcurrieron muchos años desde su partida. Una marcha dolorosa. Todo el mundo se despidió de ellos con lágrimas en los ojos y, posiblemente, aún nadie se ha olvidado de ellos. Pero ahora no hay quien los reciba, quien asome a un balcón y los vea regresar. Todo está en silencio y ellos siguen andando; no quieren molestar. Los hijos siguiendo el paso de los padres, que parecen saber muy bien donde dirigirse, sin protestar ni preguntar. Tan solo, de vez en cuando, los miran, implorando el fin de esa larga caminata. Cuando se haga de día todo será distinto, parecen decirles sus progenitores con una sonrisa.

La casa en la que vivían está abandonada y su puerta abierta. Al parecer nadie se ha ocupado de ella y todo está tal cual lo dejaron. Los muebles en el mismo sitio, las habitaciones intactas. Los niños corren a sus respectivas camas y se dejan caer sin considerar el polvo y suciedad que acumulan las sábanas, ni los insectos que huyen despavoridos ante la abrupta ocupación de su espacio. Que se cuiden de volver a aparecer. Los padres se dirigen a la cocina y se sientan a la mesa, mirándose el uno al otro, sin hablar, porque con sus miradas todo está dicho. Solo hay que esperar que amanezca. Entonces saldrán a la calle y todo será alegría por su vuelta. Solo tienen que esperar unas horas... unas horas.

La débil luz del día ilumina sus pálidas caras echadas en la mesa. Se han quedado dormidos, pero la tibieza del sol adorando sus rostros los hace despertar. La madre se levanta y va hacia la habitación. Los niños aún duermen y prefiere no despertarlos. La jornada anterior fue agotadora y necesitan descanso. Vuelve a la cocina y con un gesto de aprobación indica al padre que los críos están plácidamente dormidos. Es pronto, parece responderle. Tampoco es necesario hacerse ver a tan temprana hora. Pero lo que sí desean, con todas sus fuerzas, es volver a ser aceptados. De donde vienen no ocurrió así, pero este es su pueblo, su hogar.

Pasado algún tiempo, en la calle ya se nota el ir y venir de sus gentes, conversaciones cerca de la puerta, el paso de un rebaño de ovejas y el perro ovejero que se queda frente a la casa, ladrando de forma insistente. También se oye al pastor hacer desistir al can de sus inútiles ladridos; allí no vive nadie. Sin embargo, él conoce bien a sus animales y sabe que algo debe ocurrir en su interior cuando el perro insiste de esa forma. Decide asomarse. No se oye nada. Se adentra un poco más y llega hasta la cocina.

El encuentro es paralizador. Ellos se levantan de sus asientos y lo miran perplejos por su reacción. Él no puede articular palabra. Tan solo levanta su bastón y se lanza con un forzado grito hacia la pareja de cadáveres vivientes en un desesperado intento por librarse de tan macabra visión. El perro ha seguido a su amo y ladra amenazador, pero no se atreve a atacar. Se gira cuando los niños, alertados por el grito y los golpes, aparecen a su vez. El pastor golpea a uno y otro progenitores sin éxito. Ellos no pueden entender por qué se comporta así con sus vecinos y terminan por clavar sus manos en el frágil cuerpo que, sin vida, choca brutalmente contra el suelo. Los niños han presenciado la escena sin inmutarse, ya es harto conocida. El perro sigue ladrando y a ellos acuden otros vecinos. ¿Quién ha osado entrar en la casa de los Martínez?, es la pregunta que todo el mundo se hace y, para expulsar a los intrusos, se arman igualmente con todo lo que cae en sus manos y se lanzan al interior con la férrea determinación de hacerlos salir. Fuera espera el resto para terminar de apalearlos hasta que, a cuatro patas, abandonen el pueblo para no regresar jamás.

Los gritos dentro son espantosos, pero nadie da el paso. Prefieren esperar, amparados en el grupo. Finalmente, aparece en el vano de la puerta un Martínez imposible de reconocer, portando en sus brazos a un vecino muerto que deja caer ante la atónita mirada de todos. La mujer, con sus ojos bailando en las cuencas y luciendo una endiablada sonrisa, sale con otros dos muertos a los que arrastra tirando de sus pelos, e igualmente los niños han liquidado, extrayendo el corazón, a sendos residentes que han dejado de serlo.

El resto huye despavorido ante aquellos rostros que parecen decirles “no contéis que regresamos”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario