martes, 3 de noviembre de 2015

El oro de Francia (III)

Despertó sobresaltado y bañado en un sudor frío. No era la primera vez que le ocurría, pero sus pesadillas no estaban relacionadas con su actividad delictiva porque, en ese caso, ya haría tiempo que hubiera dejado de hacerlo. Más bien tenían que ver con su otro yo. Atrapado por la población inca de las montañas, el hacendado era sometido a un juicio sumarísimo, donde lo único que contaba era su despiadada apropiación del oro que había sustraído de sus ancestros y, en consecuencia, era condenado a morir. Quizá fuera menos doloroso que le clavaran un cuchillo en su corazón y acabaran rápido con su vida, pero no. El ritual consistía en trocearlo y dar a comer los pedazos al pueblo. Por esa razón él veía como le quitaban los brazos y piernas, y de su cuerpo manaba la sangre como si de un manantial se tratase. Después, aún con vida y presenciando el horrendo espectáculo con un sufrimiento indescriptible, ahora sí, le clavaban esa gran daga en su cuello y tiraban hacia su estómago. Ahí perdía la conciencia.
Por fortuna, se hallaba dentro de aquella segura celda y no estaba condenado a morir. Tan solo debía cumplir un periodo de unos meses. Pero Luis no estaba dispuesto a perder el tiempo de esa manera. Mientras lo apresaban pudo decirle a María Bonita que contactara con Salustiano, el masón de la Logia Libertad, sin que los escopeteros acertaran a descifrar el mensaje. Para ello usó una de sus citas, extraída de los libros, que le servían como clave. Por tanto, María debía ya haber trasladado su mensaje a Salustiano y éste se habría puesto manos a la obra. Ninguno de sus hombres fue encerrado por falta de pruebas concluyentes, por lo que la labor de salvamento se centraría tan solo en él y sería rápida. Solo era cuestión de esperar. Mientras tanto, a volver a hacer amigos allí dentro y, por supuesto, leer todo lo que pudiera.
  • ¿Luis? He oído que volviste. Hace tiempo que no se te veía. ¿Es que no te acuerdas de los amigos?
  • ¿Juan Mérida? La puta ¿aún sigues aquí?
  • Sí, amigo. Pero no puedo verte. ¿En qué celda te han metido?
  • Estoy frente a la puerta, la primera celda. ¿Por qué no te he visto aún?... Ya. Estás castigado.
  • Así es. Alguien quiso tocar los cojones al que te habla y sabes muy bien que no lo consiento.
  • ¿Hasta cuándo?
  • Solo me quedan dos días.
  • Espero que pueda volver a verte. Sabes que no me gustan mucho estas habitaciones.
  • ¡Qué cabrón! A mí tampoco. ¿A ver si me invitas a tu casa?
  • Cuenta con ello.
No estaba entre sus planes ser acompañado por nadie. La liberación estaba contemplada solo para él pero, por otra parte, Juan Mérida era un tipo que no merecía estar allí. Haría lo posible para que ambos salieran en el mismo intento y, quien sabe, quizá pudiera incorporarlo a la banda. Le hacían falta hombres como él. Cogió el libro que tenía sobre la cama y leyó hasta que le trajeron su almuerzo.

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