La noche ha caído y el frío se agudiza, pero no le importa, sigue
caminando, con cuidado de no tropezar por el escabroso terreno que
necesariamente ha de atravesar. La débil luz que arroja la linterna
que porta en su mano derecha poco ayuda. Nadie le acompaña y los
pensamientos se apoderan de su mente, le distraen de su percepción
de la realidad que le rodea. Recuerdos que se entremezclan, tristes,
agradables, humorísticos, le evaden de esa angustiosa empresa y le
transportan, casi sin darse cuenta, a la entrada del pueblo.
Poco después llegará a una plaza donde, en su centro, una fuente
con sus chorros de agua coloreada iluminan las casas circundantes,
ahora de azul, más tarde de rojo, después verde y amarillo, hasta
llegar al violeta que acaba el ciclo, y vuelta a empezar. Tampoco se
ve un alma allí. Sabe que la casa se encuentra a la derecha, muy
cerca de la plaza que acaba de abandonar, y sabe también su número,
el 7. Ha pasado el 1, el 3 y el 5. Es la próxima. Los nervios hacen
su aparición. Su cuerpo comienza ahora a percibir el frío reinante
y se autoabraza para poder calentarse, frotándose con sus manos los
ateridos brazos.
El portalón estaba abierto, eso no es nada anormal en estos sitios,
los robos brillan por su ausencia. Un pequeño patio, repleto de
macetas de geranios y claveles, da paso a un lúgubre y estrecho
pasillo que invita a abandonar la vivienda cuanto antes, pero su
obligación es entrar, y avanza con paso dubitativo. Un gato negro
hace ver sus dominios bufando estremecedoramente. Por fortuna, el
pasillo oscuro llega a su fin y un nuevo patio más amplio le ofrece
dos puertas a la vista. Se dirige hacia la frontal, la que
lógicamente debe ser el acceso a la vivienda y, decidido, llama a su
puerta. No se oye nada al otro lado. Entonces, sin preguntar por el
intempestivo visitante ya que todo el mundo se conoce, la puerta
comienza a abrirse con un espeluznante chirriar, y un hombre de
mediana estatura se deja ver a la amarillenta luz de un farolillo
colocado en una de las paredes.
El aspecto del hombre le hace retroceder ligeramente. Su boca,
semiabierta por la sonrisa, está algo desplazada de su habitual
posición, y sus dientes aparecen con una tonalidad rojiza,
consecuencia, cree, de una gingivitis aguda que ha debilitado hasta
el extremo sus encías. Pero es que, además, esos dientes son
desproporcionados y escasos, encajados aleatoriamente en una boca de
labios resecos, cuarteados. El conjunto se completa con una nariz
deformada por el acné, unos grandes ojos saltones y el pelo escaso y
largo, cayéndole sobre la frente. Su mano derecha, perceptible
porque se la ha extendido en señal de saludo, es una mano gruesa,
con dedos enormes cual chorizos, y uñas descuidadas, grandes y
oscuras. Venciendo la repugnancia que le produce, accede finalmente a
estrecharla. Aprovechando ese contacto, tira de él para que entre en
la vivienda, a la vez que se presenta, confirmando de ese modo que se
trata de la persona que debía visitar.
A continuación aparece la que debe ser su esposa, la cual se le
antoja una bruja a la que únicamente le fata la escoba para montar
en ella y salir volando. No es necesario describirla, que cada cual
busque en su imaginación el aspecto que las caracteriza y,
seguramente, no distará mucho de la realidad que ante él se
muestra. Para colmo, un gran caldero hirviente bulle en una chimenea
pero, ilusiones aparte, no está destinado a ningún conjuro. Más
bien es la comida que se prepara, quizá, para el día siguiente, a
juzgar por el buen olor que desprende. Ella comienza a charlar
animadamente, como si lo conociera de toda la vida, mientras se
dirige hacia la cocina y vuelve de nuevo al caldero, con un gran
cucharón en sus manos para remover el guiso. La hospitalidad hace su
aparición con una invitación a acompañarlos para la cena.
Mientras, el marido, tras haber ofrecido asiento al visitante, se ha
instalado cómodamente en un butacón y se mantiene en un inquietante
silencio, sin dejar de observarlo, aprobando lo que su mujer hace o
dice. De pronto se levanta y se dirige a la cocina para volver con un
gran cuchillo. Minutos más tarde, limpia cuidadosamente el
instrumento porque el cuerpo del visitante ya está perfectamente
troceado, listo para añadir al caldero que esperaba impaciente la
necesaria carne.
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