Frente
a la puerta que me disponía a abrir, recordando a mi querida Amanda,
miré absorto el manojo de llaves viejas suministrado por los
administradores de la secular mansión, alguna de ellas cubierta por
esa ineludible capa de óxido que se forma del tiempo de no usarlas.
La visibilidad en el largo pasillo, al que la luz del día llegaba
muy debilitada desde los ventanales situados en sus extremos, hoy era
particularmente escasa, ya que amaneció nublado. No pudieron
indicarme cual era la que abriría aquella puerta, por lo que, a mi
pesar, tendría que probarlas una a una. Sin embargo, superaría esos
nimios inconvenientes porque debía entrar en la habitación del
amigo que, aún después de muerto, tenía todavía cosas importantes
que contar.
Comencé.
Raro era que la primera fuese. Lo más probable, siguiendo una ley
universal e intemporal bien conocida, es que fuera la última. Seguí
probando. La séptima, contra pronóstico, abrió la puerta. Los
goznes chirriaron, delatando un prolongado tiempo de inactividad en
su acceso, y la puerta crujió al moverse, después de mucho tiempo,
con ese tétrico sonido característico. A mis ojos se mostraba un
espectáculo desolador. Sorprendía ver que la habitación, aunque
muy grande, estaba llena de muebles hasta dejarla casi sin espacio
para moverse. Tenues nubes de polvo, el que se cuela imparable por
las rendijas de puertas y ventanas, se levantaron a mi paso,
volviendo a depositarse con paciencia sobre los desvencijados
muebles. El olor de la estancia era tan rancio que dirigí
automáticamente mis pasos hacia el ventanal, moví los viejos
cerrojos y abrí ambas hojas recibiendo una bocanada de aire puro.
Olores que me retrotrajeron a la niñez, a aquella tarde...
Era
una fiesta de cumpleaños. Los mayores bebían y comían sin parar.
Alguno empezaba ya a cantar, producto del alcohol ingerido, mientras
otros bailaban como podían. Y todos, sin excepción, reían hasta
retorcerse de dolor. Nosotros nos apartamos, jugando en los
alrededores sin darnos cuenta de aquel invitado que, de negro
riguroso y apoyado en un cercano árbol, nos comenzó a observar.
Nadie reparó en él. Yo sí lo vi. Me llamó la atención su palidez
destacando sobre su oscuro traje, sus ojos fijos en nosotros y una
casi imperceptible sonrisa. Me asusté y me separé del grupo para ir
en busca de mis padres. Cuando llegué hasta ellos se oyeron gritos
del grupo de niños que acababa de dejar. Todos corrimos hacia allí.
El
hombre había desaparecido, y con él nuestro amigo. Los buscamos
durante mucho rato sin éxito y volvimos a la mansión donde quizá
mi amigo pudiera haber vuelto. Y lo encontramos allí, respirando con
dificultad por su problema de asma, y sin poder sacar nada en claro
de su desaparición ni del desconocido. Nadie sabía a cuento de qué
había sido invitado a aquella fiesta pero, muy a nuestro pesar, fue
el fatídico hecho que cambiaría todas nuestras vidas.
Los
problemas respiratorios del chico se agravaron. Los médicos eran
incapaces de descubrir la razón y pronto nos abandonaría. Fue un
duro trance para su hermano, quien terminó arrojándose por la
ventana de su habitación algunos años después. Algunos familiares
del chico terminaron por coger aquella enfermedad degenerativa
respiratoria, aún sin tener antecedentes asmáticos en su rama
genética, y en especial, Amanda, la que terminaría siendo mi mujer,
prima lejana del fallecido. Nos casamos muy jóvenes y vivimos años
de intensa felicidad, pero la nefasta enfermedad hizo su aparición
y, en el transcurso de unos meses, dejó un vacío insalvable en mi
vida. Eso fue lo que me movió a indagar en los orígenes, a buscar
algún indicio que me mostrase el por qué de todos aquellos fatales
acontecimientos que tuvieron lugar desde que apareciera aquel
enigmático individuo que jamás volvería a ver.
En
aquella habitación esperaba encontrar una explicación. Era el
reducto de las pertenencias del chico. Un lugar donde habían metido
todo lo que recordaba a él para no tener que sufrir su ausencia. Una
estancia lo más apartada posible del paso cotidiano. Ni siquiera se
abría para limpiar. Por la rendija de la puerta, cada cierto tiempo,
se pulverizaba una mezcla de insecticida con desinfectante altamente
concentrado. Así me habían informado previo a mi solicitud de
entrar en ella. Tenía que buscar algo pero no sabía el qué.
Podrían ser unas cartas, uno o varios objetos guardados con gran
sigilo, alguna medicina... Estaba convencido de que aquel hombre
había ejercido una extraña influencia en sus hábitos y,
posiblemente, mi amigo hubiera dejado constancia de ella en algún
sitio. Rebusqué durante horas, sin comer ni beber nada. Empezó a
atardecer y la luz, que hasta entonces aunque débil había sido
suficiente, desapareció quedándome con la que solo me proporcionaba
una luna llena que se encontraba justo enfrente del ventanal. Estaba
dispuesto a abandonar la habitación cuando me llamó la atención un
libro de lomo dorado. Lo extraje de su ubicación y comprobé que
debía tratarse de un diario, por el cierre que lo abrazaba, e intuí
que allí debían hallarse las respuestas a todas mis preguntas.
Cerré
de nuevo las puertas y salí de la mansión con él bajo el brazo,
para leerlo con tranquilidad en mi hogar. Comí algo antes de
lanzarme a tan ardua actividad. No tenía hambre pero llevaba sin
comer desde el desayuno. Ya en el silencio de la noche, refugiado en
mi cálido salón, procedí a abrir el libro. Tal como sospechaba se
trataba del diario del chico. El remordimiento que podría producirme
lo allí plasmado en otras circunstancias fue superado por el interés
en descubrir qué era lo que había ocurrido aquel día. Pasé unas
páginas iniciales que no tenían ninguna importancia, previas al
encuentro cuya fecha recordaba sin problemas, y me dirigí
expresamente al relato de la celebración de su décimo tercer
cumpleaños. En este punto la letra era distinta, denotando
nerviosismo por lo acontecido. Rezaba así:
“En
primer lugar, y aunque personalmente a ambos ya se lo he dicho, me
gustaría dejar constancia aquí del agradecimiento a mis padres por
el esfuerzo realizado para que todo estuviera perfecto en este gran
día. Y aunque creo que ellos no han tenido la culpa de invitar a
aquella persona, lo cierto es que su visita ha producido en mí
un gran impacto.
Jugábamos
en los jardines cuando notamos que el extraño invitado, separado del
resto, nos observaba desde un cercano árbol. Me llamó y confiado me
acerqué hasta donde estaba. Pensé que querría preguntar algo sobre
mi familia, pero al pasarme el brazo por encima de mis hombros no
tuve otro remedio que acompañarlo hasta donde quisiera. Me condujo a
un lugar apartado del grupo y perdí la vista de mis amigos durante
unos minutos. Entonces comenzó a hablar, de una manera que me
resultaba difícil seguir, una confusa historia de secreto universal
que no debía desvelar. No comprendía sus palabras pero mi educación
me impedía interrumpirlo.
Entonces
ocurrió un hecho sorprendente. Sentado frente a mí me colocó su
mano derecha en mi pecho y, sin poder explicarlo, una bola de luz
azul salió de su mano para ser absorbida por mi cuerpo. Se levantó
sin decir palabra y se dirigió hacia la casa, supongo que a reunirse
con el resto de invitados. Tomé la decisión de seguirlo porque me
pareció que tenía que dar una explicación razonable de lo que
acababa de hacerme. Sin embargo, los gritos de mis compañeros de
juego al llamarme alertaron a los mayores, haciendo que estos
abandonaran su lugar de reunión en dirección a la zona de juegos.
Cuando llegamos a la casa estaba agotado de seguirlo. Iba muy rápido,
tanto que, a pesar de echar a correr, lo perdí de vista. Allí no
quedaba nadie y me senté en los escalones intentado recuperar la
respiración. Poco después apareció todo el grupo.”
Aquel
detalle era nuevo para mí.
No contó nada sobre esto
cuando lo encontramos. Una bola de luz azul... Debía seguir leyendo
para averiguar qué efectos posteriores tendría. Quizá tuviera que
volver a la mansión en otro momento a seguir buscando más
detalles y, desde luego, para
devolver, con una explicación
definitiva, la preciada
pertenencia a la familia.
El hecho podría considerarse
aislado; solo
le afectaría a él. Entonces ¿cómo explicar el resto de muertes?
¿Qué extraño vínculo
terminaría por arrastrar a los familiares a
tan fatal destino? Quizá más
adelante hubiera tenido lugar algún otro encuentro con el hombre de
negro, como decidí nombrarlo interiormente
al desconocer su
nombre. La lectura del resto del diario del amigo se me hizo, de esta
forma, de imperiosa necesidad. Así
pues seguí avanzando, leyendo de forma rápida los días en que no
había ninguna alusión al hombre o a algún otro detalle relacionado
con sus problemas respiratorios, y
llegué a uno en el que, a medida que comenzaba a describir su previo
sentimiento de angustia, su percepción de que algo sorprendente
podía ocurrirle, fue despertando en mi la sensación de que
comenzaba a desvelarse el enigma.
“Sentado
en mi cama, frente al ventanal, espero, porque sé que va a aparecer.
Algo en mi interior me dice que vendrá hoy. Desde aquel día no he
vuelto a verle, pero ha llegado el día del reencuentro. Tenía que
pasar. Son las once y cuarto de la noche. Todo está en silencio. Mi
familia debe estar durmiendo y yo tendría que estar haciéndolo. Sin
embargo, algo me lo impide, esa visita. Por eso me he decidido a
escribir, a dejar constancia aquí de ese hecho por si, Dios no lo
quiera, llegara a ocurrirme alguna desgracia que no pueda dejar
suficientemente explicada. Porque sé que, de alguna manera, mi vida
ha tomado desde ese día una senda sin retorno.”
...
“Retomo
mi diario. Estaba en lo cierto. Una niebla comenzó a formarse en el
interior de la habitación. Coloqué en la cama el diario y me
dispuse a prestar atención a la nube que empezaba a mudar en humano,
en el hombre que vi en mi cumpleaños. Iba ataviado de la misma
guisa, todo de negro, con su característica palidez y una sonrisa en
su cara. No se trataba de un fantasma, como pudiera parecer. Era
real. Se acercó y me tendió la mano. Adelanté la mía en señal de
bienvenida, tal como me enseñaron desde muy pequeño. No quería
llamar a mis padres y creo que él debió advertirlo. Tal vez, con la
intención de tranquilizarme, de que no tenía nada que temer, adoptó
la decisión de sentarse junto a mí en la cama. Me dijo que era la
segunda vez, pero que habría una tercera y definitiva. Había sido
elegido y él me 'marcó' con la luz. Ese gesto que, según dijo,
volvería a realizar con mis allegados. Era la ley y no podía ir
contra ella.”
Llegado a este punto decidí repasar mentalmente en qué otro
momento podría haber tenido lugar un encuentro de Amanda con su
primo. Evidentemente, mi mujer no me había contado, si tal encuentro
llegó a producirse, que hubiese recibido la fatídica transferencia
de la luz de manos de él. Aunque, quizá, también pudo recibirla
sin su conocimiento, por ejemplo, mientras durmiera, en alguna otra
reunión familiar, antes incluso de que llegara a ser mi mujer y, por
tanto, ni ella misma lo supiera. En ese caso, me asaltó la duda
¿podría ser yo mismo otro más de los 'marcados' si a mi mujer le
fue impuesta la obligación y lo hizo igualmente sin mi
consentimiento? Eso sería tanto como traicionar nuestro amor, pero
¿acaso no lo era asimismo el acto que se realizaba con otros
familiares? ¿Qué extraña promesa de futuro se le había hecho para
infundir en el cuerpo de otros aquella luz que terminaría acabando
con las vidas de quiénes la recibían? Quizá la continuación de la
lectura me proporcionara más pistas, y a ello me dispuse.
“A
continuación se marchó de la misma manera que había llegado y,
tras terminar de plasmar en el diario lo acontecido cerré este y me
dispuse a dormir.”
…
“En
el día de hoy he recibido la prometida tercera y última visita del
invitado a mi cumpleaños que páginas más atrás describí. Ha
venido, al igual que la última vez, sin avisar de forma expresa,
aunque interiormente lo presagiaba y tal vez por eso no requiriese
más seña identificativa. Me saludó como en la vez anterior y me
dijo que, a partir de ese momento, estaríamos vinculados para la
eternidad. Aquello me sorprendió, pero antes de que pudiera abrir la
boca para lanzar las preguntas que se me amontanaban en la mente, él
respondió a los interrogantes como si ya las hubiera pronunciado.
Me
sentí hundido. Lo manifestado no era lo que se pudiera desear por
una persona tan joven como yo. Y ante todo se me imponían unas
obligaciones que se me antojaban de difícil cumplimiento, pero que
debía realizar para constatar que, como él, yo podía transmitir
aquella energía azul a otros familiares. Llegados a este punto la
pregunta obligada era si él, entonces, pertenecía a nuestra
familia. Me dijo que yo era su tataranieto y que, a pesar de no
haberme conocido, ¡en vida!, sorprendente, gracias a ese poder,
ciento cincuenta y siete años más tarde era capaz de hacerlo. Así
pues, en el escaso tiempo de que disponía, me tenía que asegurar de
'marcar' a aquellos con quien yo deseara permanecer para siempre.”
Las lágrimas resbalaron por mis mejillas al recordar la triste
suerte que le tocó correr a Amanda. Inútil resultaba plantearse
ahora el por qué de esa decisión, pero a la vez se me cruzó por la
mente que, como mi amigo, Amanda también podría haber sido
portadora de ese extraño poder. Solté las gafas en la mesilla para
limpiar mis húmedos ojos cuando percibí que en la habitación
comenzaba a levantarse una nube blanquecina.