domingo, 1 de marzo de 2015

Cazador

Permítanme, y en verdad son vuesas mercedes muy libres de abandonar su lectura cuando deseen, que les relate lo que aconteció en aquella expedición por el Atlántico Norte en la cual fui embarcado a bordo del Cazador, a la sazón, bergantín construido, según pude ser informado por medio de algunos hombres cercanos a sus armadores, tan solo cinco años atrás. Una tripulación de setenta y siete hombres, incluido el capitán, formaba el contingente, amén de provisiones y agua dulce para un periodo estimado de un mes y medio, tiempo en el que se calculó que alcanzaríamos, si Dios lo permitía, nuestro destino. Corría el año de Nuestro Señor de mil setecientos y sesenta y tres, aunque comenzaré mi relato a partir del quince de octubre, habiendo transcurrido una semana desde que nos hicimos a la mar.


Amanecía el nuevo día cuando presto di lugar a que tomara su merecido reposo el marinero, ocupándome yo en su lugar, y aprovechando los favorables vientos del sur, del cabrestante de las velas del palo mayor. Las roldanas crujían por el mecido del navío surcando un mar ligeramente bravo, mientras cabalgamos sobre las olas rumbo a las Lofoten, islas ignotas y salvajes, antaño paraíso de los vikingos, y ahora nuestro objetivo. Quizá alguno de nosotros muriera, bien lo teníamos por cierto. Pero no lo era menos el hecho de que podríamos volver con grandes provisiones de bacalao, por esos tiempos pescado muy apreciable y altamente demandado.


Sepan vuesas mercedes que lo que aquí se cuenta es no faltar a la verdad lo más mínimo. Y digo esto, entre otras razones, porque los instrumentos de navegación, así como los aparejos, alcanzaban gran progreso, amén de que los navíos resultaban más resistentes y seguros que años atrás, como así lo atestiguaban los regresos. Empero las travesías seguían siendo fuente de graves enfermedades que soportaban estoicamente y al no poder huir de ellas, junto a los infectados, toda la marinería. Deben conocer, asimismo, que, en el inicio de cada una de las citadas travesías, se imploraba a Dios para que nos protegiese y nos librase de males. Y también debo decir que hasta la hora de este día no habíamos tenido que lamentar ninguna desgracia.


Por esa fecha yo aún me encontraba sin mujer que me esperase a la vuelta de tan largo trayecto. Y deseaba, si fuera buen menester, como podrán comprender vuesas mercedes, que en esta expedición pudiera desfogarme con alguna nativa, como lo mandaban los cánones. Que no es bueno para el hombre estar tanto tiempo sin hembra. Así discurriendo sobre ello, y en la relación que se guardan, alcé la vista hacia la verga de gavia, la cual agitábase en lo más alto del navío por los vaivenes de la vela, como si desease soltarse de ella. Aferré algo la verga seca, que para los no instruidos en las artes, informaré que es la mayor del palo de mesana, y las velas se inflaron y tensaron con el viento, orgullosas de mover el bergantín. En este mismo instante, por la amurada de popa, y concretamente en el castillo, apareció nuestro capitán, temprano como de costumbre, y miró el cielo. Era un día limpio, sin nubes que amenazasen tormenta, con los delfines acompañando graciosamente nuestro navegar. Un día que, con seguridad, todos desearían fuera igual a los restantes que nos quedasen hasta llegar a destino que, a la sazón, debía encontrarse a pocos de camino.


La cubierta fue, poco a poco, albergando al resto de la marinería que no hubiera desempeñado sus labores en la larga noche anterior. Todos, arengados por la alegría del timonel, comenzamos a cantar a coro una conocida canción sin descuidar nuestras tareas. El capitán sonrió y dejó hacer. Tomó su catalejo y miró largo rato a su través. Algo más tarde se retiró a su camarote, posiblemente para estudiar aquellos endiablados planos que solo él, en su buen juicio, podía entender. Pronto aparecería de nuevo para anunciarnos que nos quedaban tan solo, y a más tardar, tres días de viaje. Irrumpimos en gritos de alegría. Vuesas mercedes deben entender que tan solo un día sin pisar tierra firme es demasiado para un hombre. Más aún si, como en nuestro caso, llevábamos ya varias jornadas sobre la mar.


Algún tiempo después, por el horizonte comenzaron a divisarse formaciones de nubes algodonosas. A fe mía que debían venir cargadas de agua y que la tarde, o incluso la noche, se nos volviese algo agitada al ser descargadas sobre nosotros. Por estos tiempos era difícil encontrar hombres avezados y, por ello, muchos compartíamos viajes en las nuevas expediciones que se aventuraban. Así pues había viejos conocidos, como aquel marinero sordomudo experto en nudos, no se conocía otro igual y por ello no podía prescindirse de su presencia, que no pronosticó con aquellos singulares gestos tan suyos, o tal vez nadie lo advirtiese, que pronto pudiéramos tener tormenta, cosa en la que nunca fallaba y en verdad que no acierto a entender cómo lo haría.


Pero la hubo. Y trabajamos contra las fuerzas de la naturaleza como hormigas luchando por huir de las pisadas humanas. El cielo se ennegreció. Al fondo divisábanse fogonazos y los rayos atravesaban el corto espacio desde las nubes al horizonte hundiéndose en el mar enfurecido. Las jarcias ondeaban peligrosamente, dando latigazos de los que no pudieron librarse tres infortunados hombres que cayeron a las frías aguas; Dios los tenga en su gloria. Pronto se retiraría aquella tormenta dando paso a una noche clara y estrellada. Con un retén en cubierta, tras dejar bien pertrechado al Cazador, nos disponíamos a retirarnos para disfrutar de un merecido descanso cuando ocurrió algo realmente sorprendente y esta es la principal razón que me movió a perpetuarlo en estos documentos para las generaciones venideras.


Las aguas comenzaron a bullir cual si estuviésemos flotando sobre la superficie de un caldero hirviendo. Enormes burbujas subían desde el fondo, quizá provenientes de la respiración de un banco de ballenas. Fijamos nuestras vistas, prestos a que asomara alguna de esas criaturas cuando el vigía de cofa nos anunció de la visión por estribor. Costaba distinguir algo en la negrura, y por ello debo alabar la fabulosa visión del vigía, aunque finalmente asomó a la superficie el característico y conocido lomo grisáceo. Siguió emergiendo, en vertical, hasta una altura que sobrepasó a la del Cazador. La tripulación comenzó a inquietarse. Aquello, con toda seguridad, no era una ballena. Un navío bajo las aguas, de increíbles dimensiones, que había salido a la superficie... imposible. En qué cabeza podía caber semejante insensatez. Lo que fuera acabó por salir completamente y quedó suspendido en el aire, como si estuviera observándonos. Todos miramos al capitán, que a la sazón demostraba la misma perplejidad, esperando una explicación. Al cabo de unos minutos aquello se elevó algo más para, a continuación, desaparecer en el cielo con una rapidez mucho mayor que la de las estrellas que caen sobre nosotros en las cálidas noches de verano. Sin pronunciar palabra, intentando encontrar dentro de cada uno de nosotros, a falta de la del capitán, una explicación razonable, nos retiramos. No la había y seguramente nadie podrá explicárselo jamás.


La calma se impuso y el resto del viaje se hizo sin ninguna otra sorpresa. Salvo está, naturalmente, que en las islas pude finalmente aliviarme, y fue ahí precisamente donde conocí a la que haría mi esposa meses después. En cuanto al objetivo del viaje volvimos bien surtidos del preciado bacalao, con la promesa de retornar tan pronto nos fuese posible.

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