martes, 29 de septiembre de 2015

Una mano de pintura

Irene no era capaz de discernir el por qué esa mañana se encontraba tan pletórica. Su trabajo no le resultó atractivo en su momento, pero de aquello hacía varios años y ahora realmente se encontraba a gusto en él. Precisamente, por ese optimismo en el trabajo realizado a su primera cliente, consiguió un maquillaje de película. Eso pensaba ella, a tenor de la cara de satisfacción que mostraba. Con eso le bastaba. Un aliciente necesario para continuar, que siempre es bueno que se lo hagan saber a una. Ya podía decírselo su jefe, ya. No importa. Algún día terminaría reconociéndolo.


No había empleado más allá de unos 45 minutos, aunque si uno se fijaba bien el trabajo resultaba bastante laborioso y especializado. Conseguir, con ese maquillaje ligeramente rosado en torno a los ojos, disimular esas incómodas bolsas, o lograr ese acabado perfecto en la pintura de los labios, entre otros, solo podía ser realizado por una profesional como ella. Porque así se consideraba, y si no que alguien le explicara cómo pudo mantenerse en esa profesión durante tantos años.


Pasó al otro cuarto. Allí le esperaba otra cliente; hoy parece que todo eran mujeres. Se puso manos a la obra. Ella conocía muy bien su oficio. No era necesario que nadie le explicara lo que debía hacer o como tenía que hacerlo. Por algo casi siempre era ella la elegida para hacer los trabajos. Pero ahora allí se encontraba su jefe que, por alguna extraña razón que no se atrevería a preguntar, quería supervisar su labor. Lo primero que se le pasó por la imaginación fue que, tal vez, hubiese cometido algún error que solo él pudo percibir y no quiso decírselo antes.


Un escueto y educado saludo se cruzaron. Siempre fue así, y a Irene esto la molestaba. Alguna vez podría preguntarle algo, por ejemplo, sobre su vida privada, y no porque ella pensara, ingenuamente, que mostrase algún interés por su persona. Sencillamente porque fuera un poco más humano, solo por el ambiente en que tenían que pasar tantas horas.


Irene preparó todo lo necesario con la debida agilidad y eficiencia, sin importarle lo más mínimo que su jefe la mirara, que visara hasta el más mínimo detalle, porque estaba muy segura de sí misma. Realizó su labor sin ninguna observación o reparo, lo cual la tranquilizó. Entonces ¿a qué venía ese repentino interés? ¿acaso dudaba que fuera ella quien realizaba esos trabajos, que quizá le ayudara algún otro miembro de la organización y ella se llevara los laureles? Pues ya vio que no. Que todo, absolutamente todo, era obra suya.


Entonces Irene no pudo resistir lanzar la osada pregunta. Después de tanto tiempo ¿por qué hoy y ahora? La respuesta era previsible aunque no por ello fácil de adivinar. Aquella a quien maquillaba era un familiar directo y no quiso perder un ápice del proceso, que para eso era el propietario de la funeraria. Realmente había quedado como si estuviese viva. Lo dejó a solas para no incomodar y pasó a otra habitación.


Ahora tocaba, y esto sí que era superior a ella, maquillar a un niño.

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