Irene
no era capaz de discernir el por qué esa mañana se encontraba tan
pletórica. Su trabajo no le resultó atractivo en su momento, pero
de aquello hacía varios años y ahora realmente se encontraba a
gusto en él. Precisamente, por ese optimismo en el trabajo realizado
a su primera cliente, consiguió un maquillaje de película. Eso
pensaba ella, a tenor de la cara de satisfacción que mostraba. Con
eso le bastaba. Un aliciente necesario para continuar, que siempre es
bueno que se lo hagan saber a una. Ya podía decírselo su jefe, ya.
No importa. Algún día terminaría reconociéndolo.
No
había empleado más allá de unos 45 minutos, aunque si uno se
fijaba bien el trabajo resultaba bastante laborioso y especializado.
Conseguir, con ese maquillaje ligeramente rosado en torno a los ojos,
disimular esas incómodas bolsas, o lograr ese acabado perfecto en la
pintura de los labios, entre otros, solo podía ser realizado por una
profesional como ella. Porque así se consideraba, y si no que
alguien le explicara cómo pudo mantenerse en esa profesión durante
tantos años.
Pasó
al otro cuarto. Allí le esperaba otra cliente; hoy parece que todo
eran mujeres. Se puso manos a la obra. Ella conocía muy bien su
oficio. No era necesario que nadie le explicara lo que debía hacer o
como tenía que hacerlo. Por algo casi siempre era ella la elegida
para hacer los trabajos. Pero ahora allí se encontraba su jefe que,
por alguna extraña razón que no se atrevería a preguntar, quería
supervisar su labor. Lo primero que se le pasó por la imaginación
fue que, tal vez, hubiese cometido algún error que solo él pudo
percibir y no quiso decírselo antes.
Un
escueto y educado saludo se cruzaron. Siempre fue así, y a Irene
esto la molestaba. Alguna vez podría preguntarle algo, por ejemplo,
sobre su vida privada, y no porque ella pensara, ingenuamente, que
mostrase algún interés por su persona. Sencillamente porque fuera
un poco más humano, solo por el ambiente en que tenían que pasar
tantas horas.
Irene
preparó todo lo necesario con la debida agilidad y eficiencia, sin
importarle lo más mínimo que su jefe la mirara, que visara hasta el
más mínimo detalle, porque estaba muy segura de sí misma. Realizó
su labor sin ninguna observación o reparo, lo cual la tranquilizó.
Entonces ¿a qué venía ese repentino interés? ¿acaso dudaba que
fuera ella quien realizaba esos trabajos, que quizá le ayudara algún
otro miembro de la organización y ella se llevara los laureles? Pues
ya vio que no. Que todo, absolutamente todo, era obra suya.
Entonces
Irene no pudo resistir lanzar la osada pregunta. Después de tanto
tiempo ¿por qué hoy y ahora? La respuesta era previsible aunque no
por ello fácil de adivinar. Aquella a quien maquillaba era un
familiar directo y no quiso perder un ápice del proceso, que para
eso era el propietario de la funeraria. Realmente había quedado como
si estuviese viva. Lo dejó a solas para no incomodar y pasó a otra
habitación.
Ahora
tocaba, y esto sí que era superior a ella, maquillar a un niño.