Pintando
aquellos extraños bisontes por todas las paredes, el chico autista
se pasaba las horas. Los médicos aconsejaron que se le dejara hacer,
que de esa forma se relacionaba con los demás y se sentía feliz.
Su
acción nos recordaba a nuestros más lejanos antepasados, a aquellos
primeros hombres que comenzaron a pintar en las cuevas escenas de su
vida cotidiana, de las cacerías, de sus encuentros grupales... Lo
que sí empezó a preocuparnos fue a partir de la barbacoa del
domingo, cuando comenzó a frotar dos palitos intentando hacer fuego.
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