El
humo expelido por la locomotora envolvió completamente a la pareja
que, abrazados en el andén, se despedía. El beso que comenzó unos
segundos antes se prolongó hasta que sonó el silbato del factor
autorizando al maquinista la partida. Fue entonces cuando, a su
pesar, Al se desasió y subió al vagón con la pequeña maleta que
llevaba por todo equipaje. Allí estaban los documentos. Su arma para
defenderlos, a buen recaudo, oculta en su pierna izquierda, pero de
esto no le dijo nada a ella. Por su bien no debía saber nada en
absoluto. Ella levantó su brazo y, con lágrimas en los ojos, lo
movió a un lado y a otro en señal de un hasta pronto. Él miraba
desde la ventanilla, llevó su mano a la boca y le lanzó un beso. El
tren abandonó la estación y Al se introdujo en un departamento
vacío.
Avanzaba despacio, cruzando verdes campos de trigo que se extendían
hasta el horizonte, donde se unían con un cielo azul; casas
construidas arcaicamente, tan solo a base de piedras amontonadas,
recubiertas de un tupido musgo por el húmedo clima del lugar;
caballos pastando tranquilamente; estaciones en las que el tren no se
detenía porque ya formaban parte del trazado histórico de la red
ferroviaria, o porque tal vez ya nadie viviera allí... Se sentó y
se relajó antes de llegar a su destino, que no estaba a más de dos
horas de distancia.
Un
pasajero se incorporó al compartimiento y lo saludó, ocupando el
asiento frente a él. Personalmente no le inspiró mucha confianza,
era perro viejo y tenía por costumbre desconfiar de todo el mundo.
Cogió su maleta y se la puso sobre las piernas, colocando sus brazos
encima, sin dejar de mirar de reojo a aquel tipo. Al cabo de unos
minutos el tren, a la vez que hacía sonar su silbato, disminuyó su
velocidad, posiblemente se acercaba a una estación donde debía
parar. Aquel tipo no dejaba de mirarlo y le sonreía. Finalmente,
aprovechando la inercia de la detención del convoy, el tipo se
avalanzó sobre él, propinándole un puñetazo en la cara y le quitó
la maleta.
Para
cuando se recuperó, vio por la ventanilla que el tipo, sin dejar de
mirar hacia donde él estaba, se introducía en el edificio de la
estación. El tren había arrancado. Sin dudarlo un segundo se apeó
ya en marcha, cayendo al suelo y rodando unos metros, aproximándose
peligrosamente a las vías por donde aún circulaba. El personal de
la estación le increpó, pero no estaba dispuesto a perder aquellos
documentos. Rápidamente se puso en pie y echó a correr tras él.
La
calle, fuera de la estación, se hallaba muy concurrida. Miró a
ambos lados pero era imposible localizarlo. Entonces oyó un griterío
a su derecha. La gente protestaba por los empujones propinados por
alguien que huía. Se dirigió hacia allí esquivando certeramente la
aglomeración hasta que logró distinguirlo, con su maleta bajo el
brazo, introducirse por un callejón. Cuando llegó éste se hallaba
vacío, tan solo vaharadas del alcantarillado y un gato al fondo que
miraba cautelosamente a su alrededor. Un charco, donde todavía se
movía su agua, le indicó que aquel fue el último que pisaría
antes de entrar por una puerta metálica que se encontraba a su
izquierda. Se agachó y sacó su arma de la funda sujeta a su
pantorrilla. La puerta estaba abierta. Nadie se preocupó de
cerrarla. Entró con sigilo mientras sus ojos se hacían a la débil
luz proveniente del callejón, que le proporcionaba algo de
visibilidad en la oscuridad reinante. Dentro se oía a alguien
conversar.
Pero
¿estás seguro de que no te ha seguido?- decía una voz femenina.
Tranquila,
lo dejé en el tren. Mientras el tren partía lo ví mirar, aún
aturdido, por la ventanilla. Ha perdido los documentos.
Eso
espero, John- dijo una tercera voz. No sabes la importancia que
tienen. Ahora abre la maleta.
Eran
solo tres. Ningún problema para rescatar su propiedad. Vio la débil
luz de un fluorescente iluminando lo que parecía ser la oficina de
algún taller y las siluetas humanas. Los archivadores, amontonados
desordenadamente ocupando parte de los ventanales, le procuraban una
penumbra que favorecía sus cautelosos movimientos. Se acercó hasta
la puerta, ocultándose tras unos grandes cajones. Miró el cañón
de su revólver y volvió a cerrarlo para levantarse con decisión y
empujar la puerta de la oficina.
Soy
consciente de que no me han invitado a esta grata reunión, pero ese
maletín me pertenece y tengo por costumbre llevarme lo que es mio-
dijo apuntando alternativamente a cada uno de ellos.
Y
yo creo que usted conocerá el contenido de los documentos que porta
¿o me equivoco?- intervino el que parecía ser el jefe.
No
es asunto suyo. Entréguemelo.
Así
que no sabe de qué tratan. Usted es un simple correo. ¿Permite que
le pregunte cuánto le pagarán por ello?
¿Cuánto
me ofrece usted?
Bueno,
veo que está dispuesto a negociar. ¿Qué le parecen tres mil
dólares?
Aquella
cantidad superaba ampliamente lo convenido. Sin embargo, no estaba
dispuesto a ceder a la primera oferta ya que veía, por el interés
que mostraba, que eran de gran importancia. Negociar con criminales
tenía sus riesgos y posiblemente perdiera la maleta y el dinero Pero
también era cierto que desconocía cuál podría ser el límite
máximo. Se arriesgó a pedir el doble.
Hey,
amigo. No abuse de mi generosidad. Mi última oferta son cuatro mil
y estoy seguro que no estará dispuesto a desperdiciar la
oportunidad de ganar un buen pico adicional.
Está
bien. Quiero el dinero ahora mismo.
Vamos,
vamos. No se impaciente. Comprenderá que semejante suma no puedo
llevarla encima. Primero debo hacer una llamada. Después podrá
acompañarnos para recoger su dinero y cada cual continuará su
camino- y se dirigió a la mesa de oficina para marcar en un
teléfono negro los números de su contacto – y, por favor, baje
ya ese arma. Hemos hecho un trato.
La
llamada fue escueta. Simplemente para concretar el lugar donde se
haría el intercambio. Después, un comentario que no acertó a
entender. Seguramente se trataría de algún otro negocio pendiente.
Le devolvió la maleta para demostrarle su confianza y salieron al
exterior para introducirse en un Chevrolet Camaro gris del 69,
convertible, con una multa en su parabrisas.
En el
trayecto, el silencio fue la nota imperante dentro del vehículo. Las
miradas cómplices se intercambiaban secretamente mientras los ojos
del extraño se dejaban llevar por las vistas que se le ofrecían de
una ciudad ajena, de grandes edificios de cristal reflejando las
construcciones circundantes, hasta tomar una salida que le llevaría
directamente hasta el puerto, hasta los muelles de carga y, por
último, hasta introducirse en un hangar donde otro coche les
esperaba.
Bajaron
los cuatro. Junto al otro coche, un par de hombres. Uno de ellos
portando una maleta que, con toda seguridad, contendría el prometido
dinero. Se aproximaron adelantando el maletín para entregarlo al
“jefe”. Éste lo colocó encima del Chevrolet y lo abrió
mostrando el dinero.
Las
maletas se intercambiaron y todos se dirigieron a sus respectivos
coches, partiendo de inmediato y dejando a nuestro hombre solo. Fue
entonces, tan solo unos segundos antes, cuando se percató de la
trampa en que había caído. Cuando, hilando, pudo recomponer la
conversación telefónica final: “el pájaro se quedará en la
jaula”. Él era el pájaro y aquel hangar su jaula. Se tiró al
suelo, tras un gran cajón de mercancías, a salvo de la lluvia de
balas que le llegaban por todos lados. Una de ellas había conseguido
rozarle en la pierna izquierda y comenzó a sangrar. Las balas no
dejaban de impactar retumbando en sus oídos por la acústica del
habitáculo. Miró a su derecha, podía colarse por entre otros
cajones. Era su única salida. Quizá fuera una ratonera, pero no
tenía opción. En un rápido movimiento se coló y atravesó veloz
el pasillo. Se oyeron gritos que ordenaban no perderlo. Echó mano a
su arma y apuntó hacia la parte de arriba, suponiendo que por ahí
llegaría alguno. No sabía cuantos eran y si ese sería su último
día, pero estaba dispuesto a vender cara su vida.
Cesados
los disparos, todos los oídos estaban alerta para detectar el más
mínimo movimiento. Imperceptible para el que lo provocó, su pisada
lo delataría antes de recibir dos disparos mortales desde abajo,
cayendo mientras disparaba con su dedo agarrotado en el gatillo de su
ametralladora Bren.
Con
ella estaba, casi, salvado. Solo tenía que esperar, allí oculto, a
que fueran apareciendo el resto. Su pierna seguía sangrando, por lo
que moverse lo delataría con el rastro dejado. El único problema
era que el cargador de 30 proyectiles estuviera prácticamente vacío.
