miércoles, 8 de febrero de 2017

Pasado y futuro

Hace una inspiración profunda y se mira al espejo. Su mirada es más triste. Su cara ha cambiado; tiene algunas arrugas en la frente, y también alrededor de los ojos, pero solo si sonríe. También en el cuello comienzan a aparecer señales inequívocas de una vejez que se acerca. Pretende convencerse de que no le importa “la edad interior es la que cuenta realmente”. Aunque el paso de los años sí que le ha producido una incipiente calvicie que denota inequívocamente su sabiduría. No obstante, aún puede lucir cabello, detalle que considera primordial a la hora de un encuentro como el que va a tener en unos minutos. Un encuentro con otra mujer tras algunos años de soledad. Ha llegado el deseado día en que, por fin, la conocerá más a fondo. Conocerá a esa mujer de rostro agraciado, la que le fulminó con su mirada, la que echó abajo sus ideas de no gustar ya a ninguna mujer y con la que no pudo más que mantener unos breves minutos de conversación trivial. Ahora tiene una cita con ella y se ha preparado concienzudamente, tanto exterior como interiormente. No puede fallarle. Se ajusta el nudo de la corbata y repasa visualmente su afeitado. Perfecto. Coge su americana y se mira una última vez al espejo antes de abandonar su vivienda.

Su mujer lo abandonó por otro más joven. Alguien que conoció en el gimnasio. Necesitaba, según ella, rebajar kilos de más. Él no podía oponerse, mucho menos decirle directamente la verdad. Y pensar que, tarde tras tarde, iba al encuentro de aquel efebo. Jamás lo vio, ni ganas que tenía de hacerlo, pero nunca se lo perdonaría. Desecha ese pensamiento; hay que pensar en el futuro. Ahora espera en el parque la aparición de esa otra. Junto a él, un runruneo de palomas llaman su atención. Las mira embelesado. Ese grácil movimiento, ese picoteo del suelo, ese levantar el vuelo por los niños que se acercan corriendo hacia ellas... Mira hacia el bulevar. Ya a lo lejos se le ve. Momentáneamente se interpone un coche de caballos entre ellos, pero es un paso fugaz. También ella, al igual que las palomas, lleva un grácil movimiento. Hoy viste americana sobre una blanca blusa, y falda gris a cuadros. Su melena negra ondea al viento. Distingue su sonrisa. Ella también se alegra de que haya asistido a su encuentro. La distancia se acorta y el corazón se acelera. Es inevitable. Al fin se encuentran. Un par de besos en las mejillas. Nervios. Como si fuera la primera cita. Acuerdan sentarse en una terraza aneja; el día es soleado y apacible. ¿Dónde podrían estar mejor?

Ella lo escucha atentamente, mirando a sus ojos, mientras él cuenta anécdotas recientes, adentrándose poco a poco en su pasado, sin apenas darse cuenta, movido por un irrefrenable deseo de compartir, lo que denota una incontestable atracción por ella. Afortunadamente, percibe que, quizá, esté aburriéndola con sus historias, y la invita a que le cuente algo sobre ella, lo que quiera. Desea oírla, sentir esa dulce melodía que suena de las palabras que salen de su boca. Sentir, de nuevo, el cálido abrazo de una voz femenina que quiere conversar con él.

La tarde cae. Una ligera brisa se levanta, una brisa fresca que, en ausencia del tibio sol, invita a abandonar la mesa a la que están sentados para ir a otro lugar más acogedor. Hasta el momento todo marcha bien. Se entienden perfectamente, lo que no implica que tengan los mismos gustos. Algo de esto ya se ha advertido. Por ese mismo motivo ambos están contentos, porque saben que tienen futuro, que se aceptan mutuamente, con sus virtudes y sus defectos. Pasean un poco hasta llegar al sitio al que han acordado. Tomarán unas copas y seguirán charlando, cada vez más íntimamente, alumbrados por una tenue luz, acompañados por una suave música, sentados en cómodos butacones... No tienen prisa. Nadie les espera. Son enteramente libres.

Surge una primera necesidad apremiante, exceptuando las ausencias breves de dirigirse a los cuartos de baño. Se acerca la hora de la cena, y no se abandonarán. Ambos son amantes de la buena cocina italiana y, casualmente, no muy lejos de allí se encuentra uno de los mejores restaurantes. No hace falta volver a donde él tiene el coche aparcado y, por otra parte, un paseo tras el ágape les vendrá bien. En el restaurante se hablará poco y se comerá y beberá mucho, lo que propicia que él alargue su mano sobre la mesa buscando la de ella. Mira un segundo ese gesto y decide, en milésimas, posarla sobre la de él. Después ella vuelve a mirar a sus ojos y él responde a la mirada. Ya no hay palabras. Ahora hablan sus ojos y sus manos, y se entienden perfectamente. Él va un paso más allá y se levanta levemente de su silla para aproximarse a su cara. Su intención es besarla, intención que ella ha captado y que deja que cumpla. El beso es interrumpido por la copa de vino que, accidentalmente, es volcada por él, manchando la mesa. Y los dos ríen.

Surge la segunda necesidad. Llegó la hora de hacer el amor.