viernes, 21 de octubre de 2016

Otra realidad

Cada día al despertar me invade una profunda desazón, porque será otro día como el de ayer, como el de antes de ayer, como tantos otros pasados o aún venideros, que no va a cambiar nada, que se mantendrá indefinidamente, aún sabiendo que esto no es del todo cierto, que las cosas mutan, nada es permanente por mucho que nos empeñemos en que así sea, y que, tarde más bien que temprano, algún día con toda seguridad me encontraré en otra situación más halagüeña que la presente. Pero la incertidumbre de la llegada final de ese momento es, precisamente, la razón de la apatía, la savia que alimenta el brote y lo hace crecer, hacerse cada vez más fuerte y resistente a cualquier intento vano de cercenamiento, o como la persistencia de las dunas en el desierto, que no dejan ver más que repeticiones de ellas mismas y no su fin, exponiéndose impertérritas a ese sol implacable que hace que quienes lo atraviesen pierdan la noción de realidad presentándose ante sus ojos la falacia de hermosos oasis.

Despierto sí, pero me niego a levantarme, a asumir una realidad insoslayable, intentando ocultarme bajo las sábanas que no me van a librar, por su levedad, de tener que afrontar el nuevo día con la perspectiva de llevarlo con optimismo o, alternativamente, con resignación. Asimilo que esta es una vida dura, que conlleva algunos momentos de felicidad, los menos, y mucho de sacrificio, de dolor. Ya tuve oportunidad de comprobarlo en aquellos tempranos años. La ausencia de padre quizá fuera una de las mayores lacras que tuve que soportar. Una impostada figura paterna no lo supliría. No. Todo niño necesita al hombre y a la mujer que les dieron la vida, los que se preocuparán realmente de él, por encima de sus necesidades, incluso de sus vidas. El artificio de colocar a alguien en su lugar vuelve a ser otra trampa, un intento vano de recuperar lo irrecuperable.

Salgo a la calle y me dirijo, como siempre, a la parada de autobús. He tenido suerte porque al poco aparece uno. Subo y valido el viaje con mi tarjeta de estudiante. El autobús va abarrotado, por lo que opto por permanecer de pie junto a uno de los ventanales. La música que escucho por mis auriculares me impide oír cualquier banal conversación que se mantenga a mi alrededor en el trayecto hasta el instituto, que es breve. Tan solo unos minutos de esparcimiento, un espacio muy corto de tiempo en el que poder disfrutar de la libertad de estar fuera del aula, de los agobios de estar continuamente vigilado por los profesores. Hace un día espléndido, aunque por encima de los edificios comienzan a aparecer nubarrones que presagiaban que no tardará mucho en llover. Tres paradas más y la siguiente será la mía. El fin del momento placentero se acerca.

Las puertas se abren. Me apeo y miro mi reloj. ¡Faltan solo cinco minutos para que cierren las puertas del instituto! El tiempo está muy justo, por lo que desisto de atarme los desabrochados cordones y acelero mi paso con tan mala suerte que, al cruzar la calle, me atropellan. El desvanecimiento me hizo soñar. Un sueño que me hacía volver al momento en que salía de casa.

Me dirigí a la parada de autobús. Tuve suerte porque al poco apareció uno. Subí y validé el viaje con mi tarjeta. El autobús iba abarrotado, por lo que opté por permanecer de pie junto a uno de los ventanales. La música que escuchaba por mis auriculares me impedía oír cualquier banal conversación que se mantuviera a mi alrededor. Hacía un día espléndido, aunque por encima de los edificios comenzaban a aparecer nubarrones que presagiaban que no tardaría mucho en llover. Tres paradas más y la siguiente sería la mía. El fin del momento placentero se acercaba.


Las puertas se abrieron. Me apeé y miré mi reloj. ¡Faltaban solo cinco minutos para que cerrasen las puertas del instituto! El tiempo era justo, pero tenía los cordones desabrochados. Mi madre me había enseñado que no podía llevarlos de esa forma, que era peligroso por el riesgo de tropezar con ellos, por lo que decidí perder unos segundos en atarme los cordones. Oí un frenazo en la cercana avenida. Un coche había atropellado a un señor que bajó del autobús tras de mí.

domingo, 10 de julio de 2016

Agradecimientos

A todos los lectores estadounidenses, rusos, chinos, franceses y españoles (creo que no me olvido de nadie) que me siguen desde el minuto uno en que subo un trabajo. Me sorprende gratamente ese grado de fidelidad a mis humildes textos.

Helping María

María despierta tumbada en el sofá del comedor en una casa que no es la suya y tiene una pistola descargada en una mano y en otra, unas llaves de coche. Cuando se incorpora, descubre un cadáver acuchillado que yace a sus pies, pero sin herida de bala alguna. Tiene amnesia y no sabe que ha pasado ni que hace ahí y necesita tu ayuda, escribe un relato con su historia para hacerla recordar.
(estas eran las premisas ideadas por un escritor, cuyo pseudónimo es León27)
A continuación, mi aportación al proyecto.

La Científica se marchó con todas las pruebas de que pudieron hacer acopio, mientras María, sentada en el sofá en el que presumiblemente había dormido unas horas, con ambas manos en su cabeza, intentaba hacer memoria de lo ocurrido ante un agobiante detective que no paraba de preguntar.

Lo que necesito que me explique es por qué tenía usted una pistola descargada si no llegó a usarla contra la víctima que murió, al parecer, por arma blanca. ¿Llevaba esa pistola como protección y olvidó cargarla? ¿O, sencillamente, era un objeto intimidatorio? inquirió de nuevo mientras María negaba con su cabeza. 
No, no. Esa pistola no es de mi propiedad. No tengo permiso de armas, como podrán comprobar, y no llegué a conocer a ese tipo. 
Entonces ¿cómo puede explicar que se quedara en su casa? ¿Tal vez un encuentro en algún bar de copas, una primera cita? 
No puedo recordar qué pasó después. Lo conocí en la biblioteca pública y quedamos para tomar algo unas horas más tarde. Quizá me suministrara alguna droga en la bebida para aprovecharse de mí. Ni siquiera sé como llegué hasta esta vivienda ni por qué tenía las llaves de un coche en mi mano. 
Es posible que le drogara y la trajera hasta su casa. Las llaves serán las de su vehículo, pero necesito saber más. ¿Había alguien con ustedes dos? ¿Alguna otra chica, amigo? Tiene que intentarlo. De otro modo se enfrenta a una condena por homicidio de la que, créame, llegaré a averiguarlo todo. 
Creo que no. Ya le he dicho que no lo recuerdodijo claramente irritada. 
Haga el favor de tranquilizarse. Pretendo ayudarla. Tendremos que hacerle un análisis para determinar la droga utilizada, pero si es como usted dice que ha ocurrido no puede deducirse que, bajo sus efectos, fuera capaz de asesinar a cuchilladas a un hombre de esa envergadura. 
Pudo haber alguien en la vivienda que lo amenazara con esa pistola que, tal vez fuera de su propiedad, de la del muerto quiero decir. Viendo la inutilidad de usarla quizás recurriera a coger un cuchillo de la cocina. Supongo que me asustaría y cogería las llaves del coche para huir de allí, para no ser igualmente asesinada. Posiblemente, al ser descubierta, me noqueara y me dejara tumbada en el sofá. Por algún motivo que desconozco no decidió acabar también con mi vida o, tal vez, inculparme en el homicidio, quien sabe. 
Sí, es una hipótesis. Pero hay que demostrarlaintervino de nuevo el detective, echando por tierra la fantástica explicación que María había logrado urdir.
 
María se dirigió al coche de policía, acompañada por el detective, en dirección a los laboratorios. En su camino pasaron junto al vehículo estacionado frente a la vivienda. Miró al interior. Allí estaba su bolso y todo su contenido desparramado en el asiento.
La analítica, así como la exploración que le hizo el médico forense, no dieron muestra alguna de que María hubiese sido drogada, con una segura intención de abusar de ella. Era una chica bien parecida y con unas curvas de infarto. Tal vez, si hubieran intentado una violación bajo los efectos de un narcótico, el semen vertido en su vagina conduciría directamente al asesino. Pero no. El detective esperó tomando una taza de café bien cargado mientras revisaba una y otra vez su libreta intentando encontrar un hilo conductor. ¿Quién podía ser el propietario de la pistola? Estaba en manos de la Científica averiguarlo, pero la espera se le iba a hacer muy larga. Las posibles huellas que pudieran obtener del cuchillo, si es que el asesino, o asesina, hubiera sido tan torpe, llevaría a abrir un proceso investigador que también se dilataría en el tiempo. Estaba la última declaración hecha por María. Si lo que dijo fuera cierto entonces alguien había huido de la escena del crimen dejándola indefensa ante un claro homicidio. Tenía que ahondar en esa hipótesis a falta de otra cosa.
María no lo supo hasta más tarde, pero todo lo que dijo en última instancia había salido de su subconsciente de forma involuntaria, aparentando ser producto de su mente en un intento de dar una explicación plausible a aquel inquisidor detective. No dejaba de dar vueltas a su memoria para buscar la explicación al vaciado de su bolso mientras se vestía. No era una actitud normal en ella. Cuando no encontraba algo, buscaba y rebuscaba sin vaciarlo. Determinó que alguien intentó encontrar algún objeto del que se le escapaba su interés. O tal vez se apropiaron de información de su agenda de contactos. Poco después apareció de nuevo el detective.
Supongo que ya habrá sido informada del resultado negativo le dijo. 
Así es. ¿Puedo marcharme? Me gustaría descansar un poco.
Aún no. Y, créame, lo lamento, pero estamos recopilando pruebas. Tenga un poco de paciencia...
¿Es que estoy detenida?
No, pero le recomiendo que se vaya buscando un abogado. Debe comprender que estaba en la escena del crimen y lo único que cuenta a su favor es que se quedó allí, tumbada en el sofá. Si usted hubiera matado a aquel hombre no se habría quedado. Además, va usted indocumentada. Aún no ha llegado el vehículo con su bolso en el interior.
Me gustaría comentar, en relación con esto, que mi costumbre no es vaciar el contenido. Y al pasar junto al coche, cuando nos dirigíamos al vehículo policial que nos trajo hasta aquí, observé que todo el interior estaba esparcido por el asiento, lo que demuestra, aún más, que hay una tercera persona que deben buscar.
Bueno, esa es su visión.
¿Qué quiere decir?
Lo que pretende usted no es una prueba exculpatoria definitiva. El detalle que ha comentado no serviría ante un tribunal hizo una pausarecuperará usted sus pertenencias y podrá marcharse pero recuerde que está ante un grave problema concluyó intentando ser lo más condescendiente posible.

María dejó escapar unas lágrimas. El detective estaba acostumbrado a esas escenas y tan solo, por educación, accedió a facilitar a María unos pañuelos, levantándose acto seguido de su asiento para dirigirse a su despacho con el fin de recopilar toda la información. A través del ventanal, con la cortinilla abierta, y la luz del día inundando la estancia, podía seguir viendo a aquella mujer. Lo tenía difícil, pero quería salvarla del grave aprieto en que se encontraba, porque en el fondo confiaba en su inocencia. Se sentó a la mesa y extrajo de la cajonera que se encontraba a su derecha una carpeta que contenía algunas de las anotaciones realizadas en su libreta, más las fotos que la Científica había realizado en el lugar del crimen.
Observó éstas con detenimiento, pasándose la palma de su mano por la cabeza, alisándose el pelo. Era un acto que le proporcionaba cierto relax, por la fricción que realizaban los dedos con el cuero cabelludo. En una de ellas se veía el cuerpo de la víctima, boca abajo, en un charco de sangre. No tenía más que una cuchillada en la parte izquierda, pero esa no parecía ser la mortal sino más bien una postrera puñalada de ensañamiento. Antes había recibido otras por delante, como así demostraban las dos fotos siguientes, una tomada desde la cabeza y otra por la parte de los pies, en las que ya se había procedido, con el correspondiente permiso judicial, a dar la vuelta al cadáver. En ambas se podía ver con claridad las incisiones alrededor del corazón. Debía ver el informe forense, el que aún se estaba realizando, para confirmar su sospecha. Volvió a mirar la sala. En esos momentos le entregaban el bolso a la desdichada y la acompañaban a la salida. Una fugaz visual de ella hacia el despacho del detective le pareció a éste interpretar como una llamada a la clemencia.
Al día siguiente el detective fue informado de las investigaciones.
— Se encontraron otras huellas en la pistola, las de la víctima— comenzó el investigador— Pero esto solo lleva a pensar que se defendió vaciando el cargador contra su agresor. Sin embargo, no se ha visto otro rastro de sangre que no fuera el del cadáver. Es extraño: dispara pero ¿no consigue herir a su atacante, quien con arma blanca terminará por asesinarlo?.
— Sí que es extraño— intervino el detective— y el resto de la escena se deduce fácilmente. Hay una chica inconsciente en la habitación. La coloca en el sofá, pone la pistola en una de sus manos (que, a pesar de estar descargada y no usada contra la víctima, pudo ser usada como elemento intimidatorio, y por tanto, la mujer sería acusada de cómplice en la comisión del crimen) y las llaves del coche que se hallaba fuera para huir, en la otra, y el asesino desaparece de allí echando leches.
— Usted lo ha dicho. Queda por resolver, tras el informe forense, el enigma de la pistola.
— Pudiera pensarse en que el atacante fuera provisto de un chaleco antibalas.
— Pero tampoco se han encontrado casquillos— objetó el de la Científica.
— El agresor se desharía de ellos para dar refuerzo a la teoría de que la pistola se usara como elemento intimidatorio por el acompañante— concluyó el detective, confirmando su poder de convicción.
— ¿Quiere usted decir, entonces que la chica es inocente y ha sido usada como cabeza de turco para que, a falta de descubrir al asesino, ella cargue con la culpa?
— Es una posibilidad. No olvide que, primero, ella no abandona la escena y, segundo, porta la pistola acusadora. ¿Cree, realmente, que fuera capaz de asesinar y después montar esa pantomima?
— El vehículo era propiedad de la víctima. Sin embargo, el bolso de la chica desparramado en el asiento…
— Evidentemente fue registrado por el asesino con alguna oscura intención.
— Chicos— intervino el forense apareciendo por allí, y sin ningún reparo a interrumpir aquella conversación— tenemos un asesino zurdo. He examinado las incisiones del arma utilizada y muestran, claramente, que fueron hechas desde el lado izquierdo, incluso la de la espalda. Solo una persona clavó el cuchillo.
— Pero no tenemos sus huellas ya que se lo llevó consigo— apostilló el investigador.
— La pistola se hallaba en la mano izquierda de la chica— dijo el detective cariacontecido— pero esto no es concluyente porque ella no fue quien usó el arma mortal. Además, el hecho de tener las llaves en la otra es factible ya que el contacto del vehículo se halla a ese lado… Está claro que le han tendido una trampa. Habrá que investigar el entorno de la víctima por un posible ajuste de cuentas. Daré también la orden de registro de los alrededores para localizar el cuchillo y, definitivamente, dejaremos de molestar a esa muchacha.


