viernes, 21 de octubre de 2016

Otra realidad

Cada día al despertar me invade una profunda desazón, porque será otro día como el de ayer, como el de antes de ayer, como tantos otros pasados o aún venideros, que no va a cambiar nada, que se mantendrá indefinidamente, aún sabiendo que esto no es del todo cierto, que las cosas mutan, nada es permanente por mucho que nos empeñemos en que así sea, y que, tarde más bien que temprano, algún día con toda seguridad me encontraré en otra situación más halagüeña que la presente. Pero la incertidumbre de la llegada final de ese momento es, precisamente, la razón de la apatía, la savia que alimenta el brote y lo hace crecer, hacerse cada vez más fuerte y resistente a cualquier intento vano de cercenamiento, o como la persistencia de las dunas en el desierto, que no dejan ver más que repeticiones de ellas mismas y no su fin, exponiéndose impertérritas a ese sol implacable que hace que quienes lo atraviesen pierdan la noción de realidad presentándose ante sus ojos la falacia de hermosos oasis.

Despierto sí, pero me niego a levantarme, a asumir una realidad insoslayable, intentando ocultarme bajo las sábanas que no me van a librar, por su levedad, de tener que afrontar el nuevo día con la perspectiva de llevarlo con optimismo o, alternativamente, con resignación. Asimilo que esta es una vida dura, que conlleva algunos momentos de felicidad, los menos, y mucho de sacrificio, de dolor. Ya tuve oportunidad de comprobarlo en aquellos tempranos años. La ausencia de padre quizá fuera una de las mayores lacras que tuve que soportar. Una impostada figura paterna no lo supliría. No. Todo niño necesita al hombre y a la mujer que les dieron la vida, los que se preocuparán realmente de él, por encima de sus necesidades, incluso de sus vidas. El artificio de colocar a alguien en su lugar vuelve a ser otra trampa, un intento vano de recuperar lo irrecuperable.

Salgo a la calle y me dirijo, como siempre, a la parada de autobús. He tenido suerte porque al poco aparece uno. Subo y valido el viaje con mi tarjeta de estudiante. El autobús va abarrotado, por lo que opto por permanecer de pie junto a uno de los ventanales. La música que escucho por mis auriculares me impide oír cualquier banal conversación que se mantenga a mi alrededor en el trayecto hasta el instituto, que es breve. Tan solo unos minutos de esparcimiento, un espacio muy corto de tiempo en el que poder disfrutar de la libertad de estar fuera del aula, de los agobios de estar continuamente vigilado por los profesores. Hace un día espléndido, aunque por encima de los edificios comienzan a aparecer nubarrones que presagiaban que no tardará mucho en llover. Tres paradas más y la siguiente será la mía. El fin del momento placentero se acerca.

Las puertas se abren. Me apeo y miro mi reloj. ¡Faltan solo cinco minutos para que cierren las puertas del instituto! El tiempo está muy justo, por lo que desisto de atarme los desabrochados cordones y acelero mi paso con tan mala suerte que, al cruzar la calle, me atropellan. El desvanecimiento me hizo soñar. Un sueño que me hacía volver al momento en que salía de casa.

Me dirigí a la parada de autobús. Tuve suerte porque al poco apareció uno. Subí y validé el viaje con mi tarjeta. El autobús iba abarrotado, por lo que opté por permanecer de pie junto a uno de los ventanales. La música que escuchaba por mis auriculares me impedía oír cualquier banal conversación que se mantuviera a mi alrededor. Hacía un día espléndido, aunque por encima de los edificios comenzaban a aparecer nubarrones que presagiaban que no tardaría mucho en llover. Tres paradas más y la siguiente sería la mía. El fin del momento placentero se acercaba.


Las puertas se abrieron. Me apeé y miré mi reloj. ¡Faltaban solo cinco minutos para que cerrasen las puertas del instituto! El tiempo era justo, pero tenía los cordones desabrochados. Mi madre me había enseñado que no podía llevarlos de esa forma, que era peligroso por el riesgo de tropezar con ellos, por lo que decidí perder unos segundos en atarme los cordones. Oí un frenazo en la cercana avenida. Un coche había atropellado a un señor que bajó del autobús tras de mí.