El
golpe estaba previsto darse dentro de los treinta minutos después de
la hora de cierre. Las alarmas no podían desconectarse más allá de
ese tiempo, tras el que se activaría el protocolo de emergencia en
la Policía. Todos ocupábamos la posiciones predeterminadas y los
tres que estábamos dentro del recinto mirábamos, con inocencia y
asombro, las valiosas antigüedades expuestas tras unas blindadas
urnas de metacrilato. Objetos ancestrales, míticos, bíblicos, eran
expuestos ante un público que, suponía, con un grado de certeza
cercano al cien por cien, desconocerían su historia y, por
añadidura, su enorme valor. Al menos, el de mi pieza.
Mi
lugar estaba frente a la llave del infierno. La auténtica, decían,
la que abriría cualquier otra cerradura posible en el inframundo. La
tentación era inmensa. A su lado, el resto de objetos eran
baratijas, aunque tuvieran un enorme valor económico, interesante
para el resto y, a la vez, cebo necesario para poder contar con
ellos. A mí solo me interesaba esa llave. Durante los dos meses
anteriores al anuncio de la exposición estuve leyendo multitud de
tratados sobre las increíbles facultades de la misma, el cómo poder
llegar hasta el umbral de acceso al infierno o, las necesarias
preparaciones para descender hasta él por una persona viva.
Franquearía las mismísimas barreras de lo que está reservado solo
a la muerte, descubriría los grandes misterios que se ocultan a
todos los mortales y volvería con todo el cúmulo de sabiduría y de
poder necesario para hacerme el amo del mundo.
Cuando
salieron todos los visitantes de la sala, por ser la hora,
entretuvimos a los vigilantes dos de nosotros mientras el tercero
desaparecía de nuestras vistas para esconderse y realizar la
desactivación una vez fuera activada la alarma. Salimos al exterior
y nos metimos en el edificio contiguo. Allí nos encontramos con el
resto y con los equipos necesarios dispuestos para comenzar a la
señal, la que significaría que teníamos despejado el camino y los
minutos comenzarían a correr.
El
tiempo pasaba y la preocupación hizo su aparición. Debíamos
mantener silencio ya que desconocíamos si, de alguna manera, podrían
oírse nuestras voces al otro lado. Entonces sonó la señal. Camino
libre. Tras derribar un pequeño muro accedimos a la sala de
antigüedades. A partir de ahí cada uno se haría con su parte del
botín y nunca más volveríamos a vernos, al objeto de preservar el
anonimato y la seguridad en nuestras respectivas huidas hacia países
igualmente desconocidos para el resto.
Los
dos vigilantes, suficientes según la organización, fueron reducidos
nada más asomar sus narices. Creyeron que las alarmas harían lo
propio. Pero, ante su perplejidad, no sonaron. Quizá confiaran en
que la policía haría el resto. Estaban igualmente equivocados. Las
urnas comenzaron a reventarse a manos de las Dremel, y los objetos
contenidos en su interior a ser almacenados en las bolsas de deporte
de cada cual. A medida que iban recogiendo sus posesiones,
abandonaban la estancia. Yo fui casi de los últimos, solo porque me
costó algo más de trabajo hacerme con la llave. Tuve que destruir
la roca en la que se hallaba inserta. Veinticinco minutos. Supongo
que el último que saliera lo haría a tiempo. Ni lo supe ni me
importó.
En
cuanto llegué a casa dispuse todo lo necesario. No quería demorar
un minuto el viaje. Los libros con los conjuros, abiertos. La
habitación, caldeada y envuelta en una niebla de vapores opiáceos,
mezclados con ácido lisérgico y ergolina obtenida de ergot,
iluminada con luces rojas y amarillas para evitar la descomposición
del ácido. Si todo salía bien podría volver en el tiempo
equivalente en nuestro mundo a un par de horas. Si me retrasaba, el
portal se cerraría y no regresaría jamás. Comencé el ritual y al
poco apareció ante mí el majestuoso umbral, del que irradiaba una
luz violácea que dañaba los ojos. Me adentré sin miedo, con la
llave en mi poder. Al otro lado, una escalinata descendía hasta
perderse de vista.
Algo
después llegué a una zona pantanosa. Supuse que sería la famosa
laguna Estigia. Se oía un murmullo lejano. Metí mis pies y comencé
a caminar hasta que el agua llegó a la altura de mi pecho. Entonces
me dispuse a nadar. El agua estaba helada pero no me importaba. No sé
qué distancia recorrería aunque, como experto nadador, no me supuso
mucho esfuerzo. Finalmente volví a hacer pie y ante mí apareció
una gran puerta. ¿Sería aquella? Salí del agua y procedí a
comprobarlo usando mi llave. La giré en la cerradura y ésta no
opuso ninguna resistencia. Empujé con gran esfuerzo la pesada puerta
y el fogonazo de luz que salió del interior me cegó durante
bastante tiempo.
Cuando
mis ojos se hicieron de nuevo a ella, mi sorpresa fue mayúscula.
Allí delante se encontraba el que supuse sería Satanás.
- Sí, soy yo— dijo, pareciendo haberme leído el pensamiento —Has conseguido la llave y, además, has venido por tu propio pie y desde el mundo de los vivos. Sabrás, entonces, que no saldrás de la misma forma de aquí.
- Esta llave me otorga poder, un poder que nadie más ha conseguido— respondí desafiante — Con ella tengo acceso a cualquier parte de este mundo. Solo quiero saber...
