viernes, 6 de febrero de 2015

Negra tempestad

Lo miraba desde la distancia, sin osar acercarme por miedo a su imprevisible reacción. Últimamente no hablaba mucho conmigo, y parecía gustarle estar unos momentos en soledad. Yo lo respetaba, aunque notaba un cambio en el carácter. Sus ojos hundidos y enrojecidos, prácticamente no dormía, se dejaban entrever a través de los enredados mechones de pelo que le caían sobre su rostro, y la barba le había crecido abundantemente, ocultando su boca, que debía reflejar una gran pena. Si, había desmejorado sensiblemente. Libre ya del emperifollado ropaje que antaño luciera con orgullo a bordo del barco como capitán, su escuálida figura, sus finos brazos y piernas, mostraban más bien a un moribundo, a un desheredado.


Miraba a aquel hombre sentado en la blanca arena, frente al inmenso mar, sumido en una desesperanza cruel, en una apatía infinita, producto, suponía, de la terrible situación a la que nos vimos abocados tras el naufragio. El que tristemente acabó con la vida de varias decenas de los hombres que constituían tanto su tripulación como el resto, los condenados a galeras, y el que, asimismo, fue la causa de la silenciosa tristeza del que ahora se veía vagar por la isla como alma en pena. Cierto es que luchó hasta la extenuación contra los ingobernables elementos, que defendió el mantener a flote la embarcación, nadie podría decir lo contrario, pero ahora solo quedaba yo para corroborarlo... Lo encontraríamos agarrado al resto de un mástil, poco después del hundimiento del navío tras la tempestad, rodeado de cadáveres. Lo subí a la improvisada balsa que encontré para nuestra salvación, aquel resto arrancado por el oleaje a la férrea embarcación que moviéramos los remeros, donde llevaba a mi malherido amigo nubio, y terminamos arribando los tres a esta desierta isla. Lamentablemente, mi gran compañero de fatigas murió a las pocas horas de llegar, quedando solos nosotros dos. Durante los días siguientes nos habíamos procurado alimento, basado, sobre todo, en la pesca de moluscos, fuertemente agarrados a las rocas del arrecife que rodeaba la isla. Allí no había otra cosa, no existía fauna, sin contar los innumerables insectos de los que no nos atrevíamos aún a degustar, o alguna que otra ave que, rara vez, hacían una parada en aquel inhóspito lugar. De lo que sí disponíamos para saciar la sed, era del agua de los cocos, pero el largo tiempo en soledad empezaba a hacer mella en nosotros, y creo que, especialmente le estaba afectando, como ya he apuntado, al carácter del capitán.


De pronto se levantó, como si hubiera dado con una solución para escapar de aquella condenada isla, y con paso acelerado se dirigió hacia el mar. Pensé que se había vuelto loco y que iba a sumergirse bajo las aguas para acabar con todo. Rápidamente me dirigí a su encuentro para disuadirle de ello, aunque a pocos metros de él me detuve y observé. Se agachó y recogió un objeto que el mar devolvía a la playa, un objeto brillante, posiblemente un medallón me pareció ver. ¿Qué podía hacer con él? ¿De qué le servían las riquezas en aquel aislamiento? Necesitábamos un barco, no inútiles tesoros...




Todo empezó un día, dos años atrás. Maldigo aquel día. Sí, lo maldigo y lo seguiré haciendo el resto de mi vida. Aquel día en que tomé la decisión de robarle a aquel desconocido, que resultó ser un noble, unas míseras monedas y sentencié mi vida. Fui juzgado y condenado a galeras. Cinco años como galeote. Cuando me llevaron ante la nave y reflexioné unos segundos en mi vida en ese reducido espacio, mis piernas me fallaron. Los guardias que me escoltaban apretaron mis brazos y me obligaron a mantenerme en pie. Después descendimos hasta la que sería mi posición de remero. Me encadenaron allí y, a continuación, se marcharon, dejándome a merced de los gobernantes del barco. A mi derecha se encontraba un fornido nubio. A continuación de él había otros cinco hombres, lo que hacía un total de siete en cada uno de los bloques de diez bancadas, separados por un estrecho pasillo, pasillo transitado continuamente por aquel hombre del que solo salía de su boca la palabra “remad”, y que solía apostarse junto al palo mayor, dos bancadas más atrás de donde yo estaba. En superficie se oía una confusa amalgama de voces entre las que destacaba la que debía corresponder al patrón, con sus continuas órdenes sobre cabrestantes, roldanas, vergas y otra serie de vocablos de los que no entendía uno solo. Rara vez descendió hasta donde se encontraban los remeros que movían la embarcación, pero su actitud era más condescendiente que la de los hombres que mantenía allá abajo para dirigir a aquellos condenados, por lo que soñaba con el día en que mi pena fuera conmutada por prestar mis servicios en cubierta, por muy dura que fuera también esa vida.


