Nací en un pequeño pueblo minero del norte de Inglaterra, hace ya 77
años, a principios del siglo XX. La minería del carbón, por entonces,
estaba en auge y mi familia llevaba ya tres generaciones de mineros en
su haber. Por tanto mi futuro estaba marcado tanto por la tradición como
por la inexistencia de una fuente alternativa de ingresos.
Permítanme
que preserve mi anonimato, más aún cuando solo se me conocía por
“muchacho” cuando tuve edad de empezar a trabajar en la mina. Y lo hice
forzado por las circunstancias. Mi padre, lesionado gravemente en su
columna vertebral, era incapaz de continuar y el único varón en la
familia era yo. Así, llegó el día en que tuve que abandonar mis
fructíferos avances en la escuela y entrar a trabajar en las galerías.
Parece
ser que a los novatos se les enviaba a la galería número seis. Más
tarde pude averiguar el porqué, en los escasos momentos en que pude
compartir impresiones con otros mineros. Era una galería con mucho
trabajo para obtener unos pocos recursos. El resto trabajaban en las
galerías uno a cinco, donde el carbón abundaba. La excusa de no enviar a
los jóvenes a éstas se basaba en que sería un trabajo mucho más duro.
En la galería seis, lo poco que pudieran sacar con su esfuerzo sería
suficiente y, de esa forma, contribuía a curtir a los futuros mineros.
Una especie de escuela infantil.
En aquella época existía al mando
un capataz. Al principio se mostraba amable con nosotros, los jóvenes.
Pero a medida que pasaba el tiempo se fue volviendo más duro, más
irascible, y no consentía que no se rindiera lo que él estipulaba
“producción media diaria”, consistente en un número de vagonetas. El
primer día que lo comprobé en mis propias carnes, literalmente, supe que
la falta de una vagoneta implicaba un azote con su cinto, del que tengo
que añadir estaba dotado de una gran hebilla metálica. El dolor fue
insoportable. Tanto que afloraron lágrimas que quise contener para no
demostrar el odio generado. Tampoco dije nada a mi padre. Lo asumí como
un error y no quería que él supiese que no podía confiar en mí como el
principal sustentador familiar. Trabajé más duro al día siguiente, y al
otro, y más en los futuros.
Entonces entró a trabajar un
nuevo muchacho. Lo conocía. Vivía en mi calle, al final, pero no
teníamos contacto. Sin embargo, pronto conocería los azotes del capataz y
yo era incapaz de soportar ver el dolor de aquel muchacho. Así comencé a
ayudarle, de forma que la última vagoneta fuera casi completa. Cuando,
unos días después, me encontraba francamente mal, él se percató de que
mi producción estaría por debajo de lo requerido y que, por ello,
sufriría los azotes. Y, sin pensarlo dos veces, colaboró en que mi
última vagoneta fuera al completo, librándome del seguro castigo. Así
forjamos una amistad que aún hoy dura.
Pero continuemos con mi
relato. Cierto día, mientras ayudaba a mi padre a desvestirse para tomar
un baño, observé en su espalda unas marcas longitudinales. Sabía a qué
eran debidas y no quise preguntar ni demostrar sorpresa por el hallazgo.
Pasadas unas semanas, a la hora del desayuno, me acerqué al capataz y
le dije que era imposible sacar más carbón de esa galería y que estaba
dispuesto a incorporarme a la que me designara. ‘Tonterías’ dijo. ‘Vamos
a verlo y te juro que como se pueda continuar recibirás un severo
castigo’. La sangre se me heló en las venas. Había estado trabajando
muchos días en una nueva zona y sabía, con certeza, que de allí no
saldría ni media vagoneta más, pero no me quedó más remedio que
acompañarlo.
Cuando llegamos al sitio se quedó mirando la gran
oquedad abierta. ‘¿Y dices que de aquí ya no sale más? Comprobémoslo.
Pica fuerte’ Y así lo hice, de tal forma que se desmoronó la galería.
‘¡Desgraciado. Pide ayuda! Me has abierto una brecha en la cabeza’
Pero
no marché. Al contrario, seguí picando fuerte, desmoronando más y más
la galería. ‘¿Qué estás haciendo? ¡Te mataré, muchacho! ¡Ayudaaaa!’ Sus
gritos se fueron ahogando con las nuevas descargas de roca y tierra. No
había nadie más en la galería, y la hora del desayuno tocaba a su fin.
Hasta entonces no percibí la falta de aire que me ahogaba por la tierra
levantada de mis insistentes picadas por desplomar esa parte de la
galería. No podía ni echar mi pico al hombro y regresé arrastrándolo,
agotado. La galería me oprimía como nunca antes lo había hecho.
Recorrido una decena de metros, que me parecieron una treintena, ya no
se oía la voz del capataz.
Algo más adelante me encontré con mis
ayudantes de la galería. Les dije que no se podía avanzar porque había
habido un derrumbe y trabajamos el resto del día por otra zona. Al
acabar la jornada todo el mundo se preguntaba dónde estaría el capataz.
Mi amigo dijo que lo había visto marchar apresuradamente, pero que no
sabía nada más.
Al día siguiente vino un sustituto y todos pasamos
a otra galería. Y al cabo de dos meses, los nuevos muchachos que
entraron en la seis, alertados por el olor, pronto descubrirían un
macabro espectáculo.
https://clubdeescritura.com/convocatoria/concurso-historias-del-trabajo-3/leer/1351216/la-galeria-numero-seis/
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