viernes, 5 de septiembre de 2014

31 de octubre, víspera de Todos los Santos, festividad de Halloween

La noche ha caído y el frío se agudiza, pero no le importa, sigue caminando, con cuidado de no tropezar por el escabroso terreno que necesariamente ha de atravesar. La débil luz que arroja la linterna que porta en su mano derecha poco ayuda. Nadie le acompaña y los pensamientos se apoderan de su mente, le distraen de su percepción de la realidad que le rodea. Recuerdos que se entremezclan, tristes, agradables, humorísticos, le evaden de esa angustiosa empresa y le transportan, casi sin darse cuenta, a la entrada del pueblo.


Poco después llegará a una plaza donde, en su centro, una fuente con sus chorros de agua coloreada iluminan las casas circundantes, ahora de azul, más tarde de rojo, después verde y amarillo, hasta llegar al violeta que acaba el ciclo, y vuelta a empezar. Tampoco se ve un alma allí. Sabe que la casa se encuentra a la derecha, muy cerca de la plaza que acaba de abandonar, y sabe también su número, el 7. Ha pasado el 1, el 3 y el 5. Es la próxima. Los nervios hacen su aparición. Su cuerpo comienza ahora a percibir el frío reinante y se autoabraza para poder calentarse, frotándose con sus manos los ateridos brazos.


El portalón estaba abierto, eso no es nada anormal en estos sitios, los robos brillan por su ausencia. Un pequeño patio, repleto de macetas de geranios y claveles, da paso a un lúgubre y estrecho pasillo que invita a abandonar la vivienda cuanto antes, pero su obligación es entrar, y avanza con paso dubitativo. Un gato negro hace ver sus dominios bufando estremecedoramente. Por fortuna, el pasillo oscuro llega a su fin y un nuevo patio más amplio le ofrece dos puertas a la vista. Se dirige hacia la frontal, la que lógicamente debe ser el acceso a la vivienda y, decidido, llama a su puerta. No se oye nada al otro lado. Entonces, sin preguntar por el intempestivo visitante ya que todo el mundo se conoce, la puerta comienza a abrirse con un espeluznante chirriar, y un hombre de mediana estatura se deja ver a la amarillenta luz de un farolillo colocado en una de las paredes.


El aspecto del hombre le hace retroceder ligeramente. Su boca, semiabierta por la sonrisa, está algo desplazada de su habitual posición, y sus dientes aparecen con una tonalidad rojiza, consecuencia, cree, de una gingivitis aguda que ha debilitado hasta el extremo sus encías. Pero es que, además, esos dientes son desproporcionados y escasos, encajados aleatoriamente en una boca de labios resecos, cuarteados. El conjunto se completa con una nariz deformada por el acné, unos grandes ojos saltones y el pelo escaso y largo, cayéndole sobre la frente. Su mano derecha, perceptible porque se la ha extendido en señal de saludo, es una mano gruesa, con dedos enormes cual chorizos, y uñas descuidadas, grandes y oscuras. Venciendo la repugnancia que le produce, accede finalmente a estrecharla. Aprovechando ese contacto, tira de él para que entre en la vivienda, a la vez que se presenta, confirmando de ese modo que se trata de la persona que debía visitar.


A continuación aparece la que debe ser su esposa, la cual se le antoja una bruja a la que únicamente le fata la escoba para montar en ella y salir volando. No es necesario describirla, que cada cual busque en su imaginación el aspecto que las caracteriza y, seguramente, no distará mucho de la realidad que ante él se muestra. Para colmo, un gran caldero hirviente bulle en una chimenea pero, ilusiones aparte, no está destinado a ningún conjuro. Más bien es la comida que se prepara, quizá, para el día siguiente, a juzgar por el buen olor que desprende. Ella comienza a charlar animadamente, como si lo conociera de toda la vida, mientras se dirige hacia la cocina y vuelve de nuevo al caldero, con un gran cucharón en sus manos para remover el guiso. La hospitalidad hace su aparición con una invitación a acompañarlos para la cena.



Mientras, el marido, tras haber ofrecido asiento al visitante, se ha instalado cómodamente en un butacón y se mantiene en un inquietante silencio, sin dejar de observarlo, aprobando lo que su mujer hace o dice. De pronto se levanta y se dirige a la cocina para volver con un gran cuchillo. Minutos más tarde, limpia cuidadosamente el instrumento porque el cuerpo del visitante ya está perfectamente troceado, listo para añadir al caldero que esperaba impaciente la necesaria carne.

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