lunes, 15 de abril de 2019

Ahora no puedo

Basado en una historia real
Hacía varios días que no sabía nada de él, y esto me dio que pensar. Revisé mentalmente lo hablado la última vez pero no hallé nada que me indujese a creer en algún malentendido que lo distanciase de mí. Entonces ¿a qué era debida esa repentina y prolongada incomunicación con el que, consideraba yo, era uno de sus pocos amigos? Decidí llamarlo.
─ Diga ─se oyó con voz quejumbrosa al otro lado de la línea.
─ Alfredo, soy yo Antonio.¿Estás bien? No sé nada de ti desde hace días.
─ Antonio, ahora no puedo hablar. Perdona. Te llamo en otro momento…
─ Pero ¿qué te ocurre? No te encierres, Alfredo. Debes salir, aunque solo sea para dar una vuelta a la manzana. Cruzarte con la gente por la calle te hará bien, hazme caso.
─ Ya, Antonio. Eso mismo me ha dicho mi médico. Pero no puedo.
─ Pues debes hacerlo, prométeme que lo harás ─y colgué. No quise atormentarlo más. Quizá debía dejarlo recuperarse y no interferir en su deseada soledad.
Alfredo encendió uno de sus cigarrillos puros. Miró a la ventana y vio el edificio de enfrente. En otras circunstancias habría salido sin dudarlo, porque el día estaba límpido de nubes y la temperatura era agradable. Pero negó con su cabeza, recordando esas últimas palabras de su amigo, y se sirvió una copa que engulló de un solo trago, acompañándola de su medicación. Después se dirigió al tocadiscos y buscó entre sus vinilos. Sí, ese de Led Zeppelin estaría bien. Black Dog comenzó a sonar mientras él, recostado en su sillón, cerraba los ojos para rememorar los mágicos momentos en que escuchó por vez primera esos acordes de guitarra eléctrica.

Adormilado percibió que la música cesaba. La aguja retornó a su posición de reposo y él se levantó para darle la vuelta al vinilo. Se hallaba próximo a la ventana que daba al callejón trasero y percibió esos aromas tan conocidos provenientes del obrador de pastelería que se encontraba debajo de su vivienda. Muchas veces había estado en ese salón de té, degustando las exquisiteces allí elaboradas mientras tomaba un café solo, bien cargado. Tan solo tenía que ponerse algo decente, no necesariamente ir trajeado como era su costumbre, para bajar hasta él. Debía estar trabajándose en algo nuevo que tenía que saborear, aunque fuera en solitario y ya no con esa mujer con la que tantas tardes compartiera, además de su alcoba, esos agradables momentos. Esa que le abandonó y que fue la causa de su caída, de su severo alcoholismo.

Nadie podría asegurarme si Alfredo llegó finalmente a bajar a la calle. Tal vez lo hiciese por cumplir la promesa que me hizo, me cabe la duda. Lo cierto es que, pocos días después, se me comunicaba telefónicamente el fallecimiento ocurrido unos días antes. Había muerto en su domicilio en extrañas circunstancias. Me quedó un amargo sabor.

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Pueblo fantasma

No ha pasado tanto tiempo. Aún soy capaz de recordar el silencio que campaba por sus estrechas y empinadas calles poco antes del alba. Ese silencio, roto por el periódico campaneo que dejaba oír su lamento y que, imperturbable, invadía todos los rincones. O tal vez, por el lejano pitido de una locomotora que, arrastrando solo unos pocos vagones, anunciaba su proximidad al pueblo para, con toda seguridad, recoger a unos mozalbetes que deseaban abandonar cuanto antes aquel lugar en busca de un futuro más prometedor en las ciudades, renunciando a sus familias.
 

Pero pronto se levantaba un murmullo que se iba generalizando. De las casas salían temerosos sus pobladores, frotándose aún los ojos por ese despertar forzado que les obligaba a acudir a sus rutinas laborales. Las pocas tiendas abrían sus puertas. El olor a pan recién hecho recorría todas las fosas nasales, penetraba en la carnicería donde se confundía con el aroma de la carne fresca, en la pescadería y en la frutería, y seguía su recorrido ascendente hacia las cercanas montañas.
Y también recuerdo cuando tenían lugar las fiestas. Esas en las que se lanzaba desde lo alto del campanario de la iglesia, sin ningún resquicio de dolor, a una cabra que bien pudiera esperar idéntico final si era una de las seleccionadas para el famoso guiso de cabrito que se hacía en la misma plaza, a la vista de todos, condimentado con las magníficas hierbas aromáticas recogidas a los pies de la montaña. Y cuando llegaba la noche esos bailes amenizados por una orquesta compuesta por músicos formados allí mismo que tocaban sin parar hasta altas horas de la noche, invitando a que las parejas se reunieran en danzas sensuales que, en el caso de los más jóvenes, los llevaran a ocultos rincones donde desfogar sus ardientes deseos.
Entonces el pueblo tenía un considerable número de habitantes. Pero su descendencia, a medida que se iba haciendo mayor y adquiriendo conciencia de progreso, tomaban la firme determinación de marcharse, algunos incluso formando ya una nueva familia a la que querían dotar de una confortabilidad mayor de la que ellos suponían podía alcanzarse en aquel ridículo pueblo, aunque siempre podían volver por vacaciones.
Ahora, sin poder salir de aquí, paseo por sus vacías calles, por su plaza mayor, por las casas que quedaron todas abiertas ya que en ellas no restaba nada, tan solo esos muebles viejos carcomidos y escasos enseres. En el campanario ya no tañe esa campana, permanece inmóvil desafiando el paso de las horas sin anunciarlas. Y tampoco anuncia ya su llegada el ferrocarril porque el nuevo trazado dejó obsoleto el próximo al pueblo y el más rápido avanza lejos de él, como renunciando a acercarse a la muerte.
Pero mi parada obligada tiene lugar cuando me acerco al cementerio y contemplo las lápidas, los nombres y fechas inscritos en ellas, los recuerdos que me traen de aquellos felices tiempos. Y sin poder evitarlo dirijo la mirada hacia la que reza mis datos.
 
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Libre albedrío

¿Fobia? ¿yo?
Empecemos por aclarar el término.
Según reza en el diccionario, fobia es un “temor intenso e irracional, de carácter enfermizo, hacia una persona, una cosa o una situación”, o también “odio o antipatía intensos por alguien o algo”.
Bien. Hay dos opciones para tenerla: o temo a alguien (o a algo), o le tengo un odio o antipatía sin igual. Les pondré en situación y juzguen ustedes.
Mi vecino es el típico que mira de arriba abajo cuando uno se cruza con él. Debe poner en conocimiento de todos que hago o dejo de hacer tal o cual cosa. Y seguro que critica mis acciones desde el punto de vista más subjetivo que pueda adoptarse por lo que, en base a ello, todas son punibles. A veces me planteo tomar una iniciativa en función del resultado que pueda obtener y, por tanto, qué comentarios y valoraciones pueda hacer de mí. En ese sentido, tendría temor. No obstante, mi determinación me obliga a realizar la acción, o no, sin miramientos, lo que desmonta el miedo enfermizo; aunque tampoco es menos cierto que, precisamente por esa actitud, mi consideración hacia él roza más bien el odio.
Siguiendo el planteamiento cartesiano de dudar de todo, lo primero que tendría que hacer sería cuestionar si tal comportamiento tiene lugar, para asegurar que por ello está justificada mi actitud hacia él. Porque, al igual que pensaba Descartes, un genio maligno puede estar haciéndome creer tal cosa sin llegar a ser cierta. Pero a este ser, me refiero al genio, lo conozco desde que tengo uso de razón y sé que no me engaña. Por tanto, la forma de actuar del vecino debo considerarla cierta.
Y, de cara a la segunda alternativa, si mi actitud ante él fuera de odio ¿por qué motivo, entonces, lo saludo cordialmente? No, está claro que no lo odio. Solo me resulta algo antipático, pero no en el grado de intensidad que define el término fobia. Si esto fuera cierto, cosa que pongo en duda siguiendo el antedicho planteamiento, no tendría sentido que hubiera acudido a una reputada tienda de armamento militar, entretenido por más de media hora al sufrido dependiente para que me muestre todos los artículos y, finalmente, marcharme con un paquete bajo el brazo. El genio maligno no me ha propuesto que haga tal cosa, de eso puedo estar seguro.
Entonces, si descartamos el odio acérrimo y aún así se sigue pensando en la existencia de la fobia, de la que el genio no puede engañarme, no cabe otra cosa por concluir que poseo un temor intenso e irracional hacia él. Tal vez por eso haya decidido armarme, conociendo de antemano que el individuo es incapaz de matar una mosca. O eso me hace pensar el genio. No lo creeré, por el momento.
Quizás ahora, por ese motivo, estoy aquí esperando a que llegue, en el rellano de la escalera que necesariamente él debe tomar, ya que vive en un primer piso y renuncia coger el ascensor. Me siento en el frío escalón, sin consideraciones a lo que me pueda estar diciendo mi genio interior. Permanezco ahí sentado bastante tiempo. Otros vecinos me han mirado interrogantes, pero no han lanzado ni una pregunta al por qué de mi espera o si he perdido las llaves. Se han limitado a saludar, o no, y continuar su camino.
Finalmente ha aparecido mi vecino, con una sonrisa en su rostro por todo saludo. No me tomo la molestia de contestar ni devolviendo ese sencillo gesto. Deshago el paquete ante su atenta mirada, como si fuera un regalo que pretendo hacerle en reconocimiento de algún detalle que desconoce. Ante sus aterrorizados ojos aparece el arma blanca, brillante, nueva. He de reconocer que es preciosa, pero no la voy a utilizar en mi faceta de cazador, por el momento.
El vecino se queda paralizado ante la visión del objeto. “No pensará usted… aquí” dice tartamudeando, con un terror palpable, su cara pálida, sus piernas temblando perceptiblemente por el leve movimiento de las perneras del pantalón. Cojo el cuchillo, me pongo en pie y me dirijo hacia él. Debo actuar rápido ya que cualquier vecino puede entrar o salir de un momento a otro. El individuo no se mueve. Tan solo levanta los brazos en ademán de que detenga mi acción, pero como he dicho antes, mi determinación es férrea. Me coloco detrás de él y pongo el cuchillo en su garganta. Sus esfínteres no le obedecen y un pequeño charco se forma a sus pies. Es todo mío. Ahora tengo que decidir si atiendo las indicaciones del genio interior, el cual tampoco termina de aclararse, también le han asaltado las dudas y me agobia en sus contradicciones.
“Por favor, no lo haga” me implora. Yo sigo escuchando las elucubraciones de mi genio, que se debate en un cúmulo de interrogantes y respuestas. Un asesinato en el zaguán, que queda parcialmente oculto a la vista de la calle, dejaría a la policía sin prueba alguna del homicida. Ahora me siento con total libertad para hacer lo que solo yo decida.
“¿Le gustó mi cuchillo?”, termino diciéndole.

