sábado, 24 de junio de 2017

Noche de brujas

No escapaba a su perspicacia, a su sexto sentido tan común entre todas las mujeres, que se acercaba su día. Pero aún llevaba poco tiempo en ese pueblo y nadie sabía de dónde venía, los suplicios que tuvo que pasar en el penoso camino recorrido. Su enmarañado pelo, cubriendo los afortunados rasgos faciales, iba tornándose gris, adquiriendo ese estado canoso que determina una vejez prematura. Las largas noches a la intemperie, expuesta a los ataques de los lobos que aullaban cerca y que nunca se acercaron, quien sabe por qué. Olía como ellos, consecuencia del largo peregrinar sin hallarse al abrigo de cuatro paredes, de disponer de un baño donde hacer sus necesidades y poder lavarse. Solo unas escasas y breves tormentas de verano le proporcionaron una incipiente limpieza que no duraría mucho. Y aún así su compañía no era recibida.

Ya había llegado a sus oídos que era una mujer con muchas posibilidades. El recurso a sus dotes curativas, un par de visitas para unas dolencias estomacales y algunas otras para migrañas, ladillas o enfermedades respiratorias, entre otras, se hizo muy popular. El médico del lugar incluso llegó a pedirle, con el mayor respeto, que le dejara hacer su labor ya que, de otro modo, se iba a ver forzado a abandonar el pueblo dada la precaria situación económica que arrastraba desde hacía meses. Pero ella siguió acopiándose de hierbas, mezclando los componentes necesarios para conseguir la esencia curativa correspondiente. Y siguió recibiendo visitas. No tenía miedo a las represalias que pudiera adoptar aquel medicucho que no era capaz de solucionar las dolencias que aquejaban a sus visitas. En el peor de los casos haría como la última vez, abandonarlos a su suerte obligada por una fuerza superior, por la autoridad gubernamental.

Nunca fue una mujer perseguida, simplemente expulsada. Y como no tenía familia que mantener, su nomadismo no le suponía ningún problema. Mucho tiempo atrás, un hombre la poseyó salvajemente, la embarazó. Sin embargo, era consciente de que esa criatura no tendría una buena vida, no soportaría los extremos de que ella sola sí era capaz, y por eso recurrió a quitarlo de su vientre. No fue tarea difícil, mucho menos para ella conocedora de los secretos de la naturaleza. Y volvió a verse libre, sin ataduras.

Por aquellos años comenzó a circular entre el populacho la aparición de una nueva institución que perseguía herejes, apóstatas, y otra serie de personas no admitidas por la sociedad por cualquier otra razón. Ella no prestó demasiada atención. Nadie podría hacerle daño a una mujer tan fuerte, con tanto poder. Nadie. El miedo se apodera con facilidad de las mentes débiles. Para ella simplemente era como la necesidad de comer o dormir, una debilidad que podía anular. Tuvo miedo, sí, pero cuando era niña. Ese estadio fue superado y ya no lo tendría nunca más.

El otoño había entrado. El suelo se cubría de hojas marrones, ocres, amarillas, todo un espectáculo de color irrepetible en otra época del año. Sus paseos por el bosque, sola, en la tranquilidad de no correr ningún peligro, le proporcionaban una paz sin igual. Desconocía que la acechaban ojos vigilantes, cautos, sin atreverse a dar el paso de asaltarla. Ojos que trasladarían por sus bocas lo que aquella mujer hacía. Bocas que acusaban, quien sabe si injustamente, sus acciones, sus creencias. Todo desembocó en una incriminación ampliamente respaldada por otro conjunto de mentes débiles, subyugadas. El juicio, si así podía llamarse, devino sumarísimo y ella fue condenada a morir en la hoguera, precisamente la noche del 31 de octubre de ese mismo año, sin posibilidad de remisión.

Las hogueras fueron preparándose durante el día. Junto a ella arderían otros tantos. Desde su celda presenciaba los arduos trabajos de acopio de leña, la suficiente para que el reo ardiera inclemente durante horas. A ella no le preocupaba ese detalle. Miraba a través de los gruesos barrotes, sin que asomara una lágrima a sus ojos. La gente dirigía esquivas ojeadas a la torre-prisión, querían evitar a toda costa que se les hiciera un mal de ojo por los endiablados allí recluidos.

Y llegó la noche. Una noche de una gran luna llena. Los lobos aullaban en las montañas cercanas. Los presos fueron sacados de sus celdas y llevados hasta sus respectivas piras. La muchedumbre se agolpaba frente a ellas, expectante por presenciar esas hogueras donde iban a arder todos los indeseables soldados de Satanás. Ella miraba sus ansiosas caras esbozando sonrisas que proclamaban su triunfo. Alguien dijo "quien rie último rie mejor". Tal vez esa noche fuera una noche de celebración para todos.

La angustia de sus compañeros de fatiga era palpable. Los llantos, las entrepiernas húmedas por haber sido incapaces de contener su terror, sus gritos desesperados pidiendo el perdón en última instancia, de nada servirían en esa postrera hora. El cercano campanario anunció la llegada de la medianoche. Atados fuertemente, las piras fueron iniciadas. Y amparada en el crujir de los maderos, de los desgarradores alaridos que salían de las débiles gargantas, ella sencillamente comenzó a aullar como un lobo. Conocía muy bien el significado y no tardaron en aparecer por la plaza decenas de lobos con sus rojas fauces dejando asomar unos excelentes colmillos. La gente tardó en percatarse del peligro. Cuando comenzó el ataque de los cánidos, algunos huyeron despavoridos. Los que tuvieron la suerte de ver venir el peligro y escapar mientras los hambrientos lobos se daban con los desafortunados un buen banquete a la luz de las hogueras. Ella sonreía viendo la escena. El fuego la envolvía sin quemarla.

Al amanecer, aún encima del rescoldo, se desligó de las ataduras y recuperó algunas valiosas pertenencias de los cadáveres. A continuación dirigió sus pasos hacia el cercano bosque para no volver por allí nunca más. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario