Ese
día, al regresar a su nueva vivienda, Sparrow se sorprendió de ver
aquel obstáculo que, como una broma de muy mal gusto, pretendía
impedirle el acceso. Lo retiró sin ningún esfuerzo y no comentó
nada a su mujer, aunque le extrañó que ella no hubiera llegado a
percatarse de su colocación, tan avispada como era. Se acercó hasta
donde estaba y comenzó a hacerle arrumacos. Ella los rechazó
amablemente y señaló su vientre. Pronto tendrían descendencia.
No
dejó de dar vueltas al asunto el resto del día y pensó que, tal
vez, alguien lo hiciera porque se considerara con más derecho que
ellos, porque quisiera que la abandonaran bajo ese tipo de amenazas
encubiertas, cobardes. No estaba dispuesto a ceder. Lucharía con
todas sus fuerzas por conservar aquella fantástica propiedad. Una
vivienda muy bien orientada hacia el sol, que prácticamente todo el
día era bañada por su agradable luz y calor. La parte sur estaba
próxima a unos hornos y esto constituía un riesgo, pero Sparrow era
muy dado a minimizarlos. Su mujer estuvo de acuerdo con la elección
y, viendo la ilusión que le embargaba, no quiso arrebatársela.
Hicieron los acomodos necesarios y se instalaron en ella, dispuestos
a pasar allí mucho tiempo.
Por
la mañana escuchó unos ruidos en el exterior. Volvían a la carga.
Se dirigió rápido hacia la puerta. Nadie, pero estaba convencido de
haberlo oído, de que alguien se había acercado de nuevo con el
propósito de expulsarlos con una nueva y desconocida amenaza. Miró
largo rato a su alrededor y no detectó movimiento alguno. Se marchó
intranquilo, temiendo por la seguridad de su pareja y por la
descendencia que esperaba, aunque no tenía otra opción. Tenía que
cumplir con su deber. Ella, mientras, seguiría preparando la
habitación, acondicionándola para que resultara acogedora y
agradable a la vista de los que estaban por llegar.
El
feliz desenlace estaba próximo. Los dos estaban locos de contento y
ni siquiera repararon en aquel extraño ruido que volvía a
repetirse. Él volvió a marchar otra mañana. En esta ocasión para
hacer acopio de alimento para los que iban a llegar. Ella puso los
huevos y entonces lo oyó, entonces se dio cuenta de la veracidad de
las percepciones de su esposo, y temió por su vida y la de los
pequeños. Se asomó ligeramente por la ventana junto a la puerta.
Una gran malla estaba siendo colocada por una mano misteriosa
cerrándoles la salida al mundo exterior, condenándolos a morir allí
encerrados. Hizo todo el ruido que pudo para espantar al miserable
que la estaba poniendo y parece que surtió efecto. Finalmente, con
mucha cautela, decidió asomarse.
Retiró
algo la malla para salir. Ésta flexionó, rozando con sus afiladas
puntas el costado de ella, hiriéndola, y se colocó en una posición
más complicada para poder quitarla. Se quedó allí fuera,
agazapada, temerosa por sus crías, esperando a que él llegara y
confiando en que, entre ambos, fuera posible deshacerse de ese
fatídico objeto, dejando expedita la entrada a su vivienda.
Cuando
él llegó, ella estaba agotada, sin fuerzas para ayudar a su
desesperado esposo que cada vez que tiraba de la malla la iba
colocando en una posición aún más complicada. No pudieron entrar.
Sus hijos quedaron para siempre en aquella maldita vivienda.
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