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El jardín del Edén

En el día de ayer, gracias a varios meses de esfuerzo de nuestros científicos y, como no, a la ayuda inconmensurable de nuestros compañeros robóticos vigilando todo el proceso de crecimiento, culminó el proyecto de jardín que ya ha pasado a conocerse como el nuevo Edén, con algunas especies vegetales recuperadas y aún otras en proceso, esperamos, satisfactorio de evolución.
Bajo la cúpula protectora de nuestra gran nación, creada como saben por el malogrado Nobel Hawking, capaz de filtrar adecuadamente los perniciosos rayos solares que llegan a nuestro planeta para que la fotosíntesis pueda tener lugar al modo como lo hacía antes de que la Tierra se convirtiera en el gran desierto, se han podido regenerar entre otros, la Pawlonia tormentosa, kiri o árbol emperatriz, elemento principal para la reproducción a gran escala de la vida vegetal. Quizá a la mayoría estos nombres les suenen raros, pero les puedo asegurar que, según me contaron en mi infancia, fue una iniciativa que dio muy buenos resultados. Precisamente con el desarrollo de este árbol se han creado las condiciones adecuadas para la progresiva implantación de otras especies, cuyas semillas habían sido puestas a buen recaudo antes del cataclismo del 2040.
Con estos logros, además de proveernos de oxígeno puro al estilo de la vieja civilización, podremos, en un futuro quizá no muy lejano, alimentarnos, aunque a algunos les parezca una auténtica locura, de los vegetales que extraigamos de este jardín. El consumo tan frecuente de los elaborados químicos con contenidos cerealísticos o frutícolas, tenderán a ir desapareciendo en pos de una alimentación más sana procedente de este, deseemos, cada vez más grande jardín.

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Conquista

El último día de vacaciones era de nervios. Sabíamos que la vuelta a nuestras ocupaciones era ineludible y había que aprovechar el descanso las siguientes doscientas horas.
Máxime si, a continuación, nos esperaba aquel bonito planeta azul que sus habitantes llamaban Tierra.

Juego de ciencia

Un corazón de lana y acero comenzó a latir rítmicamente. Los niños se miraron y comenzaron a chillar y saltar de alegría. Habían creado vida con ese juego.
El corazón pareció querer participar de la algarabía acelerando su ritmo para, poco después, explotar.

El nuevo mundo

Un corazón de lana y acero comenzó a latir rítmicamente. Comenzaba una nueva vida en aquel cuerpo gelatinoso, escurridizo, que vería la luz dentro de unos años, cuando los astros se alineasen.
Si la expedición a la Tierra tenía lugar entonces, tal vez fuese posible colonizarla con estos nuevos individuos.

¿Alienígenas inteligentes?

Esas alas de plástico servían para volar. Al menos eso parecía, aunque quizá fuesen de otro material. Pero eso era lo que menos importaba. Se conseguiría el sueño del ser humano desde el origen mismo de su existencia.
Solo había que suplicarles que también se las pusieran a ellos, si es que llegaban a entenderse algún día.

Realidad virtual

Los padres de Tomás insistían en recuperar al estúpido de su hijo. Pensaban que aún podrían hacerlo desistir de su adicción si los programadores revertían el proceso. El nuevo videojuego incluía una innovadora herramienta que estaba volviendo loco a los jugadores.
Y ahora lo veían moverse dentro de la pantalla disparando a diestro y siniestro.

El inquilino

Cuando se ausentaba de casa no lo hacía por mucho tiempo, aunque tampoco advertía su regreso hallándose la vivienda tan próxima a la mía. Mi inquilino era un tipo extraño pero formal. Pagaba puntualmente y esto era lo único que debía importarme. Hasta aquel día en que escuché la puerta abrirse. Por la mirilla pude ver que entraba en el piso cerrando a continuación. Salí para decirle que necesitaba hacer unas pequeñas reparaciones allí y llamé. No contestó. Pensé que algo le habría ocurrido y utilicé mi llave. Dentro no había nadie porque revisé hasta bajo la cama…
El alquiler se sigue pagando a tiempo.

¡Se han vuelto locas!

Me quedé dormido hilvanando constelaciones con las alineaciones que, en breve, iban a experimentar los gigantes Saturno y Júpiter con Marte.
Y en el sueño, casi soy atropellado en su alocada carrera por Sagitario persiguiendo a Escorpio mientras, a mi derecha, un irrefrenable Cáncer no paraba de mover sus cortantes pinzas alrededor de las cuerdas de la balanza de Libra, lo que conseguiría segundos después. La reacción de ésta fue vapulear al crustáceo con uno de sus platos, lo que fue visto por Sagitario que, sin pensarlo, lanzó una certera flecha hacia Libra...
Desperté convencido de que ya no tenía ningún sentido predecir el futuro.

Una teoría importante

Ordenó sin pestañear, por enésima vez, el montón de hojas que conformaba su teoría. Sabía qué lugar ocupaba cada una porque el razonamiento completo estaba muy claro en su mente, aunque no terminara de convencerle ese orden.
De cualquier modo todo era tan relativo...

La vida por encima de todo

Ordenó sin pestañear, aun siendo su primera asistencia a un parto, que se dispusieran todos los medios necesarios para que la criatura pudiera vivir. No quería cargar con una muerte a sus espaldas, no solo porque su religión judía se lo prohibía taxativamente, sino también por ser su único medio de salir adelante en aquellas circunstancias.
Pasadas unas horas, sonriente, entregó de sus brazos a los de la sufrida madre al recién nacido.
─ Muchas gracias por su esfuerzo. Adolf se lo agradecerá─ fue su escueta respuesta.

Venganza imperial

La fastidiosa mosquita con su lengua veloz arrebataba tranquila las minúsculas migas de pan de la mesa. Tras incordiar por largo tiempo a los comensales invitados por el emperador romano, estos se habían retirado a descansar debido al profundo e inesperado sopor sobrevenido. No despertarían del sueño. Adherido a las patas del díptero un potente veneno había sido esparcido cuidadosamente por todos los platos.

Himenópteros

Intuyo que los científicos irán desapareciendo, al igual que el resto, pasando a formar parte del colectivo obrero o del ejército, según sus aptitudes. Será imposible que puedan realizar experimento alguno con sus manos una vez que se complete la mutación genética por la que pasen a tener seis extremidades.

Holocausto

Nos comimos a unos cuantos vecinos para no defraudar a nuestros congéneres. Vecinos que se habían instalado cerca de los poblados, incordiando con su presencia la pacífica y solitaria vida que siempre disfrutamos y asustando a nuestros hijos al proferir esos aterradores sonidos guturales. Ahora que continuasen haciéndolo ellos, que nosotros ya devoramos bastante putrefacción.

Fértiles campos

Era lo único que podíamos hacer por él, dadas las circunstancias...declararon ustedes. Y dicen, además, que procedieron a enterrarlo en aquel bosque y que apilaron grandes piedras junto a una cruz de ramas. De estos hace ya dos años. Entonces ¿cómo diantres explicarían que siga viéndose deambular por sus campos y que éstos sigan dando una buena cosecha?

Vacuna

Para que luego digan que los monstruos somos nosotros cuando nos observan con esos potentes aparatos y se horrorizan de ver los apéndices, folículos pilosos, cabezas y restos de nuestra particular y bellísima fisonomía. Sin embargo, no son capaces de considerar los múltiples ataques a que nos someten constantemente con esos combinados letales que acaban con muchos de nosotros. Por suerte eso se ha acabado. Hemos descubierto la forma de librarnos de esos ridículos agentes ofensores.

A un año-luz

Medí la distancia desde la cadera a los pies. ¡Había crecido diez centímetros! desde la última vez, que fue, si mal no recuerdo, 36 horas antes según el indicador temporal interno. Según el otro temporizador, el que registraba el lapso terrestre, veinte años. De nada me servía allí seguir pensando en la magnitud día, pero tener siempre presente esa unidad de tiempo me resultaba indispensable para no enloquecer.
Después medí el cuerpo y la cabeza… Siete centímetros y medio más. Las proporciones se mantenían, lo cual era interesante, porque a esa distancia eran absolutamente desconocidos los cambios que podían operarse en el cuerpo humano.
La nave seguía viajando por un espacio vacío. Los pequeños fragmentos dispersos de rocas chocaban contra las metálicas paredes exteriores y se deshacían sin provocar daño alguno. Para pedruscos mayores, cometas, asteroides o, planetoides, el sistema de radares multidimensional evitaba cualquier fortuita colisión, cosa, por otra parte, altamente improbable dadas las inmensas distancias existentes entre cuerpos celestes. El sistema era tan eficaz que podría detectar un eventual agujero negro, aunque a la distancia que me encontraba del sistema solar era una idea francamente absurda.
Me hallaba solo en ese viaje. Uno tras otro todos fueron sucumbiendo. El penúltimo tripulante no resistió el ataque de gastroenteritis aguda y fallecería a las pocas horas (años en la Tierra). Expulsé ese último cuerpo al exterior de la misma forma y, tras largos minutos de reflexión, me resigné a creer que no saldría vivo de esta fatídica expedición. Un viaje que comenzó desde una órbita estacionaria cercana al gigantesco Júpiter y que a los treinta minutos ya nos situó lejos del sistema solar. Al rato oí ruidos del sector D. Como me hallaba a una distancia cercana calculé que, en un par de minutos, contando apertura y cierre de puertas, podría estar allí. La verdad es que me asaltaba un miedo terrible descubrir qué es lo que podía estar provocándolo. Sin embargo, no me quedaba otro remedio que averiguarlo.
Recorrí con cautela los metros que me separaban y llegué a la puerta de acceso. Agachado, para no ser visto por lo que quiera que hubiera al otro lado, me incorporé muy despacio hasta alcanzar el ventanuco de la puerta. ¡No podía creer lo que mis cansados ojos veían! Sometidos a esas intensas fuerzas y radiaciones podría haber ocurrido que mi visión se distorsionara. No obstante, un par de caballos blancos dotados cada uno con un cuerno y alas no era un defecto de los órganos de la vista. Los veía retozar, alzarse moviendo sus alas y volver a descender. Pero al verme se volatilizaron. Desaparecidos… Dos imponentes caballos. Abrí la puerta. El silencio era absoluto. Empecé a pensar que el viaje me había superado, trastornado, vencido en mi insignificante existencia humana y terrena, cuando volvieron a aparecer y se acercaron a mí. Permanecí lo rígido que me permitió mi estado nervioso hasta que desfallecí…
– Sé que parece todo fruto de mi imaginación, pero les puedo asegurar que ellos me sacaron de allí y me trajeron hasta este hospital, abandonándome en el callejón.
- Si nos disculpa…-el doctor y la enfermera salen fuera-¿Qué piensa usted de todo esto, Inés?
- La verdad es que resulta sorprendente, doctor. Aunque claro, se trata de un eminente astrofísico.

