domingo, 8 de mayo de 2016

Huida de Sarathafar (IV) (revisar anteriores entregas)

En los días siguientes Rashid no salió de su hogar más que para realizar unas compras en el mercado. No hablaba con nadie y regresaba para no abandonarla hasta otro día. Abdalá escuchaba los informes diarios, inmutable, apoyando su cabeza sobre su mano derecha cerrada en puño y el codo, a su vez, sobre el brazo de su trono. Sus confidentes terminaban el relato, hacían una reverencia y se retiraban, dejándolo que meditara a solas.
No tardó en tomar una decisión.
  • Quiero que se registre su casa de arriba abajo. Cualquier cosa de interés debe ser requisada. Si opone resistencia detenedlo.
Los oficiales partieron sin demora a cumplir la orden. Aporrearon la puerta y Rashid abrió con asombro. Fue empujado a un lado, su familia se arrinconó mientras procedían a la inspección. Los objetos volaban o rodaban. El desorden más absoluto se apoderó de la vivienda. Rashid no se inmutó ni abrió su boca para objetar. Sabía que empeoraría las cosas.
Finalmente, viendo la inutilidad de la revista, salvando dos o tres objetos de los que se apropiaron, abandonaron la casa. Rashid esperó un poco hasta que se hizo de noche. Esconderse en la oscuridad era lo deseable en el estado actual de las cosas. Después se dirigió a la vivienda más cercana, la que sí tenía el túnel preparado.
  • Hace un rato registraron mi casa. No podemos esperar más. Ben Azhir se huele que algo desagradable va a ocurrir. Tiene que ser esta noche.
  • Pero no lo tenemos todo listo aún. Tal vez mañana...
  • ¡No! Puede que sea demasiado tarde. Avisa al resto. Nos marchamos. Voy a preparar la puerta. En dos horas tenemos que estar todos ante ella. Cuando la guardia esté dormida dispondremos de otra hora para llegar hasta nuestro refugio.

Muamar recibió la noticia poco después. Estaba preparado. Solo tenía que recoger sus monedas, lo único que podría portar de su rico almacén. El resto debía abandonarlo, perderlo para siempre. 'Que sirva para el cobro de mis prestamistas', pensó con amargor y cerró la puerta tras de sí. Por el rabillo del ojo percibió movimiento. Se volvió. No había nadie, pero tenía el convencimiento de que estaba siendo vigilado. Tomó el camino de vuelta a su hogar, aunque no por la calle habitual. Dobló la esquina y se ocultó tras unos barriles sacando su cuchillo. Estaba preparado para el asalto.
Los pasos se aproximaban, cautos, suponiendo que tras aquellos barriles sumidos en la oscuridad se hallaba su víctima. No se equivocaba. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Muamar saltó sobre él. Forcejearon durante unos segundos hasta que la superior fuerza física de Muamar hizo que quedara bajo su cuerpo y sintiera en su cuello el frío cuchillo. Muamar se percató de que no era un oficial de Abdalá, tal vez un simple ladrón que espiaba sus movimientos. Lo pensó mejor. Un asesinato podría hacer saltar las alarmas y abortar la huida. Se limitó a recriminarlo, a perdonarle la vida solo por esta vez. Ambos se levantaron y el muchacho salió corriendo. Pero había perdido tiempo. Él también aceleró el paso cuando se cruzó con un carromato cargado que se dirigía hacia la salida. La huida se había puesto en marcha.
Rashid y varios hombres habían distribuido el producto químico por los aledaños del portón de salida. Ahora solo quedaba activarlo. Pequeños artefactos explosivos distribuirían el polvo mientras ellos reunían la caravana. Unos minutos después podían abrir la puerta sin peligro alguno. Todos dormían.
La operación transcurría en silencio, aprovechando que los que se quedaban, los temerosos, los que preferían vivir a morir, dormían en sus hogares. El resto, tras recorrer los diversos túneles, estaban apareciendo al otro lado, en el bosquecillo que se hallaba a las afueras. Los hombres se fueron haciendo cargo de los carros que salían, a la vez que subían a los más pequeños y a sus mujeres a ellos. Rashid apresuraba a los que aún se encontraban dentro. Pronto el polvo habría dejado de hacer efecto y, para entonces, ya deberían estar muy cerca de las montañas.
Empezó a llover débilmente. La situación se complicaba. Si la lluvia arreciaba no podrían alcanzar a tiempo la seguridad del refugio. Sin embargo, las bestias podían avanzar sin dificultad y los arrieros hicieron que se emplearan a fondo. En esos momentos la guardia debería estar despertando.

Abdalá juró dar muerte con sus propias manos si las noticias tan urgentes que le habían hecho abandonar el lecho compartido con aquellas dos fantásticas mujeres no fueran realmente importantes. Se levantó somnoliento. Las horas anteriores fueron fatigosas, aunque no pudo dar satisfacción a ambas, lo cual lo sumió en un estado de excitación nerviosa que no sería bueno para nadie que se cruzara en su camino.
Accedió al salón de recepción. Allí se encontraban dos guardias flanqueando a un muchacho. A la señal comenzó a contar su historia.
  • Gran señor, cuando regresaba a casa fui atacado por un hombre con un cuchillo. Pretendía robarme lo escasamente ganado durante el duro día, pero fui capaz de librarme y huir. En mi alocada carrera divisé un carro con sus bueyes dirigiéndose hacia la salida de la ciudad. Me pareció extraño que a esas horas... Pensé que debía saberlo, gran señor.
Al oír estas palabras, ben Azhir enrojeció de ira.
  • ¿Por qué no lo has dicho antes, desgraciado? ¡Rápido, hacia la puerta. Todos los hombres. Y preparad mi caballo!
Nunca antes la respuesta había sido tan inmediata. El chico fue abandonado allí mismo y varios hombres a caballo salieron al galope. Por el camino se encontraron con dos de los hombres burlados por Rashid y su comitiva que se disponían a dar la fatídica noticia a Abdalá. Éste dio orden de que vigilasen que nadie más abandonara la ciudad, si no querían que sus cabezas rodasen.

Cuando Abdalá y sus hombres llegaron hasta la salida comprobó que llegaba tarde, pero aún así espoleó a su caballo y atravesó la puerta en dirección a las montañas.

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