domingo, 8 de mayo de 2016

Huida de Sarathafar (IV) (revisar anteriores entregas)

En los días siguientes Rashid no salió de su hogar más que para realizar unas compras en el mercado. No hablaba con nadie y regresaba para no abandonarla hasta otro día. Abdalá escuchaba los informes diarios, inmutable, apoyando su cabeza sobre su mano derecha cerrada en puño y el codo, a su vez, sobre el brazo de su trono. Sus confidentes terminaban el relato, hacían una reverencia y se retiraban, dejándolo que meditara a solas.
No tardó en tomar una decisión.
  • Quiero que se registre su casa de arriba abajo. Cualquier cosa de interés debe ser requisada. Si opone resistencia detenedlo.
Los oficiales partieron sin demora a cumplir la orden. Aporrearon la puerta y Rashid abrió con asombro. Fue empujado a un lado, su familia se arrinconó mientras procedían a la inspección. Los objetos volaban o rodaban. El desorden más absoluto se apoderó de la vivienda. Rashid no se inmutó ni abrió su boca para objetar. Sabía que empeoraría las cosas.
Finalmente, viendo la inutilidad de la revista, salvando dos o tres objetos de los que se apropiaron, abandonaron la casa. Rashid esperó un poco hasta que se hizo de noche. Esconderse en la oscuridad era lo deseable en el estado actual de las cosas. Después se dirigió a la vivienda más cercana, la que sí tenía el túnel preparado.
  • Hace un rato registraron mi casa. No podemos esperar más. Ben Azhir se huele que algo desagradable va a ocurrir. Tiene que ser esta noche.
  • Pero no lo tenemos todo listo aún. Tal vez mañana...
  • ¡No! Puede que sea demasiado tarde. Avisa al resto. Nos marchamos. Voy a preparar la puerta. En dos horas tenemos que estar todos ante ella. Cuando la guardia esté dormida dispondremos de otra hora para llegar hasta nuestro refugio.

Muamar recibió la noticia poco después. Estaba preparado. Solo tenía que recoger sus monedas, lo único que podría portar de su rico almacén. El resto debía abandonarlo, perderlo para siempre. 'Que sirva para el cobro de mis prestamistas', pensó con amargor y cerró la puerta tras de sí. Por el rabillo del ojo percibió movimiento. Se volvió. No había nadie, pero tenía el convencimiento de que estaba siendo vigilado. Tomó el camino de vuelta a su hogar, aunque no por la calle habitual. Dobló la esquina y se ocultó tras unos barriles sacando su cuchillo. Estaba preparado para el asalto.
Los pasos se aproximaban, cautos, suponiendo que tras aquellos barriles sumidos en la oscuridad se hallaba su víctima. No se equivocaba. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Muamar saltó sobre él. Forcejearon durante unos segundos hasta que la superior fuerza física de Muamar hizo que quedara bajo su cuerpo y sintiera en su cuello el frío cuchillo. Muamar se percató de que no era un oficial de Abdalá, tal vez un simple ladrón que espiaba sus movimientos. Lo pensó mejor. Un asesinato podría hacer saltar las alarmas y abortar la huida. Se limitó a recriminarlo, a perdonarle la vida solo por esta vez. Ambos se levantaron y el muchacho salió corriendo. Pero había perdido tiempo. Él también aceleró el paso cuando se cruzó con un carromato cargado que se dirigía hacia la salida. La huida se había puesto en marcha.
Rashid y varios hombres habían distribuido el producto químico por los aledaños del portón de salida. Ahora solo quedaba activarlo. Pequeños artefactos explosivos distribuirían el polvo mientras ellos reunían la caravana. Unos minutos después podían abrir la puerta sin peligro alguno. Todos dormían.
La operación transcurría en silencio, aprovechando que los que se quedaban, los temerosos, los que preferían vivir a morir, dormían en sus hogares. El resto, tras recorrer los diversos túneles, estaban apareciendo al otro lado, en el bosquecillo que se hallaba a las afueras. Los hombres se fueron haciendo cargo de los carros que salían, a la vez que subían a los más pequeños y a sus mujeres a ellos. Rashid apresuraba a los que aún se encontraban dentro. Pronto el polvo habría dejado de hacer efecto y, para entonces, ya deberían estar muy cerca de las montañas.
Empezó a llover débilmente. La situación se complicaba. Si la lluvia arreciaba no podrían alcanzar a tiempo la seguridad del refugio. Sin embargo, las bestias podían avanzar sin dificultad y los arrieros hicieron que se emplearan a fondo. En esos momentos la guardia debería estar despertando.

Abdalá juró dar muerte con sus propias manos si las noticias tan urgentes que le habían hecho abandonar el lecho compartido con aquellas dos fantásticas mujeres no fueran realmente importantes. Se levantó somnoliento. Las horas anteriores fueron fatigosas, aunque no pudo dar satisfacción a ambas, lo cual lo sumió en un estado de excitación nerviosa que no sería bueno para nadie que se cruzara en su camino.
Accedió al salón de recepción. Allí se encontraban dos guardias flanqueando a un muchacho. A la señal comenzó a contar su historia.
  • Gran señor, cuando regresaba a casa fui atacado por un hombre con un cuchillo. Pretendía robarme lo escasamente ganado durante el duro día, pero fui capaz de librarme y huir. En mi alocada carrera divisé un carro con sus bueyes dirigiéndose hacia la salida de la ciudad. Me pareció extraño que a esas horas... Pensé que debía saberlo, gran señor.
Al oír estas palabras, ben Azhir enrojeció de ira.
  • ¿Por qué no lo has dicho antes, desgraciado? ¡Rápido, hacia la puerta. Todos los hombres. Y preparad mi caballo!
Nunca antes la respuesta había sido tan inmediata. El chico fue abandonado allí mismo y varios hombres a caballo salieron al galope. Por el camino se encontraron con dos de los hombres burlados por Rashid y su comitiva que se disponían a dar la fatídica noticia a Abdalá. Éste dio orden de que vigilasen que nadie más abandonara la ciudad, si no querían que sus cabezas rodasen.

Cuando Abdalá y sus hombres llegaron hasta la salida comprobó que llegaba tarde, pero aún así espoleó a su caballo y atravesó la puerta en dirección a las montañas.

jueves, 5 de mayo de 2016

La llave

El golpe estaba previsto darse dentro de los treinta minutos después de la hora de cierre. Las alarmas no podían desconectarse más allá de ese tiempo, tras el que se activaría el protocolo de emergencia en la Policía. Todos ocupábamos la posiciones predeterminadas y los tres que estábamos dentro del recinto mirábamos, con inocencia y asombro, las valiosas antigüedades expuestas tras unas blindadas urnas de metacrilato. Objetos ancestrales, míticos, bíblicos, eran expuestos ante un público que, suponía, con un grado de certeza cercano al cien por cien, desconocerían su historia y, por añadidura, su enorme valor. Al menos, el de mi pieza.

Mi lugar estaba frente a la llave del infierno. La auténtica, decían, la que abriría cualquier otra cerradura posible en el inframundo. La tentación era inmensa. A su lado, el resto de objetos eran baratijas, aunque tuvieran un enorme valor económico, interesante para el resto y, a la vez, cebo necesario para poder contar con ellos. A mí solo me interesaba esa llave. Durante los dos meses anteriores al anuncio de la exposición estuve leyendo multitud de tratados sobre las increíbles facultades de la misma, el cómo poder llegar hasta el umbral de acceso al infierno o, las necesarias preparaciones para descender hasta él por una persona viva. Franquearía las mismísimas barreras de lo que está reservado solo a la muerte, descubriría los grandes misterios que se ocultan a todos los mortales y volvería con todo el cúmulo de sabiduría y de poder necesario para hacerme el amo del mundo.

Cuando salieron todos los visitantes de la sala, por ser la hora, entretuvimos a los vigilantes dos de nosotros mientras el tercero desaparecía de nuestras vistas para esconderse y realizar la desactivación una vez fuera activada la alarma. Salimos al exterior y nos metimos en el edificio contiguo. Allí nos encontramos con el resto y con los equipos necesarios dispuestos para comenzar a la señal, la que significaría que teníamos despejado el camino y los minutos comenzarían a correr.

El tiempo pasaba y la preocupación hizo su aparición. Debíamos mantener silencio ya que desconocíamos si, de alguna manera, podrían oírse nuestras voces al otro lado. Entonces sonó la señal. Camino libre. Tras derribar un pequeño muro accedimos a la sala de antigüedades. A partir de ahí cada uno se haría con su parte del botín y nunca más volveríamos a vernos, al objeto de preservar el anonimato y la seguridad en nuestras respectivas huidas hacia países igualmente desconocidos para el resto.

Los dos vigilantes, suficientes según la organización, fueron reducidos nada más asomar sus narices. Creyeron que las alarmas harían lo propio. Pero, ante su perplejidad, no sonaron. Quizá confiaran en que la policía haría el resto. Estaban igualmente equivocados. Las urnas comenzaron a reventarse a manos de las Dremel, y los objetos contenidos en su interior a ser almacenados en las bolsas de deporte de cada cual. A medida que iban recogiendo sus posesiones, abandonaban la estancia. Yo fui casi de los últimos, solo porque me costó algo más de trabajo hacerme con la llave. Tuve que destruir la roca en la que se hallaba inserta. Veinticinco minutos. Supongo que el último que saliera lo haría a tiempo. Ni lo supe ni me importó.

En cuanto llegué a casa dispuse todo lo necesario. No quería demorar un minuto el viaje. Los libros con los conjuros, abiertos. La habitación, caldeada y envuelta en una niebla de vapores opiáceos, mezclados con ácido lisérgico y ergolina obtenida de ergot, iluminada con luces rojas y amarillas para evitar la descomposición del ácido. Si todo salía bien podría volver en el tiempo equivalente en nuestro mundo a un par de horas. Si me retrasaba, el portal se cerraría y no regresaría jamás. Comencé el ritual y al poco apareció ante mí el majestuoso umbral, del que irradiaba una luz violácea que dañaba los ojos. Me adentré sin miedo, con la llave en mi poder. Al otro lado, una escalinata descendía hasta perderse de vista.

Algo después llegué a una zona pantanosa. Supuse que sería la famosa laguna Estigia. Se oía un murmullo lejano. Metí mis pies y comencé a caminar hasta que el agua llegó a la altura de mi pecho. Entonces me dispuse a nadar. El agua estaba helada pero no me importaba. No sé qué distancia recorrería aunque, como experto nadador, no me supuso mucho esfuerzo. Finalmente volví a hacer pie y ante mí apareció una gran puerta. ¿Sería aquella? Salí del agua y procedí a comprobarlo usando mi llave. La giré en la cerradura y ésta no opuso ninguna resistencia. Empujé con gran esfuerzo la pesada puerta y el fogonazo de luz que salió del interior me cegó durante bastante tiempo.

Cuando mis ojos se hicieron de nuevo a ella, mi sorpresa fue mayúscula. Allí delante se encontraba el que supuse sería Satanás.
  • Sí, soy yo dijo, pareciendo haberme leído el pensamiento —Has conseguido la llave y, además, has venido por tu propio pie y desde el mundo de los vivos. Sabrás, entonces, que no saldrás de la misma forma de aquí.
  • Esta llave me otorga poder, un poder que nadie más ha conseguido respondí desafiante Con ella tengo acceso a cualquier parte de este mundo. Solo quiero saber...
  • Insignificante humano... Como osas. Podría haberte quitado la llave y aún no te habrías dado cuenta.
Al oír eso rebusqué en mis empapados bolsillos la dichosa llave.
  • ¿Has comprobado que la tienes? Puedo hacer que desaparezca por mucho que quieras ocultarla, no lo dudes. Pero ya que has sido el primero en atreverte a invadir mi mundo en una condición que no te pertenece, te permitiré que lo visites y que uses de esa llave a tu antojo. Más tarde decidiré qué hago contigo.
Sabía que mis pensamientos podían ser leídos y procuré evitar razonar cualquier posibilidad de librarme de esas amenazas. Hizo ademán de dejarme el paso expedito y avancé receloso. ADELANTE, oí en mi interior. ABRE TODAS LAS CERRADURAS. TE ESTARÉ ESPERANDO. Me volví para mirarlo, por intentar descubrir el motivo que le hizo hablar en mi interior. Había desaparecido y estaba solo. Nadie dirigiría mis pasos hacia alguna parte. Sin embargo, no sé lo que me empujó a seguir una determinada dirección. Todo aquello era muy extraño, y el murmullo lejano seguía oyéndose. Esa imagen del infierno, con fuego por todas partes, almas ardiendo por toda la eternidad, aún no la había contemplado. Quizás aquello fuera la antesala, tal vez más adelante...

Estaba como en el interior de un gran castillo, un salón enorme iluminado por un extraño sol que entraba por cualquiera de sus ventanales en las cuatro direcciones de los puntos cardinales, algo imposible si estuviera en mi mundo. Miré mi reloj. Habían pasado solo veinte minutos pero calculaba, por el cambio dimensional, llevar allí algunas horas. Divisé arcones a mi alrededor y supuse que podría abrirlos. Fui hacia el que estaba más cerca e introduje la llave. Levanté la pesada tapa y descubrí que estaba repleto de oro: monedas, collares, jarrones, posiblemente usurpados a los barcos portadores que fueron hundidos por causa de tempestad o de contiendas. No podría retornar con esa pesada carga, pero aún así me llené los bolsillos con lo que pude. Calculé que, solo con eso, tendría suficiente para vivir con holgura el resto de mi vida.

El salón tocó a su fin y una gran puerta me separaba, supuse por lógica arquitectónica, de otra estancia. No obstante, al abrirla me encontré ante un abismo. Al fondo se oía el murmullo subir. Luego allí estarían las almas condenadas. ADELANTE, volví a escuchar en mi mente. Y como si ya hubiera anticipado la respuesta, NO TENGAS MIEDO. LÁNZATE. Quise demostrar mi valentía y lo hice y, para mi asombro, no caí. Podía caminar por el vacío, como si hubiera un suelo de cristal. Nubes de vapor pasaban bajo mis pies que pisaban firme.

Poco a poco el suelo se fue oscureciendo. Miré atrás y allí sí seguía la transparencia del suelo. Estaba entrando en otro espacio, negro, silencioso... tan solo al fondo una luz. Pero esa luz parecía alejarse a cada paso que daba. Me dio la impresión de que jamás llegaría a alcanzarla. A mi espalda, la oscuridad más absoluta. Me detuve, pulsé la iluminación de la esfera del reloj y volví a mirarlo. Ahora ya había pasado más de una hora. Me entró pánico. Si no era capaz de volver a tiempo me condenaría para los restos. Eché a correr en dirección opuesta. Divisé el suelo diáfano y la puerta al fondo. Saqué la llave con tanta prisa que se me cayó, por fortuna, al falso suelo que pisaba. Entré de nuevo en el gran salón y volví a correr desesperado. Paré y volví a mirar el reloj. El tiempo se agotaba.

Entonces apareció él de nuevo.
  • ¿Conseguiste lo que viniste a buscar? ¿Tesoros era lo único que te interesaba? ¿No querías saber? Estoy dispuesto a enseñarte, si quieres escuchar.
  • No tengo tiempo. Puedo volver en otra ocasión.
  • Busca la llave.
No la tenía. Estaba a su merced y un gran desasosiego y temor se apoderaron nuevamente de mí.
  • ¿Qué debo hacer para poder regresar a mi mundo? No necesito el oro. Solo volver con vida.
  • Eso no va a ser posible. Has visto demasiado. La incógnita de lo que aquí hay debe mantenerse.
  • Puedes borrar mi memoria, hacer que nada de esto haya ocurrido, quedarte con la llave y con el oro que he tomado...
  • Me divierte esa actitud que tantas veces he presenciado en tu mundo— dijo tras reír largamente.
  • Por favor, necesito volver ya. ¿Dime qué quieres que haga?
No hay respuestas, ni física ni mental. Se ha marchado. Una gran puerta me separa de la laguna, y unos minutos, tan solo, de poder traspasar el umbral a mi mundo. Grito desesperado, hasta la extenuación, aunque estoy seguro de que conoce mi sufrimiento. Vuelvo a buscar la llave por todo mi cuerpo y miro angustiado el reloj.

Su minutero comienza a girar rápido en sentido opuesto.

Guiso estelar

Es como sale mejor, créeme. Se ponen a fuego lento y se tapan para que no se escapen, son muy listos. Seguramente algunos lleguen a asomarse bajo la tapa, incluso consigan levantarla entre muchos. Hay que estar pendientes y volverlos a meter. Al cabo de un tiempo habrán dejado de chillar, lo que significará que ya están cocinados. Lo más rico, sus cabezas dicen. A mí me gustan, sobre todo, sus cuatro delicadas extremidades, con esas bonitas cinco ramificaciones.

Atrapada

En qué momento de la educación de su niña habían empezado a equivocarse, era una cuestión que todo padre se pregunta en algún momento de su vida. Nadie nace con el título de padre perfecto bajo el brazo, se aprende con el tiempo. Cuando comenzó a salir de paseo sus preocupaciones aumentaron. Deseaban su vuelta lo más pronto posible. Pero aquel día que se hacía tarde su padre salió a buscarla. Temía lo peor. Pasó por el salón y fue hacia la cocina. Y allí estaba. Su frágil cuello pisado por el alambre y su hocico a un palmo del trozo de queso.

Huida de Sarathafar (III)

Las puertas de la ciudad eran vigiladas día y noche por los hombres del ejército de Abdalá. Solo podían ser abiertas si contaban con la previa e ineludible autorización de su gobernante, y ésta fue invalidada. Al día siguiente la noticia fue comunicada a Muamar, en plena calle. Su rostro se ensombreció, detalle que no escapó a los furtivos ojos de los hombres de confianza de Ben Azhir que deambulaban de continuo por la ciudad. No podía creer lo que había oído de ese confidente y pidió hablar con Rashid con urgencia. Tan solo quedaba una luna para partir y ahora su huida de Sarathafar podría no llegar a ocurrir nunca. Mientras, regresó a su almacén y contó, hasta en una decena de ocasiones, sus monedas. Las mismas que el día anterior, ni una menos. Lo sabía, pero también con eso hacía tiempo hasta que Rashid se dirigiera al punto de encuentro habitual. Tranquilo, abandonó como siempre la oscura estancia y salió al exterior. Rashid aún no había llegado.
Esperó, pero la paciencia tiene un límite y, finalmente, optó por retornar a su hogar. Su mujer lo notó irascible y prefirió no preguntarle el motivo porque conocía de sobra sus desastrosos resultados tanto en su cuerpo como en el escaso mobiliario. Poco más tarde llamaron a su puerta y el corazón de Muamar dio un vuelco.
Al abrirla se encontró con Rashid. Hizo el ademán de cederle el paso al interior de su vivienda y cerró la puerta tras él.
  • ¡Que Alá sea contigo, hermano!
  • Y contigo respondió Muamar.
  • Me han dado a entender que estabas preocupado. La información que se te ha dado es cierta, pero solo en parte. El propio Abdalá me llamó a su presencia y, con una excusa que me suena a que se huele algo, me prohibió la programada marcha argumentando un próximo ataque a la ciudad.
  • ¿Un ataque? No lo creo.
  • Deja que termine de contarte dijo Rashid levantando su mano derecha Le manifesté que no abandonaría la defensa. Pero lo haré porque tal ataque no tendrá lugar. Sin embargo, quiero pedirte tu estrecha colaboración para que se siga manteniendo la farsa. Si llegara a descubrirse la verdad, al menos mi cabeza rodaría por el marmóreo suelo de su castillo.
  • No temas, amigo. Mis labios estarán sellados y mi ánimo compungido, a los ojos de todos, por ese revés.
  • Sabía que podría contar con ello, Muamar. Déjame hacer y tenlo todo preparado.
Rashid abandonó el hogar de Muamar y se dirigió a su siguiente encuentro. Todos debían estar advertidos. Para los observadores, Rashid estaba cumpliendo con lo prometido a su señor. Nadie saldría de la ciudad.
O sí, porque aunque Rashid necesitaría de la ayuda de sus hermanos y de todos aquellos otros que se ofrecieran a ello, podría temporalmente anular esa guardia con el gas del sueño, al objeto de abrir las puertas para poder sacar los carromatos en el menor tiempo posible. La huida de personas podía hacerse por túneles, pero los carros eran otra cosa.
En los días siguientes se trabajó a contrarreloj para tener listas las vías de escape. Estas partían desde el interior de otras tantas viviendas próximas a las puertas y su excavación fue el secreto mejor guardado. Los hombres abandonaron sus labores habituales bajo diversos pretextos y nadie sospechó lo más mínimo de la huida masiva que se preparaba. Rashid contactó con los proveedores del polvo que haría dormir como niños a toda la guardia. Su colocación en los puntos estratégicos también corrió a su cargo.
Fueron días y noches de arduo trabajo, de agotamiento físico, de ansiedad por lograrlo para salir sanos y salvos. Esconderse en las montañas, desaparecer de la faz de la Tierra, era posible gracias a los descubrimientos de Rashid. En anteriores ocasiones, cuando este hombre salía con su comitiva hacia ciudades vecinas para vender sus mercancías, estas guaridas le servían como refugio temporal en casos de acaecimiento de grandes tormentas, las que descargaban con especial virulencia en esas montañas. Nadie más, pues, conocía esos seguros escondites. Quizá debieran estar en ellos algunos días, hasta que la amenaza de la persecución pasara, hasta que el ejército de Abdalá se adentrase aún más en ellas buscando a los traidores huidos. Y cuando la vigilancia desde las alturas diera la señal de vía libre, se volverían a poner en marcha. Contaban con el inconveniente de que habían entrado en época de lluvias, lo que haría más dificultosa la huida si la noche en cuestión deviniera lluviosa.
Muamar reunió algo más de dinero, pedido prestado y que, de ser posible, no devolvería por la imposibilidad de hacerlo. Una sonrisa se dibujó en su cara. La noticia de que se marchaban fue comunicada a su mujer días antes. Comenzaba una nueva etapa en sus vidas. Si todo salía bien.
Si algo tenía de poderoso Abdalá era su capacidad para leer los pensamientos de los hombres. Su entrevista con Rashid le había dado fundados temores de que la orden no sería obedecida y, por ello, sus hombres estuvieron vigilando. El hecho de que no observaran nada anómalo no le dio la tranquilidad deseada. Él sabía que no cumpliría su palabra. Pero no tenía ningún motivo para detenerlo y encarcelarlo, hundiendo de esa forma toda tentativa de escape. Ordenó continuar la vigilancia. Tal vez en algún momento se presentara la oportunidad. Si no, la buscaría.

sábado, 16 de abril de 2016

Explosión nuclear

Descendimos hasta la planta -77, la más baja. Nunca antes lo habíamos hecho. Estaba prohibido. Pero el hambre no entiende de leyes ni normas impuestas. Arriba, en las primeras plantas, la locura se había impuesto y muchos estaban acabando con las vidas del resto. Su carne, la de los que caían, ya era común comerla. Sobrevivir era la premisa y huir a una zona más segura una necesidad ineludible.
Fuera, en la superficie, no se podía. Tras la gran explosión nuclear la vida solo existía en los recintos habilitados al efecto, bajo tierra. Todo fue construido muchos años antes para preservar las vidas de unos cuantos cientos de miles de seres humanos. Pequeños poblados, con lo necesario para vivir, estaban comunicados por una extensa red de galerías. Bajo ellas se hallaban otras: de almacenamiento de provisiones, SAIs... incluso de vehículos que funcionaban solo a base de hidrógeno, aptos para rodar por las estrechas vías interiores y así poder transportar lo que fuera necesario hasta las zonas más superficiales, en el subsuelo más inmediato. Asimismo eran utilizados cuando se precisaba el transporte de enfermos a la galería destinada a hospital, en la planta -50. Por debajo de ella, donde se hallaban las reservas de agua, ya no era posible acceder, de ninguna manera. A continuación venían las destinadas al reducido ejército existente, a las fuerzas de seguridad, incapaces de reducir a esas alturas a la masa endemoniada, a los sistemas de almacenamiento energéticos y a la destinada a laboratorios. Eso es lo que se nos dijo. Sin embargo, los montacargas tenían un panel de botones aún más completo, aunque cerrado bajo llave. La que pudimos conseguir. ¿Qué era lo que podía esconderse allí?
El descenso se generalizaba. Una jauría humana a modo de zombies, arrasaban por donde iban, abandonando las plantas superiores en busca de nuevo sustento, matando a semejantes cuando la necesidad volvía a hacer su aparición. Aquello era una locura. No podríamos vivir mucho tiempo más. Nos unimos a un grupo incapaz de hacer tal barbarie y escapamos más hacia abajo. En el camino de huida encontramos a un agente herido de las fuerzas de seguridad. Lo llevamos hasta la segura zona hospitalaria, a pie. En agradecimiento a lo que hicimos y dada la situación de emergencia, él mismo nos proveyó del juego de llaves que incluía la del panel del montacargas. Así pudimos descender a una zona donde pudiéramos encontrarnos a salvo, al menos durante un tiempo que no acertábamos a definir.
La planta se hallaba débilmente iluminada y descubrimos que allí disponíamos de prácticamente todo lo necesario. Pero debíamos tener en cuenta que, quizás en un futuro no muy lejano, dos, tres meses, como mucho, aquellos que debían velar por la salud, por la seguridad de todos, se vieran incapaces de contener a la masa hambrienta, y terminaran por descender a la seguridad del recinto construido a ese nivel. Posiblemente un nivel de emergencia para una eventualidad como la que se acababa de producir. Mientras tanto, decidimos permanecer allí a toda costa.
El silencio, la tranquilidad que se podía disfrutar allí, nos hacía sentir como en un Edén. Los días y las semanas pasaban, y no sabíamos qué podría haber ocurrido 20 ó 30 plantas más arriba. En lo que sí parecíamos estar de acuerdo todos nosotros era que la población se habría diezmado y las enfermedades habrían hecho su aparición. Tal vez, la zona hospitalaria ya no existiera. Los recursos se habrían agotado. Aunque también era cierto que si nadie había aparecido por allí pudiera ser que la reducción de la población hubiera permitido un mejor control por el ejército y fuerzas de seguridad. No habríamos decidido descubrir la verdad si uno de nosotros no hubiera caído enfermo, con unas fiebres que no podíamos hacer desaparecer. Tenía que subir hasta la -50 acompañado por un par de nosotros. Si la situación era inviable, él mismo pidió ser abandonado a su suerte y que sus compañeros regresaran a la seguridad de la -77.
La decisión era muy dura, cruel, pero no quedaba otra. Dos nos ofrecimos voluntarios y ascendimos por el montacargas. Conforme nos acercábamos todo parecía estar tranquilo. Sin embargo, cerca de la planta se oyeron ruidos. La puerta del montacargas se abrió en la -50 y unos sanitarios sorprendidos nos vieron aparecer. Presentamos al enfermo que, rápidamente, fue asistido. Mientras tanto, los que se encontraban libres, nos fueron informando de la situación. Se había procedido a construir un recinto blindado para contener a la jauría, para alejarla del hospital. Todo estaba perdido para ellos y no hubo más remedio que aislarlos. El resto, personal de esa planta e inferiores, se mantendrían a salvo, protegidos por el único acceso que bloquearon desde esa planta hacia arriba, el montacargas. Acordamos volver a nuestro hogar, ya que así podíamos llamarlo a partir de entonces, y regresar al día siguiente para ver la evolución del enfermo. Recuerdo haber oído más golpes dados desde el otro lado, gritos, juramentos y lamentos. Se me partía el corazón. A esto nos había llevado nuestra obsesión por el dominio sobre los demás, a matar para sobrevivir y a dejar morir a nuestros semejantes para salvaguardar nuestras propias vidas.

miércoles, 13 de abril de 2016

Paseo por las intimidades

No suelo prestar atención. Solo los pensamientos que mi mente selecciona son los que me distraen, los que me hacen que profundice, que valore... Ahí llega mi autobús. Se detiene en la parada y abre sus puertas. Nadie más que yo sube a él. Por suerte, porque va atestado. Abono mi billete y me coloco en pie, sujeto al pasamanos para no caer en las curvas que tome, o en los frenazos o acelerones que el conductor tenga que dar. A mi lado una chica, también de pie, con unos auriculares que le proporcionan el deleite de escuchar su música favorita, observa impertérrita el paisaje urbano.

"Qué lata tener que ir ahora a clase. Podía estar tumbada en la cama, calentita, con mi pijama puesto..."
Junto a ella, un señor sentado dobla su periódico con fuerza. Miro su cara. Tiene un gesto adusto.
"Ya debe haber llegado. Porque si no lo ha hecho empezaré a pensar que algo la entretiene, que ALGUIEN está con ella. Espero, por su bien, que esté en casa"
En el asiento contiguo una mujer mira con desprecio a su acompañante.
"Este hombre huele fatal. No parece que se haya lavado, lo menos, en dos días. Como puede ser la gente así de guarra... y encima montar en un autobús"
Sigo recorriendo con la mirada los asientos del otro lado. Hasta ahora todos son perfectos desconocidos que comparten un transporte público. No me interesan los que hablan entre sí en voz alta, los que se conocen, porque sus comentarios no suelen atacar directamente a su interlocutor. Ahí tenemos a una señora, con su bolso encima de las piernas, que mira de arriba abajo a una chica de pie, que luce una escultural figura, embutida en un estrecho vestido.
"Menuda pinta de pilingui tiene. Seguro que se la rifan los hombres"
Sonrío porque tiene toda la razón, pero derivo rápidamente la mirada hacia otro sitio, ese hombre con pinta de ejecutivo, con un maletín de su mano.
"El informe, el informe... Hijo de puta, te lo tenía preparado y me obligaste a rehacerlo. Jódete si ahora tardo en tenerlo de nuevo listo"
Otra señora, bien parecida, me mira de forma directa. Cuando sostengo su mirada ella la desvía como si fuese lo más natural del mundo mirar a alguien en un habitáculo cerrado.
"Qué forma de mirarme... solo porque he descansado mi vista unos instantes en él. Si no me interesas, engreído"
Vuelvo a sonreír. Alguna vez me ha costado un esfuerzo enorme no dirigirme a la persona y reprocharle su pensamiento. No debo hacerlo porque es mi don. Un don que...
"¿Y usted cree que es solo suyo?"
Me vuelvo. Un tipo sentado es el que me lo ha dicho, con la boca cerrada y su mirada fija en mí.

Huida de Sarathafar (I-II)

A la luz mortecina del candelabro Muamar descubre el contenido de la bolsa, sus preciadas monedas de oro y plata, y las cuenta como si una mano negra hubiera podido ir mermando discretamente su contenido. Aunque está convencido de que nadie puede llegar a descubrir su escondite, por lo que el recuento de ellas es un mero placer a sus ojos. Inmediatamente vuelve a colocar la bolsa en su lugar y mira en derredor por si alguien ha podido verlo. Aguza su oído y tampoco percibe ningún sonido delator de un posible ladrón agazapado entre los fardos y alfombras que se apilan al fondo. Sopla la llama y sale de la estancia a oscuras, conociendo cada palmo que recorre y salvando con precisión los obstáculos que hay en su camino hasta la puerta. Al abrirla un fogonazo de luz lo obliga a llevarse la mano, en forma de visera, a la frente. Escudriña el paisaje. Algo más allá está Rashid, esperando.
  • ¡Que Alá sea contigo, hermano!
  • Y contigo responde Rashid.
  • ¿Cuándo partiremos?
  • Si todo va bien, dentro de una luna. ¿Tienes todo preparado, Muamar?
  • En el tiempo que queda reuniré lo prometido.
  • Procura que así sea. En caso contrario me veré obligado a prescindir de tu grata compañía.
  • No me gustaría privarte de ella. Sabes que necesito partir. Tomemos algo.

Los dos hombres se ponen en camino. Recorren varias calles hasta llegar al lugar elegido y toman asiento en el alfombrado suelo bajo la carpa exterior. En el breve tiempo transcurrido espesas nubes cubren el cielo pronosticando tormenta, a la par que un intenso viento se deja sentir en sus cuarteados rostros. Tal vez no tarde mucho en empezar a llover. Pero ellos no tienen prisa. El viaje programado es mucho más importante que una leve lluvia que caiga sobre sus cabezas. Ya soportaron muchas.

Rashid le expone hasta los más nimios detalles, le cuenta quiénes les acompañarán, sus procedencias... Muamar presta atención. No quiere perder detalle y conocer, como si de su propia familia se tratara, a todos con los que compartirá comida, bebida, sol, luna y estrellas, porque el viaje será largo y los peligros muchos. Piensa en el dinero, que deberá custodiarlo tanto como a su propia vida, y que será entregado en su destino sin faltar una sola moneda. Cómo pueda vivir allí, el gran Alá proveerá.

Al cabo de poco comienzan a caer las primeras gotas, que no dan tiempo a que la gente reaccione descargando a continuación una lluvia torrencial. Los mercaderes en la calle se apresuran a recoger sus mercancías, poner a recaudo del chaparrón las más preciadas, las que son susceptibles de estropearse o de echarse a perder del todo, mientras la gente corre por entre los puestos a sus casas para protegerse sin importarle con lo que tropiecen, lo que vuelquen o rompan en su apresurada huida. Rashid y Muamar se levantan tranquilos y se despiden. Tendrán más ocasiones para seguir hablando hasta que llegue el día de la partida. Rashid se dirigirá a casa de sus hermanos. Ellos también deben conocer lo hablado con Muamar.

La tormenta amaina dejando todo anegado. Si hoy fuera el día de la salida, piensa Muamar, se verían en serias dificultades para abandonar el poblado en dirección a las montañas del Este. El lodazal circundante haría que los carromatos se hundiesen en ellos y que las bestias de tiro se vieran incapaces de hacerlos salir, por más que los arrieros, látigos en mano, azotasen a los inocentes animales. Eso retrasaría la partida y no podían perder ningún tiempo.

Muamar llega a su casa totalmente empapado. Se desnuda y se acerca al hogar para calentar sus ateridos huesos. Su esposa recoge la ropa tirada con despreocupación al suelo, con su cabeza gacha, sin atreverse a lanzar la más mínima protesta. Sus tres hijos miran a su padre esperando que hable. Es norma. Él decide que hoy ha llegado el momento de enseñarles la diferencia entre el valor del uso de una cosa frente a su valor monetario. Y siempre que aquel supere a éste, es oportuna la compra. Ambos, comprador y vendedor, saldrán beneficiados, porque los dos recibirán esa compensación que supone la diferencia de valor para cada uno.

Esa enseñanza la recibió de su padre y éste, a su vez, de su padre, y así sucesivamente en un número indeterminado de generaciones, las que Muamar supone que seguirán recibiendo de todas las enseñanzas de las que aún guarda recuerdo. Una lección por día que no deberá olvidarse. Si alguno de ellos lo hiciera recibiría una monumental paliza. Eso haría que no lo olvidara jamás.

No se habla nada más. Ni siquiera comenta con su esposa los preparativos de la marcha. Ella no tiene por qué conocer esos asuntos que deben gestionar los hombres. Alá, en su inmensa sabiduría, ha elegido al hombre para que organice este tipo de actividades, entre otras. A su mujer ni siquiera se le pasará por la cabeza preguntar por ello. El día antes de la partida, Muamar comentará que se marchan y ella deberá prepararlo todo.

Sarathafar es una población pequeña, ubicada en unos terrenos muy codiciados por su fertilidad. La mayoría de sus habitantes se dedican a labores agrícolas y un pequeño porcentaje a labores artesanales y trabajo de los metales. Ha sufrido varios asedios a lo largo de su historia y, en la actualidad, un gobernante dirige sus designios rodeado de gran boato. Muchos han sido los que han ocupado esa posición y la estabilidad en el puesto, por tanto, es efímera. Sin embargo, es deseable y necesario que se desbanque al vigente por su actitud tiránica. Muamar, al igual que Rashid y el resto, no están dispuestos a esperar tiempos mejores, aunque ello supone una huida, ya que el gobernante prohíbe la marcha definitiva de la ciudad. Tan solo viajes comerciales cortos en el tiempo. Si muchos de los habitantes se van, ello supondrá pérdida de la mano de obra que trabaja los campos, pérdida de cosechas y pérdidas en los impuestos que, en este último caso, deberá aumentar para corregir el desfase. Este aumento no podrá sostenerlo durante mucho tiempo porque ello induciría a la huida del resto de los habitantes.

Sin embargo, Rashid, afamado comerciante, esta vez sí tiene planeado salir con su comitiva, definitivamente, aunque al gobernante se le haya prometido que, en el plazo de tres lunas, regresarían a Sarathafar cargados de grandes riquezas por el producto de sus ventas. Gozan, por tanto, del permiso de la autoridad y nada impedirá que marchen tranquilamente el día señalado.

Abdalá ben Azhir estaba de buen humor. Su último encuentro con el gobernante de la cercana Ranadamar fue mejor de lo que esperaba. Si todo iba bien podría hacerse con la ciudad antes que éste se diera cuenta. Hacía meses que dispuso lo necesario para ello, y algunos de sus hombres ya se encontraban allí, conviviendo con sus familias como unos simples viajeros que se habían asentado de forma definitiva. Tal vez con la conquista de la ciudad ese asentamiento, que ahora lo era provisional, llegara a convertirse en permanente, pensaban con casi total seguridad cualquiera de ellos.

La información suministrada cada cierto tiempo proporcionaba a Abdalá el control real desde la distancia. Conocía, de esta forma, los mejores puntos y momentos para realizar el ataque, el monto del ejército, los puntos débiles de la fortificación que ocupaba... Ben Azhir sonrió mientras bebía su copa del mejor vino y veía bailar a su alrededor a una decena de mujeres, rodeando al pasar junto a él sus finos velos, rozando levemente con sus caderas los hombros del gobernante. Un consejero se le acercó y le susurró algo al oído. Abdalá dio unas palmadas y las chicas se retiraron en fila india a sus aposentos. La música cesó y uno de los hombres de su guardia se personó ante él.
  • Habla inquirió con urgencia.
  • Señor, tenemos serias sospechas de un abandono masivo de vuestra gran y leal ciudad, traidores a vuestra magnanimidad, que deben ser castigados para ejemplo del resto.
Abdalá golpeó con su puño derecho el brazo del sillón y, a continuación, se levantó y caminó unos pasos a derecha e izquierda.
  • ¿Estáis totalmente seguros de lo que decís?
  • Señor, llevamos varias semanas observando reuniones con el viajante Rashid. ¿Qué otro sentido podría tener que el entrar a formar parte de la siguiente comitiva de sus asiduos viajes?
  • Puedes tener razón. Te conozco hace años y sé de tu eficacia como observador. Nunca me has fallado. Y es verdad que autoricé su próximo viaje con una compañía de cuarenta hombres y mujeres... Tendré que desautorizarlo con alguna excusa perentoria.
  • Si me permite un consejo, señor...
  • Cuenta.
  • Señor, podríamos argumentar que un posible ataque de Ranadamar desaconsejaría la salida de hombres con los que poder contar para repeler el ataque. Creo que no escapará a nadie que disponemos de informadores allá.
  • Si, es una opción. Déjame pensarlo.
Abdalá sabía que no disponía de mucho tiempo. Podía aplicar la recomendación que acababa de recibir, pero eso suponía aceptar su propia incapacidad para tomar una decisión importante así como dar poder a quien no disponía de él, mucho menos en la medida de su grandeza. Decidió que no iba a consentirlo. Bajó la escalinata y observó atentamente a su interlocutor, mientras lo rodeaba. Éste permaneció impasible. Justo cuando se colocó tras él deslizó su mano derecha en el interior del jubón y extrajo con rapidez su daga. Con la misma celeridad agarró al guardián con su brazo derecho mientras el izquierdo procedía a sesgar el cuello del hombre que ya no gozaba de su confianza. El cuerpo sin vida se desplomó pesadamente sobre el marmóreo suelo. Acto seguido avisó a otros miembros de su guardia y ordenó la retirada del cadáver de aquel traidor que había osado intentar arrebatarle su puesto.

Al día siguiente convocó a su presencia al afamado Rashid.
  • Te he mandado llamar porque he sido informado de un asunto grave. Un asunto que afecta a nuestras vidas, a nuestra seguridad... y que me obliga a deshacer un acuerdo previo.
  • Señor, ¿debo entender que no podremos salir de la ciudad? ¿que me veré privado de mis negocios en el exterior que usted tan bien conoce por lo favorables que resultan para todos?
  • Así es, Rashid. Ayer mismo se me comunicó que se está planeando un ataque definitivo. Si no podemos repelerlo con todos nuestros medios pasaríamos a depender de los designios del más malvado de los gobernantes que nunca hayamos conocido. Nuestra ciudad sería destruida y perderíamos todos nuestros preciados territorios y bienes. Comprenderás por ello que no puedo autorizar tu próxima marcha hasta un momento más propicio. Necesito a todos los hombres.
  • Este viaje era muy importante para mí, pero también es verdad que lo que más debe importarnos son la defensa de nuestras propias vidas y de la ciudad que nos ha visto nacer. Puede contar con mi apoyo, señor.
  • No esperaba menos, Rashid. La reunión ha concluido. Puedes marchar. Que Alá te acompañe.
Rashid no estaba dispuesto a cumplir con lo que había prometido ante el sultán. Si era verdad, cosa que dudaba, lo que escuchó de sus labios tampoco era menos cierto que salieran con vida del hipotético conflicto. Así pues, qué más daba si moría al ser perseguido por su guardia. Al otro lado de las montañas les esperaba la libertad, la vida nómada, recorrer mundo... y esa era su mayor ambición. Nadie debía conocer sus verdaderas intenciones pero también tenía que hacer ver, a los ojos de ben Azhir, que el viaje quedaba temporalmente interrumpido. Así pues, tenía un amplio reto por delante: cómo poder salir de allí sin ser descubiertos hasta ponerse a buen recaudo en las montañas del Este, las que conocía casi desde que era un niño. Las que recorrió cien veces más en cada uno de sus viajes y que le proporcionaban la ventaja adicional de poder refugiarse en ellas para salvar sus vidas.