Me
despierto por el sonido de alarma del enojoso artilugio. Miro en él
las iniciales del nuevo día y la hora, y compruebo que es otro día
más de la semana, y no necesariamente de su fin, que sería la
alegría de otros muchos, aunque para mí, en este, las vivencias
sean prácticamente las mismas que las de cualquiera otro. La
sensación que tengo, antes de levantarme, es de intranquilidad,
previa incluso al análisis de lo que esté por llegar. Hay que dejar
de una vez el cómodo, aunque viejo, colchón, y el tacto de la piel
con las sábanas, con la acogedora almohada, con ese pijama raído,
descolorido por los lavados, y enfrentarse con valentía al líquido
elemento. Recibir millones de gotas de agua para eliminar los
efluvios corporales producidos a lo largo de toda la noche, usar esa
pastilla de jabón, a la vieja usanza, ya que no hay dinero para
comprar geles de baño o, incluso, champús. Y después, embutirse en
prendas sintéticas y pasadas de moda, calzarse fastidiosos zapatos
con suelas rotas que filtran el agua de los charcos, y salir a la
calle, haga frío o un calor asfixiante, llueva o nieve, en busca de
un trabajo, cualquiera. Ya no soy selectivo como antaño.
Acudo
a la oficina de empleo. Tras muchos años de trabajo, te das cuenta
de que, ahora que no se tiene, has desperdiciado tu vida. Ahora
malvivo. Tiene gracia. Cuando tienes trabajo no vives porque te falta
tiempo y cuando no trabajas y tienes todo el del mundo tampoco puedes
vivir. Miro a mi alrededor. Es mi consuelo. Hay muchos otros como yo
que nos arreglamos al máximo cuando ni siquiera vamos a una
entrevista, pero hay que dar buena imagen. Saco un número y miro las
pantallas. Aún me quedan veinte. Cojo un ejemplar gratuito de prensa
y lo ojeo sin pizca de interés. Solo para pasar el tiempo. El
funcionario que atiende frente a mí me causa asco. Desde su
privilegiada posición, trabajando cómodamente, sin estrés, no
tiene ningún reparo en despachar impunemente a su visitante, sentado
al otro lado de la mesa. Ni siquiera pasará por su reducida
capacidad cerebral en qué lamentable situación podamos
encontrarnos. Niega con su cabeza, por la que seguramente circule una
sensación de euforia, la posibilidad milagrosa que ansiaba el
demandante. Y a este se le ve inclinar su cabeza, sumiso, aceptando
la derrota, e imagino qué estará pasando por esa mente. Nada bueno,
seguro... Mi turno ha llegado. Acabaré rápido y creo que ocasionaré
algunas molestias. Pero ya está decidido. Me siento frente al
funcionario, la saco del portafolios y disparo en mi sien derecha.
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