domingo, 14 de abril de 2019

Flores, arbustos y...

Bajé del cayuco hundiendo los pies levemente en el lodo de la orilla. No me importó. Allí estaban, al alcance de mi Nikon, las preciadas lantanas, esas flores diminutas engastadas en un racimo en miniatura, rodeadas de abelias, en un paraje sin igual. Ambas especies formaban parte de mi obsesión por la flora americana y ya iba siendo hora de que pudiera estar junto a ellas y llevarme sus salvajes imágenes. Antes había pasado por el sur de África para disfrutar, igualmente, de la dimorfoteca. Aquello fue más peligroso Las tormentas que azotan el Cabo de Hornos son realmente estremecedoras. Es cierto que el paisaje no tiene parangón, pero disuado a todo aquel que quiera comprobarlo in situ.
Pero esto era otra cosa. Hice decenas de fotos mientras mi guía aguardaba paciente en el cayuco, mirando en derredor, impasible pero quizá deseando regresar a su hogar para poder guardar, o tal vez dárselo a su esposa, el dinero que me pidió para la travesía. Su situación era precaria. Por ello no debía demorar mucho la aparición de ese dinero salvador. Pudiera ser que sus hijos estuviesen sin comer desde el día anterior. Esto me intranquilizaba, pero había llegado hasta allí para hacer un trabajo y hasta que no lo acabase no regresaríamos. Él pareció comprenderlo.
En el instante siguiente, hizo un leve seseo que pude apreciar. Miré hacia la embarcación y lo vi señalando a mi derecha. Una anaconda se aproximaba. Salí inmediatamente del agua mientras él daba con el remo paladas con objeto de que desistiera de la presa humana a la que quería devorar. No quería comprobar de primera mano esas leyendas que cuentan, aunque es cierto que pueden tragarse animales más corpulentos. Tuvo éxito. La vi retirarse a la vez que el hombre me hacía señas con la mano para que me apresurara y saliésemos de allí cuanto antes. No era mi intención asustarlo más, porque él, asimismo, corría peligro. Hice cinco o seis fotos más y regresé al cayuco.
Empujó con el remo la embarcación, introduciéndola en el río para, seguidamente, ponerse a remar a uno y otro lado, semi arrodillado y mirando de reojo a ambos lados por si decidía aparecer otra bestia. Y vaya si aparecieron. Al menos seis u ocho cocodrilos, pudiera ser que por debajo aguardasen otros, acechaban al cayuco. El hombre remó más deprisa, intentando alcanzar una orilla. Me dijo que no debían continuar mientras esas criaturas los rondasen. Podían hacer volcar la embarcación y, entonces... Seguí su consejo y le permití que arribara a un palenque. Descansaríamos hasta que decidieran retirarse.
Pasarían al menos dos horas. Mi paciencia empezaba a dar signos de evadirse. Propuse que continuáramos y aceptó, no de muy buena gana. También tenía yo ganas de volver. Por fortuna, no tuvimos más percances. Sin embargo, mi propuesta de volver al día siguiente fue rechazada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario