Epifanio, Epi como le llamaban cariñosamente sus amigos,
probablemente adquirido en éstos el hábito de actuar así basándose en lo
que habían visto en su familia, admiraba en la penumbra de la
habitación su última creación. Los oblicuos rayos de un sol decadente le
proporcionaban un espectáculo de sombras muy adecuado para poder
determinar el sitio exacto en el que pudiera ubicarse la escultura una
vez fuese aprobado el proyecto que presentaba a concurso.
Su fama
se había ido acrecentando en pocos meses para pasar de ser un perfecto
desconocido a llegar a integrarse en prestigiosos círculos artísticos y
ser seguidas sus esculturas cada vez por más gente. Esto le satisfizo.
Él nunca se consideró un escultor, tan solo un trabajador de los
materiales. Pero ahora veía que sus obras empezaban a ser admiradas,
curioseadas, valoradas, y que, por tanto, se le exigiría mucho más. Y
esto sí le incomodó porque pensaba que llegado a un cénit sobrepasar
éste resultaría tarea imposible. Aunque, por otro lado ¿qué artista o
genio no había pisado esos resbaladizos terrenos en algún momento de su
vida?
La noche anterior no pudo pegar ojo. Quería que su invención
destacase, fuera expuesta a un público, tal vez, exigente. O tal vez,
menos probable, inexpertos, neófitos. Pero la mañana llegó y el
transporte encargado para hacerse cargo del traslado se personó en el
domicilio a primera hora. Sus inquietudes por hacer que fuese manejada
con cuidado, por fortuna, dieron su fruto y no sufrió daño alguno.
Aunque ahora iba a ir su trabajo por un lado, dentro de un camión,
sujeto a vaivenes y baches, y él por otro, en su destartalado utilitario
que pensaba renovar en cuanto tuviese ocasión de hacerse con unas
pingües ganancias.
Llegó antes que el transporte al sitio
acordado, esperando ver descender su obra con los mismos cuidados que
había puesto antes de su inicio. El camión se retrasó y esto lo
incomodó. Tal vez hubiese pillado algún atasco de esos tan frecuentes,
pero la exposición no debería abrirse hasta que todas las obras
estuviesen listas. Fueron horas para él los minutos que se retrasaron,
pero finalmente su trabajo se colocó junto al resto a la espera de la
apertura del recinto que tendría lugar esa misma tarde. Estaba muy
nervioso por ver la reacción de la gente, sobre todo cuando el sol
declinase y sus rayos incidiesen en el ángulo exacto para proporcionar a
los asistentes ese plus de maravilla que esperaba fuese captado.
El
almuerzo no le sentó bien por ese ajetreo, pero aguantó estóicamente el
tiempo de la exposición hasta que, finalmente, tuvo que abandonar de
forma apresurada el recinto, dejando allí su creación que, estaba
seguro, sería protegida, custodiada por los responsables. Nada más podía
hacer. El resultado se daría a conocer al día siguiente y, con gran
pena por dejarlo allí, como quien tiene que abandonar a sus hijos a las
puertas de un colegio para, una vez rebasadas éstas, no saber qué pueda
ocurrirles tras los muros, condujo de nuevo su vehículo hasta su hogar.
Al
día siguiente recibió una llamada de los organizadores lamentándose de
que solo su escultura hubiera sido víctima de actos vandálicos. ¿Pero
qué es lo que han hecho? acertó a balbucear. Nada que no pudiera
arreglarse fue la respuesta que recibió. Se vistió apresuradamente,
abandonó el domicilio sin peinarse y se dirigió hacia allí a una inusual
velocidad. Aparcó indebidamente y corrió hasta las puertas del recinto.
Un vigilante de seguridad le pidió la oportuna credencial para entrar.
Soy uno de los escultores, casi llegó a gritar. Al poco apareció un
conocido. Sí, déjelo pasar, le dijo al vigilante.
Cuando Epi llegó
hasta su escultura pudo apreciar, con horror, que había sido pintada
una estrella de cinco puntas. Una señal que se haría constante en sus
siguientes creaciones.
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