Pero no había tiempo de comprobarlo. Solo rezó para que no quedaran
más que tres o cuatro hombres a los que poder liquidar para poder
salir con vida de allí. De ser necesario, el resto debería hacerlo
con su revólver. Aunque, pensándolo bien, para liquidarlo solo a él
no necesitaban un ejército.
Alertados
sus oídos y ojos, apareció un segundo individuo, esta vez por el
callejón. Tres casquillos cayeron al suelo junto al atacante, los de
la Bren. Ni siquiera le dio tiempo a disparar al sorprendido, que
dejó su Luger para seguir siendo usada. Parecía que solo quedaban
dos, porque uno de ellos alertaba al otro sobre el posible escondite
de su presa. Con la Bren en una mano y la Luger encontrada en la
otra, vigilando el pasillo y las alturas, el tiempo iba pasando. Poco
después aparecieron los dos, cada uno por un lado. Disparó con la
Luger al de arriba mientras con la “ligera” dejaba fuera de
combate al del pasillo. No se oyó ninguna voz más. Poco a poco se
asomó, pasando por encima del cuerpo de uno de ellos. Este aún tuvo
fuerzas de agarrarlo por el tobillo antes de recibir sus dos últimos
mortales balazos.
No
quedaba nadie en el hangar y salió al exterior. Los sonidos de los
disparos alertarían a algún cargador del muelle que no dudó en
llamar a la policía. Aún tenía tiempo de desaparecer antes que
llegaran. Muchas explicaciones tendría que dar para aclarar la
matanza, las armas y el dinero que llevaba en el maletín.
Posiblemente, aunque esperaba que no, fuera producto de algún robo.
Se deshizo de la Bren y subió por una montaña de fardos hasta
alcanzar el otro lado justo antes de que oyese las sirenas con toda
claridad. No lo vieron.
Pronto
estuvo de nuevo en los aledaños de la ciudad y cogió un taxi que le
acercaría hasta el hospital sin dar respuestas al intrigado taxista
que, malhumorado por la no satisfacción de su curiosidad en todo el
recorrido arrancó, al dejarlo, con un brusco acelerón. Tras una
cura de emergencia retornó a su hogar.
Su
mujer le comunicó que habían llamado reclamando los documentos que
debía entregar, que les dijo no saber nada pero que, quizá, en
aquel momento pudieran ya haber sido entregados a su destinatario. La
cara de estupor de Al la sorprendió porque no entendía qué era lo
que había pasado.
¿Qué
fue lo que te preguntaron exactamente?
Me
preguntaron si sabía algo sobre la entrega. Les dije que hacía,
aproximadamente, cuatro horas que partiste y no tenía ninguna
noticia tuya desde entonces. Al otro lado parecieron estar
decepcionados. Pregunté el por qué de ese interés y fue entonces
cuando me dijeron que los documentos no eran los definitivos, que
tenían muchas incorrecciones y que, por un error del enlace, se
pensó que eran esos los que se debían entregar.
¿Algo
más?- inquirió Al.
Si.
Se pusieron en contacto varias veces con el destinatario quien dijo
no haberlos recibido. ¿Qué sucede, Al?
Me
robaron el maletín, pero pude rescatarlo haciendo un gran negocio-
apuntilló – Gracias a él me entregaron el doble de lo que me
hubieran dado de hacerlo a su destinatario. Dinero del que, además,
solo vería la cuarta parte como pago por los servicios prestados.
Así que he conseguido ocho veces la cantidad inicial y, para colmo,
los documentos no son los válidos- y comenzó a reír durante unos
segundos. Después continuó, algo más serio – aunque debo decir
que me he visto al borde la muerte. Aquellos tipos me tendieron una
trampa, y solo mi pericia como tirador me ha permitido salvar el
pellejo, recibiendo tan solo un arañazo en esta pierna- y
subiéndose el pantalón le mostró el vendaje.
¡Dios
mío, Al! ¿Por qué no llamaste a la policía? Tu vida vale mucho
más que esos asquerosos 500 dólares que ibas a cobrar.
Verás.
En principio solo se trataba de un ratero que, pensé, esperaba
encontrar dinero en aquel maletín. Intenté recuperarlo y me vi
envuelto en la trama. Ya solo quedaba intentar sobrevivir.
Pero
ahora te buscarán porque, a sus ojos, tú y solo tú eres quien los
ha engañado. ¿Qué vamos a hacer? Tengo miedo, Al.
Pediremos
ayuda a la policía- dijo pensativo - Y tendremos que cambiar de
identidad.