- Insignificante humano... Como osas. Podría haberte quitado la llave y aún no te habrías dado cuenta.
Al
oír eso rebusqué en mis empapados bolsillos la dichosa llave.
- ¿Has comprobado que la tienes? Puedo hacer que desaparezca por mucho que quieras ocultarla, no lo dudes. Pero ya que has sido el primero en atreverte a invadir mi mundo en una condición que no te pertenece, te permitiré que lo visites y que uses de esa llave a tu antojo. Más tarde decidiré qué hago contigo.
Sabía
que mis pensamientos podían ser leídos y procuré evitar razonar
cualquier posibilidad de librarme de esas amenazas. Hizo ademán de
dejarme el paso expedito y avancé receloso. ADELANTE, oí en mi
interior. ABRE TODAS LAS CERRADURAS. TE ESTARÉ ESPERANDO. Me volví
para mirarlo, por intentar descubrir el motivo que le hizo hablar en
mi interior. Había desaparecido y estaba solo. Nadie dirigiría mis
pasos hacia alguna parte. Sin embargo, no sé lo que me empujó a
seguir una determinada dirección. Todo aquello era muy extraño, y
el murmullo lejano seguía oyéndose. Esa imagen del infierno, con
fuego por todas partes, almas ardiendo por toda la eternidad, aún no
la había contemplado. Quizás aquello fuera la antesala, tal vez más
adelante...
Estaba
como en el interior de un gran castillo, un salón enorme iluminado
por un extraño sol que entraba por cualquiera de sus ventanales en
las cuatro direcciones de los puntos cardinales, algo imposible si
estuviera en mi mundo. Miré mi reloj. Habían pasado solo veinte
minutos pero calculaba, por el cambio dimensional, llevar allí
algunas horas. Divisé arcones a mi alrededor y supuse que podría
abrirlos. Fui hacia el que estaba más cerca e introduje la llave.
Levanté la pesada tapa y descubrí que estaba repleto de oro:
monedas, collares, jarrones, posiblemente usurpados a los barcos
portadores que fueron hundidos por causa de tempestad o de
contiendas. No podría retornar con esa pesada carga, pero aún así
me llené los bolsillos con lo que pude. Calculé que, solo con eso,
tendría suficiente para vivir con holgura el resto de mi vida.
El
salón tocó a su fin y una gran puerta me separaba, supuse por
lógica arquitectónica, de otra estancia. No obstante, al abrirla me
encontré ante un abismo. Al fondo se oía el murmullo subir. Luego
allí estarían las almas condenadas. ADELANTE, volví a escuchar en
mi mente. Y como si ya hubiera anticipado la respuesta, NO TENGAS
MIEDO. LÁNZATE. Quise demostrar mi valentía y lo hice y, para mi
asombro, no caí. Podía caminar por el vacío, como si hubiera un
suelo de cristal. Nubes de vapor pasaban bajo mis pies que pisaban
firme.
Poco
a poco el suelo se fue oscureciendo. Miré atrás y allí sí seguía
la transparencia del suelo. Estaba entrando en otro espacio, negro,
silencioso... tan solo al fondo una luz. Pero esa luz parecía
alejarse a cada paso que daba. Me dio la impresión de que jamás
llegaría a alcanzarla. A mi espalda, la oscuridad más absoluta. Me
detuve, pulsé la iluminación de la esfera del reloj y volví a
mirarlo. Ahora ya había pasado más de una hora. Me entró pánico.
Si no era capaz de volver a tiempo me condenaría para los restos.
Eché a correr en dirección opuesta. Divisé el suelo diáfano y la
puerta al fondo. Saqué la llave con tanta prisa que se me cayó, por
fortuna, al falso suelo que pisaba. Entré de nuevo en el gran salón
y volví a correr desesperado. Paré y volví a mirar el reloj. El
tiempo se agotaba.
Entonces
apareció él de nuevo.
- ¿Conseguiste lo que viniste a buscar? ¿Tesoros era lo único que te interesaba? ¿No querías saber? Estoy dispuesto a enseñarte, si quieres escuchar.
- No tengo tiempo. Puedo volver en otra ocasión.
- Busca la llave.
No
la tenía. Estaba a su merced y un gran desasosiego y temor se
apoderaron nuevamente de mí.
- ¿Qué debo hacer para poder regresar a mi mundo? No necesito el oro. Solo volver con vida.
- Eso no va a ser posible. Has visto demasiado. La incógnita de lo que aquí hay debe mantenerse.
- Puedes borrar mi memoria, hacer que nada de esto haya ocurrido, quedarte con la llave y con el oro que he tomado...
- Me divierte esa actitud que tantas veces he presenciado en tu mundo— dijo tras reír largamente.
- Por favor, necesito volver ya. ¿Dime qué quieres que haga?
No
hay respuestas, ni física ni mental. Se ha marchado. Una gran puerta
me separa de la laguna, y unos minutos, tan solo, de poder traspasar
el umbral a mi mundo. Grito desesperado, hasta la extenuación,
aunque estoy seguro de que conoce mi sufrimiento. Vuelvo a buscar la
llave por todo mi cuerpo y miro angustiado el reloj.
Su
minutero comienza a girar rápido en sentido opuesto.
Me ha gustado mucho este relato Antonio, Una llave que abre todas las puertas de cualquier lugar, me gusta la batalla interior entre la codicia y el miedo, fácil y ameno, lo he leído con gran placer.
ResponderEliminarUn saludo.