sábado, 16 de abril de 2016

Explosión nuclear

Descendimos hasta la planta -77, la más baja. Nunca antes lo habíamos hecho. Estaba prohibido. Pero el hambre no entiende de leyes ni normas impuestas. Arriba, en las primeras plantas, la locura se había impuesto y muchos estaban acabando con las vidas del resto. Su carne, la de los que caían, ya era común comerla. Sobrevivir era la premisa y huir a una zona más segura una necesidad ineludible.
Fuera, en la superficie, no se podía. Tras la gran explosión nuclear la vida solo existía en los recintos habilitados al efecto, bajo tierra. Todo fue construido muchos años antes para preservar las vidas de unos cuantos cientos de miles de seres humanos. Pequeños poblados, con lo necesario para vivir, estaban comunicados por una extensa red de galerías. Bajo ellas se hallaban otras: de almacenamiento de provisiones, SAIs... incluso de vehículos que funcionaban solo a base de hidrógeno, aptos para rodar por las estrechas vías interiores y así poder transportar lo que fuera necesario hasta las zonas más superficiales, en el subsuelo más inmediato. Asimismo eran utilizados cuando se precisaba el transporte de enfermos a la galería destinada a hospital, en la planta -50. Por debajo de ella, donde se hallaban las reservas de agua, ya no era posible acceder, de ninguna manera. A continuación venían las destinadas al reducido ejército existente, a las fuerzas de seguridad, incapaces de reducir a esas alturas a la masa endemoniada, a los sistemas de almacenamiento energéticos y a la destinada a laboratorios. Eso es lo que se nos dijo. Sin embargo, los montacargas tenían un panel de botones aún más completo, aunque cerrado bajo llave. La que pudimos conseguir. ¿Qué era lo que podía esconderse allí?
El descenso se generalizaba. Una jauría humana a modo de zombies, arrasaban por donde iban, abandonando las plantas superiores en busca de nuevo sustento, matando a semejantes cuando la necesidad volvía a hacer su aparición. Aquello era una locura. No podríamos vivir mucho tiempo más. Nos unimos a un grupo incapaz de hacer tal barbarie y escapamos más hacia abajo. En el camino de huida encontramos a un agente herido de las fuerzas de seguridad. Lo llevamos hasta la segura zona hospitalaria, a pie. En agradecimiento a lo que hicimos y dada la situación de emergencia, él mismo nos proveyó del juego de llaves que incluía la del panel del montacargas. Así pudimos descender a una zona donde pudiéramos encontrarnos a salvo, al menos durante un tiempo que no acertábamos a definir.
La planta se hallaba débilmente iluminada y descubrimos que allí disponíamos de prácticamente todo lo necesario. Pero debíamos tener en cuenta que, quizás en un futuro no muy lejano, dos, tres meses, como mucho, aquellos que debían velar por la salud, por la seguridad de todos, se vieran incapaces de contener a la masa hambrienta, y terminaran por descender a la seguridad del recinto construido a ese nivel. Posiblemente un nivel de emergencia para una eventualidad como la que se acababa de producir. Mientras tanto, decidimos permanecer allí a toda costa.
El silencio, la tranquilidad que se podía disfrutar allí, nos hacía sentir como en un Edén. Los días y las semanas pasaban, y no sabíamos qué podría haber ocurrido 20 ó 30 plantas más arriba. En lo que sí parecíamos estar de acuerdo todos nosotros era que la población se habría diezmado y las enfermedades habrían hecho su aparición. Tal vez, la zona hospitalaria ya no existiera. Los recursos se habrían agotado. Aunque también era cierto que si nadie había aparecido por allí pudiera ser que la reducción de la población hubiera permitido un mejor control por el ejército y fuerzas de seguridad. No habríamos decidido descubrir la verdad si uno de nosotros no hubiera caído enfermo, con unas fiebres que no podíamos hacer desaparecer. Tenía que subir hasta la -50 acompañado por un par de nosotros. Si la situación era inviable, él mismo pidió ser abandonado a su suerte y que sus compañeros regresaran a la seguridad de la -77.
La decisión era muy dura, cruel, pero no quedaba otra. Dos nos ofrecimos voluntarios y ascendimos por el montacargas. Conforme nos acercábamos todo parecía estar tranquilo. Sin embargo, cerca de la planta se oyeron ruidos. La puerta del montacargas se abrió en la -50 y unos sanitarios sorprendidos nos vieron aparecer. Presentamos al enfermo que, rápidamente, fue asistido. Mientras tanto, los que se encontraban libres, nos fueron informando de la situación. Se había procedido a construir un recinto blindado para contener a la jauría, para alejarla del hospital. Todo estaba perdido para ellos y no hubo más remedio que aislarlos. El resto, personal de esa planta e inferiores, se mantendrían a salvo, protegidos por el único acceso que bloquearon desde esa planta hacia arriba, el montacargas. Acordamos volver a nuestro hogar, ya que así podíamos llamarlo a partir de entonces, y regresar al día siguiente para ver la evolución del enfermo. Recuerdo haber oído más golpes dados desde el otro lado, gritos, juramentos y lamentos. Se me partía el corazón. A esto nos había llevado nuestra obsesión por el dominio sobre los demás, a matar para sobrevivir y a dejar morir a nuestros semejantes para salvaguardar nuestras propias vidas.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho este relato,no muy lejos de lo que parece sera el futuro de esta humanidad, si sigue quemando el mundo en el cual vive. Esperemos que consigan sobrevivir, un muy buen relato fantastico.
    Un saludo.

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  2. Gracias por tu comentario y valoración. Participó en un duelo a dos en el torneo de escritores de Tusrelatos.com, y perdió, justamente. Pero yo me he quedado bastante satisfecho en la elaboración y, además, ha habido quien lo ha considerado de un alto nivel.

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