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Epifanía

Epifanio, Epi como le llamaban cariñosamente sus amigos, probablemente adquirido en éstos el hábito de actuar así basándose en lo que habían visto en su familia, admiraba en la penumbra de la habitación su última creación. Los oblicuos rayos de un sol decadente le proporcionaban un espectáculo de sombras muy adecuado para poder determinar el sitio exacto en el que pudiera ubicarse la escultura una vez fuese aprobado el proyecto que presentaba a concurso.
Su fama se había ido acrecentando en pocos meses para pasar de ser un perfecto desconocido a llegar a integrarse en prestigiosos círculos artísticos y ser seguidas sus esculturas cada vez por más gente. Esto le satisfizo. Él nunca se consideró un escultor, tan solo un trabajador de los materiales. Pero ahora veía que sus obras empezaban a ser admiradas, curioseadas, valoradas, y que, por tanto, se le exigiría mucho más. Y esto sí le incomodó porque pensaba que llegado a un cénit sobrepasar éste resultaría tarea imposible. Aunque, por otro lado ¿qué artista o genio no había pisado esos resbaladizos terrenos en algún momento de su vida?
La noche anterior no pudo pegar ojo. Quería que su invención destacase, fuera expuesta a un público, tal vez, exigente. O tal vez, menos probable, inexpertos, neófitos. Pero la mañana llegó y el transporte encargado para hacerse cargo del traslado se personó en el domicilio a primera hora. Sus inquietudes por hacer que fuese manejada con cuidado, por fortuna, dieron su fruto y no sufrió daño alguno. Aunque ahora iba a ir su trabajo por un lado, dentro de un camión, sujeto a vaivenes y baches, y él por otro, en su destartalado utilitario que pensaba renovar en cuanto tuviese ocasión de hacerse con unas pingües ganancias.
Llegó antes que el transporte al sitio acordado, esperando ver descender su obra con los mismos cuidados que había puesto antes de su inicio. El camión se retrasó y esto lo incomodó. Tal vez hubiese pillado algún atasco de esos tan frecuentes, pero la exposición no debería abrirse hasta que todas las obras estuviesen listas. Fueron horas para él los minutos que se retrasaron, pero finalmente su trabajo se colocó junto al resto a la espera de la apertura del recinto que tendría lugar esa misma tarde. Estaba muy nervioso por ver la reacción de la gente, sobre todo cuando el sol declinase y sus rayos incidiesen en el ángulo exacto para proporcionar a los asistentes ese plus de maravilla que esperaba fuese captado.
El almuerzo no le sentó bien por ese ajetreo, pero aguantó estóicamente el tiempo de la exposición hasta que, finalmente, tuvo que abandonar de forma apresurada el recinto, dejando allí su creación que, estaba seguro, sería protegida, custodiada por los responsables. Nada más podía hacer. El resultado se daría a conocer al día siguiente y, con gran pena por dejarlo allí, como quien tiene que abandonar a sus hijos a las puertas de un colegio para, una vez rebasadas éstas, no saber qué pueda ocurrirles tras los muros, condujo de nuevo su vehículo hasta su hogar.
Al día siguiente recibió una llamada de los organizadores lamentándose de que solo su escultura hubiera sido víctima de actos vandálicos. ¿Pero qué es lo que han hecho? acertó a balbucear. Nada que no pudiera arreglarse fue la respuesta que recibió. Se vistió apresuradamente, abandonó el domicilio sin peinarse y se dirigió hacia allí a una inusual velocidad. Aparcó indebidamente y corrió hasta las puertas del recinto. Un vigilante de seguridad le pidió la oportuna credencial para entrar. Soy uno de los escultores, casi llegó a gritar. Al poco apareció un conocido. Sí, déjelo pasar, le dijo al vigilante.
Cuando Epi llegó hasta su escultura pudo apreciar, con horror, que había sido pintada una estrella de cinco puntas. Una señal que se haría constante en sus siguientes creaciones.

La galería número 6

Nací en un pequeño pueblo minero del norte de Inglaterra, hace ya 77 años, a principios del siglo XX. La minería del carbón, por entonces, estaba en auge y mi familia llevaba ya tres generaciones de mineros en su haber. Por tanto mi futuro estaba marcado tanto por la tradición como por la inexistencia de una fuente alternativa de ingresos.
Permítanme que preserve mi anonimato, más aún cuando solo se me conocía por “muchacho” cuando tuve edad de empezar a trabajar en la mina. Y lo hice forzado por las circunstancias. Mi padre, lesionado gravemente en su columna vertebral, era incapaz de continuar y el único varón en la familia era yo. Así, llegó el día en que tuve que abandonar mis fructíferos avances en la escuela y entrar a trabajar en las galerías.
Parece ser que a los novatos se les enviaba a la galería número seis. Más tarde pude averiguar el porqué, en los escasos momentos en que pude compartir impresiones con otros mineros. Era una galería con mucho trabajo para obtener unos pocos recursos. El resto trabajaban en las galerías uno a cinco, donde el carbón abundaba. La excusa de no enviar a los jóvenes a éstas se basaba en que sería un trabajo mucho más duro. En la galería seis, lo poco que pudieran sacar con su esfuerzo sería suficiente y, de esa forma, contribuía a curtir a los futuros mineros. Una especie de escuela infantil.
En aquella época existía al mando un capataz. Al principio se mostraba amable con nosotros, los jóvenes. Pero a medida que pasaba el tiempo se fue volviendo más duro, más irascible, y no consentía que no se rindiera lo que él estipulaba “producción media diaria”, consistente en un número de vagonetas. El primer día que lo comprobé en mis propias carnes, literalmente, supe que la falta de una vagoneta implicaba un azote con su cinto, del que tengo que añadir estaba dotado de una gran hebilla metálica. El dolor fue insoportable. Tanto que afloraron lágrimas que quise contener para no demostrar el odio generado. Tampoco dije nada a mi padre. Lo asumí como un error y no quería que él supiese que no podía confiar en mí como el principal sustentador familiar. Trabajé más duro al día siguiente, y al otro, y más en los futuros.
Entonces entró a trabajar un nuevo muchacho. Lo conocía. Vivía en mi calle, al final, pero no teníamos contacto. Sin embargo, pronto conocería los azotes del capataz y yo era incapaz de soportar ver el dolor de aquel muchacho. Así comencé a ayudarle, de forma que la última vagoneta fuera casi completa. Cuando, unos días después, me encontraba francamente mal, él se percató de que mi producción estaría por debajo de lo requerido y que, por ello, sufriría los azotes. Y, sin pensarlo dos veces, colaboró en que mi última vagoneta fuera al completo, librándome del seguro castigo. Así forjamos una amistad que aún hoy dura.
Pero continuemos con mi relato. Cierto día, mientras ayudaba a mi padre a desvestirse para tomar un baño, observé en su espalda unas marcas longitudinales. Sabía a qué eran debidas y no quise preguntar ni demostrar sorpresa por el hallazgo. Pasadas unas semanas, a la hora del desayuno, me acerqué al capataz y le dije que era imposible sacar más carbón de esa galería y que estaba dispuesto a incorporarme a la que me designara. ‘Tonterías’ dijo. ‘Vamos a verlo y te juro que como se pueda continuar recibirás un severo castigo’. La sangre se me heló en las venas. Había estado trabajando muchos días en una nueva zona y sabía, con certeza, que de allí no saldría ni media vagoneta más, pero no me quedó más remedio que acompañarlo.
Cuando llegamos al sitio se quedó mirando la gran oquedad abierta. ‘¿Y dices que de aquí ya no sale más? Comprobémoslo. Pica fuerte’ Y así lo hice, de tal forma que se desmoronó la galería. ‘¡Desgraciado. Pide ayuda! Me has abierto una brecha en la cabeza’
Pero no marché. Al contrario, seguí picando fuerte, desmoronando más y más la galería. ‘¿Qué estás haciendo? ¡Te mataré, muchacho! ¡Ayudaaaa!’ Sus gritos se fueron ahogando con las nuevas descargas de roca y tierra. No había nadie más en la galería, y la hora del desayuno tocaba a su fin. Hasta entonces no percibí la falta de aire que me ahogaba por la tierra levantada de mis insistentes picadas por desplomar esa parte de la galería. No podía ni echar mi pico al hombro y regresé arrastrándolo, agotado. La galería me oprimía como nunca antes lo había hecho. Recorrido una decena de metros, que me parecieron una treintena, ya no se oía la voz del capataz.
Algo más adelante me encontré con mis ayudantes de la galería. Les dije que no se podía avanzar porque había habido un derrumbe y trabajamos el resto del día por otra zona. Al acabar la jornada todo el mundo se preguntaba dónde estaría el capataz. Mi amigo dijo que lo había visto marchar apresuradamente, pero que no sabía nada más.
Al día siguiente vino un sustituto y todos pasamos a otra galería. Y al cabo de dos meses, los nuevos muchachos que entraron en la seis, alertados por el olor, pronto descubrirían un macabro espectáculo.

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Padre, deja que te cuente

Padre, no sé si en algún momento esto que escribo llegará a ser visto por ti. Es difícil desde luego, pero eso es lo que pretendo al hacerlo desde este apartado rincón. Y quiero que muestres comprensión con lo que tengo que decirte, aunque te cueste entenderlo viniendo de tu hijo al que conocías bien y quizá, por esa acción, te defraude. Así que, deja que te cuente.
La historia se retrotrae unos años atrás, después de ocurrir el accidente que conociste. Podemos hacer todo tipo de conjeturas de si realmente fue fortuito o alguien influyó en ello. Yo, desde luego, tengo mis sospechas. Lo cierto es que, un tiempo después, y de forma digamos casual, uno de sus compañeros cortejó a la viuda durante varios meses hasta conseguirla. Supe más tarde que él abandonó a una chica o, tal vez, ésta lo abandonara conocidos sus supuestos devaneos con la viuda, y digo bien, porque terminó casándose con ella. Sea como fuere ¿no te parece raro? Continuo. La verdad es que él y yo no nos llevábamos muy bien. El trato era cordial, educado, pero nuestros intereses chocaban, aunque fuéramos cediendo en determinados puntos por el bien de aquella pequeña empresa en la que todos nos conocíamos y sabíamos de las respectivas familias de cada uno, sus problemas y sus ilusiones. Éramos un conjunto de átomos dentro de una misma molécula compleja. No obstante, había algo que no terminaba de convencernos a ambos, eso se palpaba en el aire. O quizás él lo tuviera más claro. Desde luego entre nosotros el diálogo era nulo, ciñéndonos estrictamente a lo laboral. Por ese motivo su vida privada me era conocida desde fuera, desde una visión macromolecular, siguiendo con el ejemplo.
Dado que sus ambiciones iban más allá de lo que realmente pudiera conseguir si se quedaba, terminó marchándose en pos de un futuro mejor. Ya te puedes imaginar a estos tipos, nunca tienen suficiente y su cabeza está llena de pájaros. También yo terminé dejando la empresa e instalándome en otra. Pero el mundo empresarial es una guerra y por razones de cuota de mercado, la lucha por acaparar una mayor nos sumió a ambos, ya desde dos posiciones distintas, en unas tensiones que se fueron haciendo cada vez más evidentes. Esto era peligroso. Había llegado el momento de ver hasta donde era capaz de llegar cada uno en solitario, de hacer ver al otro su auténtica aptitud o ineptitud y, en este último caso, de desbancarlo.
Entonces, padre, deja que te cuente lo que ocurrió para que puedas tener una amplia visión del motivo de mis actos. La situación llegó a un límite. Me cerró las puertas a todo, pretendió hundir mi dignidad, me amenazó, me abandonó casi a la mendicidad. Esto era más de lo que cualquier ser humano puede soportar. Por eso decidí que había llegado el momento.
Ocurrió en la convención anual. Allí estaba él, en la tribuna, esperando el reconocimiento público de su labor, con una malévola sonrisa dibujada en su cara. Y yo, sentado entre la multitud, como uno más, como un don nadie, escuchaba la disertación del presidente del ramo. Aquel discurso ya lo conocía. Sabía lo que se iba a decir y perdía el tiempo escuchando la consecuente sarta de sandeces, así que, me levanté, molesté a toda la fila para poder salir (creo que no pasaría desapercibido para él) y me dirigí a los aparcamientos. Conocía su auto y, amparándome en la oscuridad del recinto, lo forcé. Una vez dentro procedí a abrir el capó. Después hice un pequeño corte en el cable del líquido de freno. Un hilillo comenzó a salir. Cerré el portón.
La salida de aquel lugar, casi en la cima de una colina, solo era posible por una carretera que descendía hasta aproximarse a la entrada de la ciudad. Puedes inferir lo que ocurrió. Me retiré a una distancia prudencial con mi propio auto y esperé a que saliera. Quería verlo con mis propios ojos. En ese momento no tuve en cuenta que su mujer volvería a quedarse sola, que quizá su familia se rompiera. Ya era tarde, aunque eso era un daño colateral, necesario. Al cabo de un buen rato, creo que hasta dormí unos minutos, oí el ruido de un motor de coche y, poco después, pasó cerca de donde me encontraba. Arranqué rápido mi vehículo y me dispuse a seguirlo a una prudencial distancia.
El auto fue acelerando por efecto de la gravedad sin que su conductor, pisando de continuo el pedal (lo veía por las luces de frenada) pudiera hacer nada por evitarlo. Finalmente, en una de las curvas se salió de la carretera y se precipitó por un barranco. La explosión que siguió a su detención en el fondo fue impactante. Sin abandonar mi vehículo continué hasta llegar a la ciudad.
Los días siguientes transcurrieron con normalidad y un día llamaron a la puerta de nuestra casa. Era la policía, que podrás saber a lo que venían. Lo que no serías capaz de adivinar, o tal vez lo sepas es que, en la oscuridad del aparcamiento donde no creí haber sido visto, sí que lo fui. El descuido, en mi ciego deseo de venganza, me llevó hasta esta prisión de donde quizá no salga.
Por eso, padre, por favor, cuida de mi familia desde donde estés.

https://clubdeescritura.com/convocatoria/iv-concurso-historias-familia/leer/837762/padre-deja-que-te-cuente/

Otra noche más en la oficina

Otro día en el que tendré que permanecer unas horas más de lo habitual en la oficina. Un cúmulo de excusas nunca dichas se deben amontonar en la mente de mi esposa: descuadre en las cuentas, organización del trabajo para el día siguiente, auditorias inesperadas y un largo etcétera que, casi con toda seguridad, están minando seriamente el matrimonio, condenándolo a su extinción. Seguro que pensará que tengo una aventura. ¿Cómo podría negarlo llegado el caso? Lo cierto es que me ignora. Hace mucho que no hacemos el amor. Ni siquiera me mira a la cara cuando le hablo, no me contesta, solo esa cara lánguida… Creo que está cayendo en una profunda depresión que debe ser tratada de inmediato. En algún momento me decidiré a plantearlo.
Leales empleados colaboran conmigo en esta ardua tarea. Pero no puedo retenerlos mucho tiempo más. De Recursos Humanos me advirtieron de la escasez de fondos para liquidar horas extra y no puedo abusar de su buena voluntad. Entonces, como siempre, me quedaré solo, con el vigilante, el nuevo. El anterior pidió a la empresa su traslado porque las largas noches en soledad trastornaron su mente haciéndole creer que unos entes fantasmagóricos producían ruidos por diversas dependencias. Estos inconvenientes le provocaban estar toda la noche de aquí para allá buscando la puerta o ventana violentada para dejar expedito el camino con intención de robar quien sabe qué cosas de interés, que ya no dinero por encontrarse éste a buen recaudo en los furgones blindados que, diaria e invariablemente, a las ocho de la tarde era retirado del edificio.
El vigilante llegaba hasta donde había oído el ruido percibido por su agudeza y entraba, linterna en mano, enfocando la luz hacia todos los rincones. Por suerte para él no se produjeron nunca intrusismos pero sí manifestó en sus informes movimiento de sillas, apertura de cajones y otra serie de increíbles hechos de los que nunca pudo demostrarse su veracidad. Su excesivo celo laboral impidió que pudieran prescindir de él por ese motivo. Sin embargo, él mismo pidió ser relevado del puesto ante una situación que le estaba oprimiendo más cada día que pasaba. Algún bromista con quien sabe qué artilugios dirigidos a distancia estaría provocando aquel minúsculo caos. Eso fue lo que trascendió.
Tampoco era mi problema ni mi objetivo averiguar qué fue lo que realmente pasó aquellas noches, aunque, a decir verdad, también comenzó a preocuparme esa obsesión que se iba generalizando entre el resto de trabajadores de la compañía. Es increíble la susceptibilidad de la mente humana, su maleabilidad, su moldeo por otras mentes. A mí no me ha causado ningún efecto. Es más, me produce hilaridad esa psicosis absurda. Pero nadie se atreve a decírmelo a la cara. Deduzco que sabrán, dado mi carácter supongo que para muchos agrio, que no soy proclive a escuchar semejantes patrañas.
Estoy tan ensimismado en el estudio de estos documentos que no he advertido la marcha del resto. No recuerdo haber oído el sencillo “Buenas noches, sr. Rodríguez”. Quizá, ni siquiera se hayan tomado esa molestia por no querer importunar mi visible concentración… Me faltan datos en este informe. Tengo que ir a los archivos. El vigilante debe haber llegado ya. Seguro que no le sorprende el hecho de encontrarse conmigo a estas horas todas las noches, aunque tampoco me saluda al verme. ¿Tan desagradable soy que no merezco siquiera un simple “hola”?
Pulso el botón del ascensor justo cuando aparece por el fondo del pasillo. El ruido de los motores le hace volverse hacia mí y acercarse. Parece que quiere echar un vistazo aprovechando que bajo. Mira incrédulo a la puerta, expectante, echando mano a su porra. La puerta se abre y se introduce tras de mí después de dudar unos segundos. Él mismo pulsa a la planta del sótano. Suelto un gracias que no es respondido. Tal vez haya hablado tan bajo que no lo ha oído. El persistente y típico silencio, rara vez alterado del habitáculo, no se rompe, pero no estoy dispuesto a repetir mi agradecimiento ni a hablar de cualquier asunto trivial, del tiempo, que es lo más común. Cuando llegamos al sótano salgo el primero y me dirijo hacia los archivos. Él permanece en el ascensor, escudriñando con su linterna, hasta que finalmente decide salir. Lo veo enfocar en todas direcciones. ¿Qué diantres estará buscando?
Abro el archivador histórico y rescato la carpeta que me interesa. El vigilante sigue mirando por ahí. No le presto atención. El documento que me interesa fue revisado por mí hacía un par de semanas, pero ahora tiene un post-it: revisado por el fallecido Sr. Rodríguez.

Bucle

En la habitación en penumbra la nieta se afana en preparar todo lo necesario para el cuidado de su abuela. Ésta la mira desde la cama, inmóvil, con sus ojos acuosos y con una leve sonrisa en su rostro, la única que puede ya articular a su avanzada edad. La nieta está concentrada en sus quehaceres: ha cambiado el agua del balde y ha colocado cerca paños para humedecerlos y proceder al lavado de cara, brazos y manos. 
Ayer el lavado fue más completo pero hoy ya no lo necesita. También ha tirado la cuña con sus excrementos y la ha limpiado para un nuevo uso. A pesar de su corta edad no repara en el repugnante olor y visión de los mismos. Alguien tiene que hacerlo y por ello supera toda posible repulsión. Le retira también con cuidado su ropa, levantándola con mucho cuidado y mimo, y le coloca una nueva prenda que, asimismo, se ha encargado de lavar y poner a secar. No le pesa dedicarse a todo puesto que ya no queda nadie más en la casa. Cuando todo ese proceso concluye, se sienta a su lado y le lee uno de sus libros favoritos. No entiende muy bien algunos de los párrafos pero se limita a leer, ya lo entenderá cuando se haga mayor. Su abuela no puede prodigarse en explicaciones que, de seguro, llevarían a una cadena interminable de nuevas preguntas y respuestas. 
Más tarde preparará algo de comer para ambas. Una sencilla comida. Conoce y sabe hacer, al menos, una decena de ellas. Pero eso será más tarde, aún es temprano. El sol comienza a calentar la habitación donde ambas viven prácticamente todo el día, a excepción de cuando la nieta se retira a la contigua, donde una chimenea, con un caldero siempre dispuesto a recibir los ingredientes necesarios para elaborar una suculenta comida, arde de continuo gracias a la inmensa pila de leña amontonada fuera. Una pila que no merma ya que alguien cada día se encarga de reponer los leños gastados para que las dos mujeres jamás queden desprovistas de calefacción ni del necesario fuego para cocinar. Y así van pasando los días, las semanas y los meses. Todo siempre igual. 
La nieta va creciendo, haciéndose una joven fuerte y atractiva. Y su abuela la contempla con admiración porque le recuerda a cuando era como ella.
Cuando un día despierta, postrada en la cama, sin poder moverse, una gran desazón la invade por saber quién se hará cargo de los cuidados que va a necesitar. Pero ahora las cosas han cambiado. 
La vida pasa rápido, casi sin darnos cuenta. Su abuela murió ya hace muchos años y ahora mira como su nieta, tan joven como antaño era ella, se está encargando de hacer que sus últimos momentos de vida sean tan placenteros como los que le proporcionó ella misma a su querida abuela.

En un lugar de la Mancha

"En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor."

Así comienza la obra posterior, aunque debería decir, en honor a la verdad que, más que no querer recordar el nombre del lugar, mejor quisiera omitirlo por respeto hacia sus habitantes, los cuales se convirtieron en simples víctimas de las fechorías del hidalgo en el tiempo que residió allí. Dicen que terminó marchando de allí en busca de aventuras, acompañado por un fiel escudero, pero esa es la otra historia.
Se decía de él que causó graves quebrantos a la hacienda del reino de España; que propuso la realización de obras públicas en las que aportaría gran parte de sus recursos económicos conseguidos en otros tiempos en campañas allende los mares, a cambio de una contraprestación económica por su uso, algo así como los derechos de pontazgo, portazgo, usufructo, u otros similares de la época.
Visité el lugar para realizar un exhaustivo estudio de las maquinaciones que tuvieron lugar en aquella época, urdidas por el antedicho hidalgo del que, asimismo, omitiré su nombre, en esta ocasión por respeto a sus descendientes, pero que para referencias futuras lo llamaremos simplemente Q. Del estudio realizado, que no voy a reproducir aquí por el volumen del mismo y su tecnicidad, reseñaré algunas de las actuaciones realizadas ya sean por su resonancia o repercusión futuras, por lo disparatado de ellas o por alguna otra jocosa  razón.
Empezaré por una de las iniciativas, la primera que aparece registrada en los libros, que consistió en la proposición de levantamiento de una muralla alrededor de la que ya existía protegiendo la ciudad. Una doble muralla era una locura si la función de protección ya estaba preservada con la primera, pero Q argumentaba que esa muralla no resistiría los ataques de un hipotético ejército del que había oído en sus numerosas campañas que era implacable y sangriento. Como gozaba de buena reputación, finalmente se acordó el levantamiento de dicha muralla, sobre todo teniendo en cuenta que gran parte del coste sería asumido por Q. Sin embargo, las obras de construcción comenzaron sin que este soltase un céntimo porque su dinero “venía de camino”. Su patrimonio estaba fuera de España y vendría por barco, lo que retrasaba la necesaria financiación de su parte. En último término solo aportó una mínima parte, porque “su barco había sido saqueado” y solo podía dar lo que tenía en ese momento, hasta que una nueva expedición trajera lo expoliado. No obstante, el derecho de portazgo comenzó a cobrarlo como si realmente hubiera corrido con gran parte del coste.
La deuda se le estuvo exigiendo unos años, hasta que cayó en el olvido por la acometida de nuevas obras y, como puede suponerse, la aparición de otras deudas. El castillo necesitaba reforzarse. Sus almenas estaban medio derruidas. Su portón de entrada podía echarse abajo, a poco que se empujara con un tronco de árbol. El temido ejército había entrado en España, se lo habían comunicado sus emisarios. La obra se calificó de urgente y, por supuesto, el dinero no vino de sus manos. Pasados unos meses, no apareció ni el ejército ni el dinero. En esta ocasión, el barco, lamentablemente, se había hundido en un temporal en el cabo Finisterre. Q simuló caer en una profunda tristeza y se quedó excesivamente delgado. Empezó a conocérsele por el Caballero de la Triste Figura. Su caballo quedó igualmente famélico, ni siquiera montaba ya en él por temor a que se derrumbara y no se levantara más. En esta ocasión, el cobro de derechos se tradujo en una ocupación real del castillo, relegando a un segundo plano a los ocupantes por derecho propio, conde y condesa. Ni que decir tiene que esa ocupación lo era con todas sus consecuencias: protección, sirvientes, reconocimiento social,...
Pero su cabeza seguía funcionando. ¿Qué nuevo engaño podía tramar que le siguiera proporcionando beneficios? La amenaza del ejército seguía viva y el condado no disponía de efectivos suficientes para hacer frente. Por tanto, la solución pasaba porque él se hiciera cargo de formar uno y, en este caso, por excepción, el dinero forzosamente tenía que venir del reino ya que Q no conseguía beneficios directos por cobro de derecho alguno. Así pues, siguió enriqueciéndose.
¿Y el ejército que la hacienda del reino le había pagado religiosamente? Sencillamente estaba de camino, pero esta vez no vendría por barco. No habría nueva calamidad soportable. Venían por tierra y estaría allí en menos de un mes. Según había oído, el sanguinario ejército invasor se encontraba arrebatando tierras en el norte de España, por lo que el tiempo que emplearían en llegar hasta el lugar sería de, al menos, calculaba Q, unos tres meses tirando por lo bajo, ya que debían conquistar otros territorios por el camino. Entonces se recordaron sus deudas anteriores.
Jamás llegaron sus prometidos dineros ni por barco ni por tierra. Había llegado el momento de emigrar, pero dignamente. Él mismo se encargaría de ir en busca de sus riquezas y volvería para satisfacer todas sus deudas. Tan solo le acompañaría un lugareño, conocido como Sancho Panza.

Sospechas

Entro en el edificio cargado con bolsas de compra. El ascensor está averiado, reza un papel pegado con cinta adhesiva. Un fastidio, porque tengo que subir las escaleras hasta la sexta planta donde recientemente me he mudado.
En la primera planta la conversacion de dos vecinas se detiene al verme. Las dos me miran suspicaces, aunque ya estoy acostumbrándome a esos desaires y no le presto atención. Sigo subiendo el otro tramo de escalera y al llegar arriba me paro unos segundos a descansar. Suelto las bolsas en el suelo y una de ellas se tuerce por el peso de uno de los botes, derramando parte de su contenido. Por suerte no se ha roto nada. Un vecino, alertado por el ruido, se asoma en bata. Buenos días, me dice y cierra la puerta. Recojo lo vertido y reemprendo la subida.
En la tercera planta me sorprenden los ladridos de un perro que está siendo sacado a hacer sus necesidades. Una disculpa por la actitud del animal es lo único que sale de boca del dueño. Le respondo que no es nada, aunque me he llevado un susto de muerte, mientras pienso 'espero que recoja los excrementos'. No sé si será el de él, u otro, el que tiene por costumbre dejar la puerta de la calle plagada de los molestos montículos que, a punto he estado de pisarlos al llegar.
Cuarta planta. Bueno, ya solo quedan dos. Las puertas están cerradas, pero justo cuando voy a empezar a subir una de ellas se entreabre, curiosa. Miro hacia ella y, como si de un resorte se tratase, se cierra de forma súbita. Espero unos segundos en los que, de seguro, se me estará observando a través de la mirilla. Observo la ranura de luz que se filtra bajo esa puerta y, efectivamente, se ven dos inequívocas sombras de los pies. Hago un gesto de negación y sigo mi camino.
En la quinta planta todo el mundo está fuera, como alarmado. Ya había escuchado el murmullo casi desde abajo. Pero nadie dice nada. Todos callan. Este misterio hacia mi persona me está empezando a agobiar, aunque no quiero indisponerme con ningún vecino ni que sea tachado de indiscreción, así que continuo mi ascenso.
Al fin, sexta planta. Un par de policías esperan fuera, en el rellano. Al lado de mi piso la puerta está abierta, con una cinta amarilla cruzando de lado a lado. Llego a atisbar en su interior a la científica tomando fotos y muestras de huellas. Un policía de paisano, posiblemente detective, sale y me pregunta si soy el inquilino del piso adyacente. Le respondo que sí, que vengo de comprar como se puede ver.
─Lo siento señor, pero tenemos que hacerle algunas preguntas. La joven que vivía aquí ha sido asesinada.
Entonces, velozmente, circulan por mi cabeza los recientes intercambios de fluidos corporales con la joven y guapa vecina, el compartir su cama, el beber vino de sus copas, tocar sus discos y un largo etcétera que me ponen, sin haber hecho nada, en muy graves apuros. Ahora puedo entender todo lo acontecido en mi subida y estoy seguro de que nadie moverá un dedo por ayudarme.

domingo, 14 de abril de 2019

Traslado a la mansión

Cuando llegué a aquella gran casa, siendo aún muy pequeño, recuerdo que todo el mundo nos esperaba a las puertas. Bajamos del coche y hubo un gran alboroto y regocijo con mi llegada. No podía entenderlo, porque creo que no me conocían de nada. Alguno se atrevió, incluso, a pasar su mano por mi cabeza alisando mi pelo. Aún así agradecí tal recibimiento sin llegar a saber si cumplía con sus expectativas mirando largamente a quien me condujo hasta allí en busca de su aprobación. Una sencilla sonrisa en su rostro así me lo dio a entender.
Lo que más me impresionó fue que la gente no dejaba de moverse de un lado a otro, realizando múltiples tareas sin incordiarse. Adiviné entonces que, de un modo u otro, nunca me faltaría la atención que merecía y que mi estancia allí sería muy agradable. Aún no comprendía cómo se me había alejado de mi madre y de mi hogar, cómo se me había obligado a abandonar aquel barrio al que ya me había llegado a acostumbrar, a mis amigos que tal vez no volviese a ver. Cierto es que no era un lugar como ese otro, que la basura se amontonaba en las estrechas calles a las que no accedía la luz del sol y que, al hacerse la noche, estar en ellas no era muy recomendable. Además se oían muchas sirenas que no cesaban de sonar hasta casi el amanecer. Pero aparte de este detalle yo estaba a gusto allí. Quizá se pensase que necesitaba otro ambiente para crecer. Que si tenía la oportunidad que se me brindaba no convenía desperdiciarla. ¿Quién era yo para opinar qué era lo mejor para mí?
No pasó mucho tiempo cuando observé un segundo detalle que, asimismo, me impresionó en gran manera. Y fue que, en uno de mis habituales paseos por las dependencias de la casa, pude ver que uno de los sirvientes era cruelmente azotado, sin dejar de recibir improperios por el dueño de la casa. Me pareció muy salvaje aquella actitud pero me limité a retirarme sin ser visto para no ver sufrir a aquel desgraciado. Hasta ese momento, para mí, el desconocido dueño había sido la mejor persona del mundo, pero verlo actuar de esa forma me desconcertó. Tanto que llegué a pensar que debía tener mucho cuidado con mis acciones para no ser reprendido hasta ese punto, cosa que no dudaba que pudiera acontecer en un futuro.
En mis largos paseos por el bosque cercano disfrutaba mucho al aire libre ya que el resto del día lo pasaba dentro de la casa. Él, mientras, permanecía pensativo y rara vez me hablaba. Supuse que estaría triste por alguna razón que no alcanzaba a entender. Tenía todo lo que necesitaba, mucha gente estaba pendiente de él, entonces ¿por qué? No podía estar enfadado conmigo porque seguíamos saliendo al campo pero yo veía que algo lo acongojaba. Estaba tan ensimismado en sus pensamientos que, al regreso, no percibió que una gran rama de un árbol cercano se desprendía por efecto del fuerte viento. Si no hubiera llegado a empujarlo le habría caído encima produciéndole graves daños o, incluso, la muerte. Aunque no dijo nada sé que en su interior me lo agradecería eternamente.
Los días pasaban. Mis esperanzas de volver a mi hogar se iban alejando con ellos. ¿Y mi madre? qué mal lo estaría pasando por no poder ver a su hijo. Porque, al igual que yo no la veía y sentía tristeza por ello, pensaba que ella tendría esos mismos sentimientos. Jamás imaginé que hubiera querido desprenderse de mí. Solo que había sido el elegido entre todos mis hermanos para abandonarlos en pos de un futuro mejor. Pero quizás algún día regresase, antes de que fuese demasiado tarde, y pudiera sentir la alegría de estar de nuevo en casa. Porque tal vez el tiempo en que debía permanecer allí fuese más largo de lo que yo esperaba.
Dentro de la casa todo era tranquilidad. Sonaba una música relajante durante todo el día. No se oía una sola sirena, tan solo los pájaros en los cercanos árboles y las conversaciones, escasas, entre aquella servidumbre. Se me trataba bien, de eso no cabía duda, pero ¿acaso no tenían en cuenta que estaba lejos de mi hogar o, tal vez, es que ellos no eran nadie para discutir las órdenes de su amo, so pena de ser azotados? Éste permanecía ausente casi todo el día. Salía temprano por las mañanas y aparecía cuando el sol empezaba a descender, dirigiéndome entonces unas escuetas palabras. A mí me bastaba con eso. Creo que no me trataba como al resto. Yo era especial para él, de alguna manera.
Pero llegó el día. Montamos en el coche. Yo no cabía en mí de gozo. Aquello no era el habitual paseo por el bosque. Regresaba a mi hogar, seguro. Me acomodé en el asiento trasero y emprendimos la marcha. Como había pasado mucho tiempo no lograba recordar aquellos paisajes, aunque podíamos estar dirigiéndonos por otro camino. Él seguía sin hablar. De pronto paró el coche y me hizo bajar. Cerró la puerta y se dirigió de nuevo a su asiento. Arrancó y aceleró bruscamente, desapareciendo en unos minutos de mi vista.
Mi primera decisión fue correr tras él, pero pronto advertí que no servía de nada. La velocidad del vehículo era muy superior a la que yo podía desarrollar y nunca lo alcanzaría. Y aunque en los paseos yo corría siempre mucho más que él, al estar montado en la máquina él era más rápido que yo. Aún así seguí andando por aquella carretera siguiendo la pista que me proporcionaba mi agudo olfato.
Sentí miedo cuando se hizo de noche, pero no debía desfallecer ni sucumbir a él. Nadie se atrevería a atacarme. Ya tenía la suficiente corpulencia y fuerza como para arredrar a quien lo osase. Y aunque fue muy largo el camino sabía que cada vez me hallaba más cerca. En todo el trayecto fui creando una creciente sensación de odio. No estaba bien lo que me había hecho y debía pagar por ello.
Finalmente llegué a la gran casa. Una luz en la planta baja. El resto, a oscuras. Sabía por donde introducirme sin despertar a nadie y esa oscuridad era mi aliada. Llegué hasta su habitación. Por fortuna, ese día no estaba junto a él aquella sirvienta. Hubiera desbaratado mis planes.
Sin dar tiempo a que reaccionara y, por ese instinto básico que me enseñaron desde el primer momento, procedí a morder su yugular con fuerza. El forcejeo de sus brazos y arañazos de poco le sirvieron. Como tampoco podía gritar, nadie se apercibió de lo que ocurría dentro de aquella habitación. Cuando sus brazos cayeron supe que había acabado con su vida y me retiré de allí con el mismo sigilo que con el que entré.
Recorrí de nuevo aquella carretera con la esperanza de regresar a mi hogar. No descansé. El deseo de encontrarme de nuevo con mi familia deshacía todo rastro de agotamiento. Por fortuna, al poco pude percibir un resplandor débil en el horizonte y algo después pude ver las luces de la ciudad.
Una vez dentro de ella, encontrar de nuevo a mi familia no fue difícil. Mis ladridos pronto tuvieron respuesta.

Deuda saldada

Inexplicablemente el tugurio estaba a rebosar de gente. Tal vez se tratase de la hora feliz. Oscuro y lleno del humo de decenas de cigarros, apagados o aún ardiendo, por el que la débil luz de la barra se proyectaba a su través intentando llegar hasta la pared del fondo, Tomás atravesó la estancia sin mirar demasiado a su alrededor y pidió una copa al somnoliento camarero, tomando uno de los taburetes cercanos para sentarse. 
Un cliente le tocó por detrás en el hombro y le recriminó que ese asiento estaba ocupado por él y que solo lo había abandonado unos instantes para hacer sus necesidades. Parecía no haberle sentado muy bien la acción de Tomás; era evidente que estaba bebido y vestía de forma perdularia. Tomás se disculpó de la forma más complaciente posible, argumentando, con toda la razón y con una leve sonrisa, que el mueble estaba desocupado y por ese motivo lo tomó. Por tanto, le insinuaba que su petición había sido desmedida y que estaba esperando sus disculpas. 
A pesar de la bebida el tipo reaccionó y pidió perdón de una forma que a Tomás le pareció como de haberse tomado demasiada confianza, por lo que le lanzó una fulgurante mirada enmarcada en su rostro endurecido por la situación creada. El tipo cogió el taburete y se volvió, queriendo finalizar con ello el percance. Tomás cogió su copa y la apuró de un trago, percibiendo por el rabillo del ojo que estaba siendo furtivamente observado por aquel indeseable borracho. No quería inmiscuirse en una pelea que, a poco que quisiera, tendría lugar sin duda e ignoró la acción.
Pidió otra copa. La gente seguía formando ese ruido cada vez más elevado, producto de querer superar con su conversación al vecino. El camarero pasaba inútilmente un paño casi seco por una barra que acumulaba grasa, podría decirse, de décadas. El borracho movió levemente su brazo acercando unas monedas al vaso de Tomás. Éste no daba crédito. ¿Qué pretendía con ese detalle? Miró las monedas. No las reconocía, parecían monedas antiguas. ¿Acaso quería vendérselas? Se lo preguntó directamente. 
No, se las regalo, fue su respuesta. Por la mente de Tomás comenzaron a cruzar pensamientos de un intento vano de comerciar con su cuerpo, pero no quería ser desagradecido ante la insistencia. Cogió las monedas y le dio las gracias. Apuró su copa, pagó y salió del local. Se sentía mareado, pero tan solo había tomado dos copas, eso era perfectamente soportable por su cuerpo. Sin embargo, tras dar unos pasos cayó en redondo. Cuando despertó estaba siendo observado por el borracho y se sobresaltó.
─¿Qué diablos quiere?─ gritó.
─Solo quiero ayudar─ respondió el tipo, y continuó ─estás en una época que no te pertenece y no sabrás desenvolverte a partir de ahora. 
Tomás miró a su alrededor.
─¿Cómo has podido drogarme? 
El tipo negó con la cabeza a la vez que extendía las palmas de sus manos hacia delante. En cierto modo a Tomás la calle le resultaba extraña. Entonces vio cruzar al fondo una calesa. 
─¿Dónde estoy? 
─Estás en casa─ le respondió. ─En cierto modo tu mujer me ha obligado a realizar este viaje, pero también es cierto que tenía una deuda contigo que acabo de saldar─ continuó diciendo.─ Acompáñame.
Perdido como se hallaba, a Tomás no quedó más remedio que obedecer. Y transitando por las oscuras calles, iluminadas con faroles de gas, adoquinadas, estrechas, con el cruce casual de otra calesa, supo que aquel tipo debía tener razón. Llegaron hasta una vivienda y abrió la verja de la entrada. Después golpeó con sus nudillos la puerta. 
Abrió una extraña mujer, aunque más raro fue que, curiosamente, conocía a Tomás. A los ojos de ella asomaron unas lágrimas. Hizo ademán de que pasara y Tomás miró a su compañero.
Con ese dinero podrás salir del apuro en que te encuentras. No volveremos a vernos.

Charlotte

—Mira, ahí va. Andando bajo la acera, expuesta a ser atropellada. No parece que le importe, está en sus dominios. Fíjate que casi no se mantiene sobre sus piernas. Parece increíble que aún puedan sostener ese endeble cuerpo, maltratado por ella misma, vilipendiado, a pesar de ser su único medio de subsistencia. Sí, es Charlotte, inconfundible. Su melena rizada rojo caoba, su típico andar... Ha tenido la mala suerte de vivir en este degradado barrio, quizá desde que nació. Un barrio que retroalimenta su caída hasta lo más profundo, que se hunde sin remedio como un cuerpo atrapado en arenas movedizas, cuanto más se mueve más lo engulle la tierra.
—No. Te digo que no nació aquí. Ella llegó con su familia y se instalaron en aquella desvencijada casa al final de la calle ¿recuerdas? Solíamos jugar dentro. Entonces era una chica joven, normal, algo inquieta eso sí, pero nada más. Su desgracia vendría poco después. Conoció al que, sin darse cuenta, la fue introduciendo en ese mundo. Él fue quien le puso ese nombre, porque no se llamaba así, no. La verdad es que no me acuerdo como se llamaba ¿y tú?
—¡No me hagas recordar mi pasado! Sabes perfectamente que odio retroceder en el tiempo. Hace que afloren en mí indeseables estados anímicos que me llevan a cometer locuras. Ahora me siento bien. Tengo expectativas de trabajo. Soy feliz ¿es que no se nota?
—Sí, es cierto. Ni siquiera me soportabas entonces. Me rechazaste y terminaste por abandonarme. Aquello me dolió profundamente. Intenté en muchas ocasiones un acercamiento, pero tú siempre me dabas la espalda. No me escuchabas y, créeme, intentaba ayudarte porque te aprecio mucho.
—Lo sé, amigo. Por ese motivo también quiero ayudar a esa muchacha. Quiero sacarla de esa vida de perdición. Y tú me vas a prestar apoyo. Bajemos del coche y retrocedamos hasta donde la hemos visto. Con un poco de suerte quizá logremos encontrarla.
—¡Cochero, deténgase!... Sí, ya sé que esta no es la dirección que le indiqué, pero puede marcharse, tome su dinero y, gracias.
La noche ha caído. Una niebla comienza a levantarse por la empedrada calle. Los pasos resuenan y se oyen a lo largo de ella. Solo sus pasos. Nadie más camina por ahí. Dobla la esquina y se adentra en la calle en que estaba Charlotte. Apresura su andar para no perderla, un cliente podría haber ya requerido sus servicios y entonces... entonces tendría que esperar otro momento. Pero no, ha tenido suerte. Ahí está.
—¡Señorita!... no he podido resistir la tentación de detener el coche, y le aseguro que he luchado con todas mis fuerzas, pero su belleza me ha cautivado.
—Será mi último cliente. Hoy he tenido un día muy duro y quiero volver pronto a casa.
—Usted no me recuerda, pero yo sí. Desde hace tiempo... Acompáñeme, vivo cerca.
Ambos se introducen en un callejón estrecho. No se puede ver más allá de algunos metros y, en cierto momento, él se detiene, se acerca a ella, la abraza. Ella se abandona y él la besa con pasión. Después saca su daga y se la clava en el abdomen una, dos...cuatro veces, mientras tapa la boca de ella con su otra mano. Ella cae, resbalando de entre sus brazos.
—Mi nombre es Jack, no se lo había dicho aún. Ahora tengo que cumplir una desagradable tarea. Pero mi amigo y yo hemos decidido que es lo que procede. Usted solo ha tenido la mala suerte de ser la primera.
Jack se marcha dejando en la calle restos dispersos de Charlotte. Más tarde se descubrirá el cadáver y la policía de Londres se volverá loca para intentar, sin éxito, atraparlo.

Recuerdos

Recuerdo ese silencio en el pueblo, tan solo roto por el distante campaneo que, de tarde en tarde, dejaba oír su lamento. Roto por los vientos que azotaban el valle cuando el cierzo arreciaba. Roto por el lejano pitido de la locomotora que se aproximaba a la estación con sus viajeros y se detenía para dejar, pero sobre todo para recoger, su pasaje... 
Pero también recuerdo las fiestas del pueblo. Aquellas en las que se lanzaba, sin ningún resquicio de dolor, desde lo alto de la iglesia, desde su campanario, a una pobre cabra que, de otro modo, también tendría el mismo final si se decidía hacer una caldereta de chivo; la diferencia solo estaba en la forma de morir. Y al llegar la noche, los bailes en la plaza mayor, donde una orquesta tocaba sin parar una música que invitaba a unir a las parejas, jóvenes y mayores, en una danza sensual solo interrumpida por las escapadas, protagonizadas por los zagales hacia sitios más íntimos y ocultos a la vista de los demás, para desfogar sus ardientes deseos encendidos por el acercamiento que propiciaba el bailar pegados. Recuerdo cuando el pueblo acogía a muchos habitantes y a sus hijos. Recuerdo como se fueron marchando éstos y como el pueblo fue envejeciendo. 
Ahora paseo por sus vacías calles, por su plaza mayor, por su cementerio. Y veo la lápida con mi nombre y mis años de nacimiento y muerte.

Vidas paralelas

1
Un día más la misma rutina, un problema tras otro, las difíciles relaciones con los clientes y, especialmente, con los proveedores. Se podría decir que estos eran los que le ocasionaban mayores dolores de cabeza. Lo que podía tardar un día se transformaba en tres, cuatro, cinco, o más. Si era una semana cabía la posibilidad de demorarse hasta quince días. ¿Se podía ser más inepto?. ¿Es que tienen tantos clientes que no pueden dar abasto?... Sus pensamientos se ven interrumpidos por el teléfono que suena bajo el abultado montón de papeles de la mesa de Jorge. Molesto, decide en un primer momento no cogerlo pero, debido a la inquietud que se va apoderando de él por todos los pedidos que tiene pendientes de suministrar, pronto terminará cogiéndolo.
Diga...
Buenos días, González. Soy Pedro Ramírez, ¿podría venir a mi despacho?.
Buenos días, D. Pedro. En un momento estoy ahí.
Jorge cuelga el teléfono y se atusa el pelo antes de subir al encuentro con el Director Comercial. Se pregunta qué rayos querrá y no entiende por qué no se habrá dirigido a su jefe inmediato que es como normalmente se hacen las cosas en la empresa. Espera no encontrarse con un problema grave, entiéndase prescindir de sus servicios, pero descarta la idea ya que debería haber recaído esa función en su inmediato superior. Se acerca a la secretaria para anunciar su cita, pero esta ya lo ha visto llegar y le hace señas para que pase al despacho. Un par de toquecitos en la puerta y la voz de D. Pedro se oye fuerte y clara:
¡Pase!. 
Usted dirá, D. Pedro. 
¡Siéntese González...! No me voy a andar con rodeos─ y a Jorge se le hace un nudo en la garganta─ Imagino que habrá visto el último informe que he pasado a su jefe la semana pasada: las ventas han crecido significativamente en el pasado 2005 y, tengo que decirle que buena parte del éxito ha sido gracias a su gestión. Quiero proponerle un ascenso a jefe del departamento comercial ¿Qué me dice?
¡Vaya!, menuda sorpresa. Me deja usted sin palabras... Definitivamente puede usted contar con que no le defraudaré. Muchísimas gracias. 
No las merece González. He preparado lo necesario para que se traslade a la segunda planta la próxima semana. Liquide sus asuntos y traslade las gestiones que queden pendientes a su jefe. Él se encargará de redistribuirlas. Cuando termine de instalarse vuelva a verme para ir definiendo líneas de actuación futuras. Y ahora, si me disculpa, debo continuar. Dentro de unos minutos tengo una importante reunión...
Gracias de nuevo, D. Pedro. Buenos días.
Jorge abandona el despacho y se dirige a su mesa de trabajo. Está anonadado y su cabeza comienza a dar vueltas sobre el cambio que se va a producir en su vida: ¡un ascenso a jefe de departamento después de tantos años de sacrificio!. Asumirá más responsabilidades, pero también tendrá una mayor remuneración y, posiblemente, su jornada laboral se alargue ahora mucho más. Esto dará lugar a conflictos en su hogar. Como casi es la hora de salir decide irse ya.
Conduce como un autómata, y no le importa que otros conductores cometan irregularidades que, en otras circunstancias, lo sacarían de quicio. Sus pensamientos están en otra parte. Cuando llega a su domicilio aparca el coche cuidadosamente, meditando cómo comentará la noticia a su mujer, y sube a su vivienda. Su mujer lo recibe fríamente y, sin darle tiempo a reaccionar, le suelta “Jorge... he decidido pedirte el divorcio. Las cosas no parecen mejorar entre nosotros y, no creas que no lo he meditado bastante. Lo siento, no hay marcha atrás”, termina impetuosamente de decir debido a la tensión que ha estado soportando. Pero Jorge no contesta ni transmite la buena noticia, no es el momento más adecuado. Da media vuelta y se dirige a la calle. Debe pensar, digerir lo que inesperadamente acaba de escuchar.
Camina lentamente, cabizbajo. Dos sorpresas de signo opuesto en el mismo día. ¿Cómo era posible que su mujer hubiera decidido abandonarlo?. Últimamente la había notado extraña, pero no hasta tal punto. No podía permitirlo, aunque se había marchado sin decir palabra, lo cual era tanto como admitir la separación. ¡Un regalo!, eso es, un buen regalo que calmase la tormenta para intentar disuadirla de su descabellada idea. Debía existir aún alguna solución. No estaba dispuesto a tirar la toalla.
Paseando por la Gran Vía, unos grandes almacenes en la acera de enfrente le brindan la oportunidad de adquirir el deseado presente. Decidido atraviesa la calle y es entonces cuando recibe un brutal impacto que lo envía al suelo. El conductor del vehículo baja visiblemente asustado. Jorge yace sobre el asfalto inmerso en un charco de sangre. El tráfico se colapsa, la gente comienza a arremolinarse. Comienzan a sonar los inoportunos cláxones, pero Jorge solo percibe un murmullo, a veces roto por una insistente locución:
¡llamen a una ambulancia, por Dios!, ¡este hombre necesita un médico urgentemente!...
Jorge no puede moverse y siente como los ojos se le cierran inevitablemente.

2
Es madrugada cuando, debido a su irresoluble problema de insomnio, Jack decide salir a pasear por las vacías y frías calles de Londres. En estos paseos nocturnos una y otra vez le acometen los mismos pensamientos. Recuerda su niñez, y muy especialmente la última paliza que recibió de manos de su padre. ¡Jack, ven aquí!. Sabía lo que le aguardaba, una monumental paliza basada en cualquier falso pretexto, porque otra vez venía borracho, como casi siempre. Y tal como había previsto su padre le pegó salvajemente, ni siquiera dio explicaciones. ¡Te lo mereces, estúpido!, le increpaba mientras seguía golpeándolo. Finalmente lo abandonó en el suelo del salón y Jack lo vio marcharse tambaleándose. Algún día pagará por esto, dice en voz baja, casi imperceptible, no vaya a ser que su padre le oiga y vuelva a la carga.
En aquella época Jack vivía solo con su padre. Su madre murió unos años atrás, cuando era aún muy pequeño, y no la recuerda, pero siente que realmente la conserva en su corazón. Desde entonces había sido cuidado por su padre y, solo esporádicamente, por una tía materna. La mayor parte del día estaba solo porque su padre se lo pasaba en la taberna. Algunas veces lo traían a casa otros hombres porque era incapaz de tenerse en pie, y Jack debía cuidarse de meterlo en cama, desvestirlo, prepararle -si realmente podía hablar- algo de comer,...
El sentimiento de ira le invade al rememorarlo. Su padre murió poco después, víctima de una cirrosis crónica, y su venganza no pudo culminarse. ¡Maldito sea para siempre!, masculla. ¡Que arda en el infierno eternamente!. Entonces, algo llama su atención. Una mujer ha salido de una cercana casa en Thrawl Street y Jack decide seguirla, embaucado por su grácil movimiento. Algún conocido la saluda al doblar Whitechapel Road. Eso dice mucho de su condición. Jack pasa desapercibido, o al menos eso le parece.
Ha comenzado a formarse una densa niebla y acelera el paso para no perderla. El ruido de sus pisadas resuena en el adoquinado suelo y la muchacha se detiene y se gira para ver quien la sigue. Jack no lo duda y se acerca. 
─ Disculpe señorita..., me dirijo a Buck's Row. La niebla es cada vez más espesa y las calles están vacías. Una chica no debería ir sola a estas horas. Si me permite acompañarla. 
─ En realidad vivo muy cerca de aquí pero, de acuerdo, me apetece charlar con alguien por el camino.
─ ¿Me permite preguntarle su nombre? 
─ Me llamo Mary Ann Nichols, ¿y usted?
─ Soy Jack─ y a continuación la detiene cogiéndola fuertemente de un brazo. Antes de que la asustada chica pueda proferir un grito, Jack dirige ambas manos al suave cuello de Mary. En cuestión de segundos, y tras una fuerte presión, la chica cae desplomada.
Jack ha cometido su primer asesinato y se siente muy bien porque lo ha hecho con una gran frialdad, lejos de toda mirada, fácilmente y sin sobresaltos. Son cerca de las cuatro de la madrugada del viernes 31 de agosto de 1888. Necesita más. Saca un instrumento cortante de su abrigo y desgarra la ropa de Mary Ann para, a continuación, asestar un par de cortes en su garganta y después mutilar salvajemente el cadáver. Todo ocurre muy rápido amparado por la densísima niebla. Por último, arrincona el cuerpo y abandona impulsivamente la escena del crimen. Seguramente dormirá mejor esa noche.
A este asesinato seguirían otros, siempre con el mismo modus operandi. La noche, mujeres solas por las calles saliendo de alguna casa en la que ejercían el oficio más antiguo del mundo. No siempre pudo disponer del abrigo de la niebla pero se las ingeniaba para no ser visto. Tan solo una semana después acabó con la vida de Annie Chapman. El cuerpo fue localizado hacia las seis de la mañana del sábado 8 de septiembre. También recibió dos cortes en la garganta pero, en este caso, la mutilación abdominal fue más salvaje. Jack se sentía bien, su odio fraternal iba desapareciendo y, con el transcurrir de los asesinatos, se iba sintiendo cada vez más fuerte. La noticia ya había saltado a la opinión pública. Era famoso. Hasta le dieron un sobrenombre, el destripador, aunque no le atraía mucho el apelativo. Disfrutaba con su evasión de los controles policiales que se hacían cada vez más intensos y que intentaban en vano cercarlo. Pero él se estaba especializando, nunca lo cogerían. 
En la madrugada del nueve de noviembre acabó con la vida de Mary Jane Kelly. Nada hacía presagiar a Jack que esta sería su última víctima, porque la acompañó hasta su domicilio y acabó con ella de la forma más cruel que pudo, dejándola en su propia cama rodeada de sangre y vísceras. Abandonó la estancia y salió a la calle. Había amanecido y la gente comenzaba un nuevo día ajenos a lo que acababa de ocurrir a tan solo unos metros de ellos. Jack iba ensimismado en su obra y no acertó a ver aproximarse un coche de caballos que, a una velocidad un poco alta debía llegar a algún sitio urgentemente. Fue arrollado por los caballos. El cochero se apeó del pescante y dio la alarma. Fue trasladado al London Hospital inmediatamente.

3
Un médico de avanzada edad irrumpe en la habitación escasamente iluminada y se dirige hacia la cama del paciente en su habitual visita matutina. Observa los monitores mientras espera su informe nocturno de la evolución. La enfermera no tarda en aparecer
─ ¡Doctor!, buenos días. No le esperaba tan pronto... El paciente está recuperándose y, si se fija en la lectura del encefalograma... aquí... ve. Debe haber tenido una horrible pesadilla..., la agitación es extrema. Fue entonces cuando quise calmarlo y en ese momento me agarró fuertemente del brazo con ambas manos, tanto que... mire, aún se notan las marcas de sus dedos.
─ Continúe vigilándolo y avíseme tan pronto como vuelva a notar alteraciones nerviosas. Son estadios por los que, irremediablemente, pasan todos aquellos que salen de un coma profundo. Y esperemos que no le afecte demasiado, aunque por lo que me ha mostrado, su actividad cerebral parece desenvolverse dentro de los parámetros normales.
El médico se retira, echando antes un último vistazo a los monitores y la enfermera se queda allí mirando al paciente dormido. Transcurrirán unos minutos, no demasiados, y la pantalla que marca el ritmo cardíaco comienza a mostrar una inusitada actividad. Nerviosa, la enfermera mira el monitor y después al paciente, ¡sus ojos se han movido bajo los párpados!. Vuelve su mirada a la pantalla. Está cansada y cree, en un primer momento, que todo pueda deberse a su imaginación. Se vuelve a fijar y ahora lo ve muy claramente. Definitivamente sus ojos se mueven. Unos segundos de indecisión, da media vuelta y se dirige rauda al teléfono. Avisa a sus compañeros para que intenten localizar al doctor.
Este aparecerá por la habitación no mucho tiempo después con un fonendo al cuello y, aceleradamente, se dirige hacia el paciente. Éste mueve los ojos bajo los párpados, los aprieta levemente y comienza a despegarlos. Con su primera visión de aquel hombre vestido de blanco, con el aparato al cuello, deduce que se encuentra en un hospital, pero la pregunta es forzosa.
─ ¿Dónde estoy?...¿Qué me ha ocurrido?.
─ Está usted en el hospital general. Sufrió un brutal atropello hace semanas y ha permanecido en coma desde entonces. La enfermera que tiene a su lado ha sido su principal apoyo en todo este tiempo. Sin su ayuda no lo habría logrado, créame. ¿Cómo se llama?, diga el nombre de su mujer, donde vive, todo lo que recuerde.
─ Me llamo Jack─ y calla durante unos segundos, como si estuviera intentando recordar sobre sí mismo─ Perdone, estoy confuso... No recuerdo el nombre de mi mujer... 
No se llama Jack. Usted se llama Jorge-, replica el doctor. Su mujer ha estado a su lado todo este tiempo, aunque ahora lamentablemente no lo esté, lo digo por este afortunado momento en que, por fin, ha despertado. Debe descansar y recuperarse. Por el momento no hablemos más─ sentencia, tras observar la cara de estupefacción de Jorge y sus miradas a todo lo que le rodea. Y dirigiéndose a la enfermera, advierte "dejémoslo unos minutos a solas y, por favor enfermera, no avise aún a su mujer. Si le pregunta, respóndale con la verdad de lo que de él conocemos. Hay que seguir observando su evolución, porque, evidentemente, tiene un grave trastorno de personalidad".