Ese
día, Eusebio no estuvo muy alegre, y eso que la noche anterior la
había pasado de lujo con Tomasa. La siguiente sería con otra mujer,
esas eran las reglas del juego. Después de tres noches había que
retornar al hogar, con la propia. Ni que decirse tiene que no contó
nada a Jacinto. Las noches que allí se disfrutaban quedaban en el
anonimato, otra de las reglas. Así evitaban cualquier posible roce
que pudiera producirse en los comentarios que se cruzasen. El lema
del prostíbulo, que rezaba en un cartel a la entrada, era una ligera
desviación de la famosa frase de Dumas en su obra Los tres
mosqueteros: “Todas para uno, una para todos”.
Y
al fin llegó la noche. Eusebio estaba impaciente por ver quien sería
la que le tocase en suerte. El sorteo se hacía por insaculación en
dos tandas de tres días. En una de ellas, cada hombre, a la entrada,
sacaba el papelito con el nombre de la mujer a poseer. En la segunda,
era a la inversa, mientras los hombres esperaban en un amplio salón
fumando y bebiendo. No cabían trampas porque si alguien reclamaba a
uno u otra que no correspondiese, el afectado/a podría rebatirlo con
el papel en su poder.
En
esa ocasión el turno fue para Julia. Era, aparentemente, una mujer
corriente, pero también disponía de unas curvas asombrosas muy bien
escondidas tras los amplios vestidos de que gustaba usar. Y también
algo tímida, de ahí la vestimenta. Eusebio quiso iniciar el
acercamiento para evitarle a la mujer el trance y, sorpresa, bajo el
amplio vestido no había absolutamente nada más de ropa. Unos pechos
proporcionados, unas caderas anchas y un pubis bien marcado por un
vello negro abundante. Allí mismo, Eusebio se dejó caer de
rodillas. Julia entreabrió un poco las piernas para que el hombre
pudiera lamerle su tesoro. Al poco tuvo que detenerlo porque le
estaba llegando y quería disfrutarlo dentro de ella. Se tumbó en la
cama de lado, cogió su gran miembro y le hizo lo conveniente.
Después ella misma se lo introdujo en su cueva mientras Eusebio,
boca arriba, se dejaba hacer.
¡Cómo
cabalgó! Y eso que no tenían caballos.
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