miércoles, 29 de agosto de 2018

Confidencias satánicas

(Relato hecho en agosto del 14)

Cuando encontré, entre los papeles del difunto señor Woodstone, aquel sobre sin abrir, dada mi condición de albacea no me quedó más remedio que proceder a su apertura, extraer su contenido y leer aquel enigmático documento. Una carta oculta bajo la advertencia de la siguiente leyenda escrita en el frontal de su envoltorio: “Supera el reto. Evita satisfacer tu curiosidad”. Esa provocación no produjo en mí el efecto que, evidentemente, produjo en Woodstone, quien sí superó el reto. Mi obligación era ver qué era lo que allí se manifestaba, de quién provenía, si no fuera el propio Woodstone quien lo hubiera hecho y, lo que es más importante en ese caso, qué efectos podía tener sobre el patrimonio del finado.
Nadie me habló de ese sobre, posiblemente porque no supieran de su existencia, lo cual no era de extrañar dado el carácter reservado del malogrado y su potestad de preservar todos los documentos, debidamente ordenados por él mismo, una vez revisados. La tranquilidad con la que contaba, al habérseme reservado la plena disponibilidad de su amplio despacho para realizar las actuaciones pertinentes, me proporcionaba la necesaria concentración para comenzar en aquel mismo momento a leer la carta. Sin embargo, nada más desplegarla y observar la escritura a mano, con una perfecta caligrafía, algo en mi interior me decía que lo que iba a leer no pasaría inadvertido, ni podría olvidarlo, durante el resto de mi vida. Debía leerla, por las razones apuntadas, aunque después me arrepintiera de haberlo hecho por su contenido, por quien era su autor y por las consecuencias que implicaba.
No es mi deseo mantener más tiempo en vilo a los lectores de este, mi informe, por lo que procedo sin más demora a transcribirla.
Seguramente pensará que me extralimito al invadir la esfera de su bendita ignorancia por pretender informarle debidamente de lo que ustedes han dado en llamar submundo, inframundo, infierno, tinieblas o, averno, entre otros vocablos usados por el común de los mortales, pero creo que es mi deber hacerlo. Perdóneme por ello, o quizá más bien, agradézcamelo.
Olvide, para empezar, las leyendas que han circulado a través de los siglos. No crea en el ancestral mito de su acceso en barca por la laguna Estigia. No crea en el famoso cancerbero de tres cabezas que, por toda la eternidad, custodia su puerta. Cada cual podrá permanecer allí, o salir definitivamente, a su voluntad. Ahora bien, una vez que salga debo advertirle que se encontrará en tierra de nadie; para los restos. Entonces conocerá el verdadero infierno que es no saber donde se halla, ni adonde ir.
No crea tampoco en el sofocante calor reinante, ni en el intenso olor a azufre que se predican por doquier... Mi reino es un lugar agradable donde poder estar toda la eternidad. Lo que desee será suyo de inmediato. Solo tiene que desearlo y disfrutará hasta la saciedad de su posesión. No se le exigirá contraprestación alguna por su uso. Pero convendrá conmigo en que el disfrute de bienes terrenales resulta desagradablemente insulso si se pueden saborear otras facultades insospechadas adquiridas en el nuevo estado que acaba de asumir. Esto lo comprobará por si mismo llegado el momento, no puedo avanzarle nada más.
Desmontemos aún otro mito. Sus almas no serán torturadas hasta el fin de los tiempos; no arderán eternamente, como se les ha hecho ver desde tiempos remotos por aquellos interesados en que sigan sus pasos. Mi reino es otro más, quizá con alguna peculiaridad distintiva, pero ¿cuál no la tiene?... Naturalmente, un reino se construye bajo la dirección de alguien, y ese alguien soy yo, al que, ocioso es decir, deberá sumisión y respeto. No obstante, le garantizo que todo el que vive en mi reino es feliz. Nada debe temer, por tanto.
Bien. Ha leído esta carta y, por tanto, no ha superado el reto. Ese fue el trato. Ahora toca cumplir mi voluntad. Atentamente,
Lucifer
Doblé apresuradamente aquel diabólico escrito e imaginé cuál sería el trato. Posiblemente, mediada la visita que le hiciera en vida, el desdichado hubiera vendido su alma al mismísimo diablo bajo la promesa de no abrir el sobre y seguir sin conocer el que intuía podría ser su inexorable destino. Sin embargo, él no llegó a abrirlo y había sido yo el que lo había hecho. Esto me produjo un gran desasosiego, porque la suplantación de personalidad me colocaba en su lugar, y por tanto ahora estaba en deuda, una deuda que quizá no tardase en reclamarme por haber leído la carta. Inútil resultaba intentar convencerme de lo contrario. Pero ruego a Dios que esto sea el final y con ello el trato se cierre definitivamente. Estaba cumpliendo con una obligación que él debe entender; nadie más tiene que pagar por ello.

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