Los viajes eran continuados, y el hedor constante que había de soportar allá abajo pronto se hizo asimilable, pero ese era el menor de los problemas puesto que, en los enfrentamientos con otras naves, se produjeron serias bajas en el conjunto de remeros, incapaces de moverse de sus posiciones por las gruesas cadenas que los sujetaban. Muertos que, en breve, eran sustituidos por nuevos reos en los mismos lugares que dejaban vacantes. Las posiciones ocupadas por los supervivientes se mantenían como una especie de derecho adquirido, por lo que permanecí junto al nubio todo ese tiempo.


Así logré entablar amistad con él, a pesar de hablar poco mi lengua, pero poco a poco fue haciéndose a ella, hablándola progresivamente con más fluidez. Me contaba historias de su tierra, de su familia, pero, a diferencia de mi caso, su condena era aún mayor, ya que estaba sentenciado de por vida a permanecer en galeras por un supuesto asesinato que, yo le creía, no llegó a cometer. No obstante, todo jugaba en su contra, y los testimonios obtenidos de falsos testigos así como de situaciones irreales, posiblemente por alguna enemistad con él, dieron con sus huesos en aquella bancada. También escuchó mi historia, nada comparable a la suya, pero aún así era de agradecer que lo hiciera.


Sin embargo, esa amistad no duraría mucho... Ocurrió en los primeros días del mes de marzo. El nubio, lo llamaré así porque su nombre era impronunciable, pronosticó tormenta. Lo podía oler, no sé cómo si debía tener el olfato atrofiado, pero no se equivocó. Conocí las tormentas más terribles en tierra, pero aquello era distinto. Era estar totalmente perdido, sin referencia alguna, rodeado de olas enormes que sobrepasaban la altura de la embarcación. El barco se movía estremecedoramente como si fuera a partirse en mil pedazos, y los truenos retumbaban con más fuerza, si cabe, que en cubierta. El patrón bajó y pidió desencadenar algunos remeros. Necesitaba hombres en cubierta porque el mar se había tragado, al menos, media tripulación. Junto a mi compañero, seríamos algunos de los elegidos y, por primera vez, a pesar del peligro que aquello suponía, pude sentir la libertad, el aire, el agua golpeando salvajemente mi cuerpo y rostro.


Se me ordenó permanecer junto a la amurada de proa, sujetando las cuerdas de cáñamo de su mástil. Casi no podía mantenerme en pie por dos evidentes razones: la fuerza del viento y del agua en su continuo agitar la nave y, en segundo lugar por la debilidad derivada de no ejercitar las piernas en tanto tiempo. Sin embargo, todas nuestras vidas dependían de los esfuerzos individuales de cada uno de nosotros, y las fuerzas resurgieron desde la extenuación que soportábamos. A pesar de ser media tarde, la oscuridad era casi total. Negra tempestad que azotaba el bajel cual si se tratara de una cáscara de nuez. El vigía de cofa bajó de su posición para colaborar en el mantenimiento a flote del barco, y curiosamente, poco después, ese mástil caía, roto por la caída de un mortífero rayo. El patrón, desde el alcázar, gritaba “¡izad juanetes!” “¡la jarcia de mesana, sujetadla!”. Lo recuerdo bien porque insistió hasta la saciedad. Pero el barco se hundía. Los daños eran demasiado severos como para que la nave pudiera seguir manteniéndose a flote. A la desesperada mandó liberar de las cadenas al resto, quizá no saliera ninguno con vida de aquella. Veía al capitán luchar con todas sus fuerzas contra la tormenta, poniendo a toda la tripulación a trabajar hombro con hombro, y aún así, la embarcación seguía llenándose de agua.


Algunos hombres, reos ya liberados de sus cadenas, vieron la oportunidad irrepetible de verse libres y comenzaron a lanzarse a las turbulentas aguas en un desesperado intento de no hundirse con su mazmorra. Y vi también a mi compañero de fatigas nubio, con sus fuertes brazos tirando de los juanetes, justo en el momento en que la jarcia de mesana rotaba y arremetía contra él, lanzándolo hacia la amurada de popa donde quedó tumbado y rígido. El patrón me vio soltar las cuerdas y dirigirme hacia popa con la intención de auxiliarlo. Me ordenó que retornara a mi posición. Obedecí. Poco podría hacer por él en aquellas circunstancias. Sin embargo, y a pesar de todos los esfuerzos, su última orden fue “todos al agua, y que Dios se apiade de nuestras almas”. Fue entonces cuando me dirigí hacia donde se hallaba mi compañero. Sangraba abundantemente pero aún así me vi en la obligación de salvarlo del inminente hundimiento, y me lancé con él al agua, intentando alejarme de la nave. Lo sujetaba con dificultad y su peso me impedía avanzar. La tempestad había remitido, pero el oleaje aún era considerable. Necesitaba tan solo unos metros para alcanzar el madero salvador. Al fin logré asirlo, y lo primero fue colocar los brazos del nubio encima de él. Después pude izar una de sus piernas y a continuación la otra. Aún malherido él mismo me ayudó a subir.


Divisamos entonces al capitán agarrado al trozo de mástil y le llamé para que se acercase. Subió también al ligero maderamen que, afortunadamente, podía mantenernos a los tres a flote. En los dos días siguientes que permanecimos a la deriva, los delirios del nubio nos angustiaban. Secábamos las heridas aún abiertas y conteníamos las hemorragias, pero la falta de agua dulce hizo imposible la tarea. Y cuando al fin pudimos ver la isla, todos nuestros esfuerzos se dirigieron a remar para intentar alcanzarla. Así, una vez en ella, poco pudimos hacer por él y, como ya dije, murió irremisiblemente.


Tras procurarle un enterramiento digno, nos dedicamos a proveernos refugio y alimento. No disponíamos de fuego ni nada con qué poder hacerlo, por tanto el pescado consumido era crudo, lo cual para mí no suponía ningún problema porque era lo que comíamos a bordo. Sin embargo, el capitán tuvo reparos, al principio, que necesariamente tendría que dejar de lado si quería subsistir. Por suerte, la isla disponía de algunos cocoteros que nos surtieron de sus frutos para, de ellos, obtener fundamentalmente el elemento líquido vital. El refugio lo construimos con las grandes hojas de los cocoteros y algunos tallos gruesos como armazón, y apoyándonos en unas rocas que nos protegían asimismo de los vientos que venían del sur. Así, las noches eran apacibles, pero el capitán raramente conciliaba el sueño y cuando lo hacía lo era por poco tiempo, porque lo sentía levantarse y abandonar el refugio varias veces a lo largo de la noche. Durante el día nos dedicábamos a arrancar los moluscos como podíamos con los escasos utensilios de que disponíamos, construidos con elementos naturales. Hablábamos poco y trabajábamos mucho para nuestra supervivencia. Paseábamos por la isla, cada uno por nuestro lado, y no perdiendo nunca de vista el mar por si se acercaba algún navío.



La extensión de la isla no era importante. Eran suficientes un par de horas para rodearla, y cuando regresábamos nos dábamos noticias de lo descubierto por cada cual. Esto lo hacíamos dos veces al día, a primera hora de la mañana y poco antes de que el sol empezara a declinar, tras haber comido algo. Tenía la impresión de que no duraríamos mucho en esa situación y asumía que, de no ser salvados en poco tiempo, ambos acompañaríamos a mi amigo nubio.


Hoy, se siguió la misma rutina. Dimos la vuelta a la isla bajo un cielo parcialmente nublado con unas nubes algodonosas, blancas y enormes, que ocultaban el sol a intervalos. Una ligera brisa recorría de este a oeste la isla, por lo que no parecía que pudiese llover. Desde la gran tormenta no había vuelto a caer gota. Hicimos el recorrido inverso al de la tarde anterior. El capitán se dirigió hacia el oeste y tardó un poco más en regresar, ya que era el camino más largo. Nuestros informes, a la vuelta, no arrojaron nada novedoso y el mar se veía liso, plateado, sin visos de ninguna embarcación en la lejana línea de horizonte. Creo que esto fue lo que hizo que se mostrase más reservado. No comió nada. Solo bebió algo de agua y se retiró a la playa. Aquello me resultó un tanto extraño y temí por su salud. Demasiadas horas expuesto al sol, pensé. Por eso me dispuse a observarlo, y cuando vi que se levantó para ir a coger “aquello” que había visto desde la distancia, me acerqué.


Ahora veía claro lo que el capitán tenía entre sus manos. Lo reconocí. Se trataba del medallón que colgaba del cuello de nuestro infortunado amigo. Y entonces, aunque tarde, comprendí su desasosiego, su tristeza, lo que le supuso que, a pesar de no conocerlo y por los cuidados que le tuvo que prodigar durante los días que vagamos a la deriva, en su lucha contra la muerte, mi amigo nubio hubiera llegado a ser un inseparable compañero que finalmente nos abandonó. Me mostró el medallón y asentí con la cabeza porque conocía su origen. A continuación me abrazó y sentí caer sus cálidas lágrimas en mis hombros.




Pocos días después ocurrió el milagro. Divisamos un navío en lontananza y aquel medallón fue nuestra salvación. Enfocamos el sol en él y lo apuntamos en aquella dirección, rezando porque fueran capaces de ver los minúsculos reflejos. Cuando fuimos rescatados el capitán omitió mi condición de galeote. Años más tarde volvió a hacerse a la mar y, dados mis conocimientos y mi amistad con aquel hombre, mi sueño se vio al fin cumplido.