Debería
haber más chicas, pensaba Eduardo en otra más de sus
incondicionales visitas al lupanar de toda la vida. Le tenía cariño.
Lo llevó por primera vez su padre hacía ya tantos años... Desde
entonces conoció a muchas, algunas que aún seguían por su merecida
labor y sapiencia, más todas aquellas que lo abandonaron para
dedicarse a otra vida o, tal vez, por recurrir a nuevas casas de
lenocinio donde fueran mejor retribuidas, como así creían que
sucedería, y que jamás volvió a ver porque renunciaba ir a otras.
Ahora las que quedaban allí ya no le producían, aparte del
inherente placer de follar, ninguna satisfacción. Se había cansado
de ellas pero seguía visitando el lugar, esperando encontrar, cada
día, a las nuevas ignotas.
Entró
en una de las diez ya frecuentadas habitaciones y pidió a su
ocupante que encendiera la luz. Le gustaba verlas en toda su desnudez
a pesar de ser sobradamente conocidas y, sin embargo, era la primera
vez que le ocurría. Una negativa rotunda y escueta, a la que
encontró cierta diversión, le hizo cuestionarse con quién iba a
compartir su cuerpo. 'Tú no eres Luisa' dijo con voz trémula. Ella
no respondió. '¿Y no quieres que encienda la luz?... ¿Seguro que
no quieres verla antes de sentirla dentro?... Bueno, quizá sea mejor
así. Podría asustarte', recitaba mientras se desnudaba apresurado.
No
obtuvo respuesta aunque no le importaba que la nueva, por fuerza
tenía que serlo, fuera algo tímida. Es más, le producía un placer
adicional. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudo acertar a
ver una silueta recostada en la cama. Se acostó junto a ella rozando
con el enhiesto miembro sus frías nalgas. Desde luego no podía
reconocer a ninguna otra de las chicas en aquel nuevo intenso perfume
y, por su imaginación, comenzó a vivir con fruición la tan ansiada
espera. Menuda sorpresa. ¿Por qué no se lo habrían dicho?
No
esperó a que hablara. Él dirigió su boca a la deseada vulva y
comenzó a lamerla. No tardaría mucho en gemir y Eduardo insistió
en la protuberancia, paseando su lengua alrededor de ella, ora hacia
la derecha, ora hacia la izquierda. Desde luego advirtió, a pesar de
la oscuridad, que se hallaba ante un ejemplar magnífico ¡y además
sin pelos!
Lo
notó. A ella le había venido un primer orgasmo. Las palpitaciones
duraron, al menos, treinta segundos. Llegó el momento. Se dio la
vuelta para que ella comenzara a trabajar su órgano. Aún a oscuras
él siguió lamiendo sus labios vaginales mientras ella succionaba
ardientemente el gran miembro. Desde luego sabía como hacerlo, no
tenía nada que reprocharle. ¡Vaya con la nueva!
Eduardo
iba a correrse, pero no quiso retirarse. Y sin preguntar siquiera
vació el contenido en la boca de la chica, que no protestó, lo cual
le agradó sobremanera. La acción continuó. Él comenzó a tocar su
estriado orificio anal con su lengua y más tarde introduciendo uno
de sus dedos. Ella se dejó hacer. Siguió gimiendo a la vez que
masajeaba el órgano, ya sin demasiado interés. De pronto notó que
Eduardo desistía de la postura, posiblemente para pasar a
introducirla. Así fue. Ella lanzó un pequeño grito por el tamaño
del miembro que comenzaba a profundizar en su interior.
Estaba
disfrutando como nunca ¡y sin conocerla!, lo cual no le importaba en
absoluto. Se concentró en sus movimientos mientras ella arqueaba su
cuerpo demostrándole con ello que el disfrute era común. Leyó, en
alguna ocasión, que en la culminación del acto no solo influían
factores exógenos, tales como el impacto visual que pudiera tener de
la otra persona, sino también otros de tipo endógeno, como pudiera
ser la predisposición a realizar el acto, el hecho de sentirse
enamorado de ella o, la interiorización de las sensaciones que
pudiera experimentar la pareja plasmada en determinadas
manifestaciones externas.
Y,
efectivamente, los gemidos de placer provocaron que Eduardo, que
normalmente demoraba su terminación, acabase antes. Se retiró de
encima y se echó al lado, exhausto. Ella continuó acariciándole el
miembro que iba reduciendo su tamaño. Después, finalmente, encendió
la luz.
La
cara de sorpresa de Eduardo la asombró. No se la esperaba de su
marido.
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