viernes, 5 de septiembre de 2014

La noche siguiente

Ese día, Eusebio no estuvo muy alegre, y eso que la noche anterior la había pasado de lujo con Tomasa. La siguiente sería con otra mujer, esas eran las reglas del juego. Después de tres noches había que retornar al hogar, con la propia. Ni que decirse tiene que no contó nada a Jacinto. Las noches que allí se disfrutaban quedaban en el anonimato, otra de las reglas. Así evitaban cualquier posible roce que pudiera producirse en los comentarios que se cruzasen. El lema del prostíbulo, que rezaba en un cartel a la entrada, era una ligera desviación de la famosa frase de Dumas en su obra Los tres mosqueteros: “Todas para uno, una para todos”.


Y al fin llegó la noche. Eusebio estaba impaciente por ver quien sería la que le tocase en suerte. El sorteo se hacía por insaculación en dos tandas de tres días. En una de ellas, cada hombre, a la entrada, sacaba el papelito con el nombre de la mujer a poseer. En la segunda, era a la inversa, mientras los hombres esperaban en un amplio salón fumando y bebiendo. No cabían trampas porque si alguien reclamaba a uno u otra que no correspondiese, el afectado/a podría rebatirlo con el papel en su poder.


En esa ocasión el turno fue para Julia. Era, aparentemente, una mujer corriente, pero también disponía de unas curvas asombrosas muy bien escondidas tras los amplios vestidos de que gustaba usar. Y también algo tímida, de ahí la vestimenta. Eusebio quiso iniciar el acercamiento para evitarle a la mujer el trance y, sorpresa, bajo el amplio vestido no había absolutamente nada más de ropa. Unos pechos proporcionados, unas caderas anchas y un pubis bien marcado por un vello negro abundante. Allí mismo, Eusebio se dejó caer de rodillas. Julia entreabrió un poco las piernas para que el hombre pudiera lamerle su tesoro. Al poco tuvo que detenerlo porque le estaba llegando y quería disfrutarlo dentro de ella. Se tumbó en la cama de lado, cogió su gran miembro y le hizo lo conveniente. Después ella misma se lo introdujo en su cueva mientras Eusebio, boca arriba, se dejaba hacer.



¡Cómo cabalgó! Y eso que no tenían caballos.

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