martes, 29 de marzo de 2016

Un cuadrado entre círculos

El detective Scariolus miró otra vez el dibujo dejado en la pared. A priori podía decirse que se trataba de sangre humana por hallarse dentro de un dormitorio con las sábanas manchadas, aún cuando no se encontrase el cadáver, o los cadáveres, si es que hubieran procedido a matar a ambos. No obstante, en el cobertizo se encontraron varias gallinas y un cerdo descuartizados, por lo que tal vez, y solo tal vez, fuera la de estos inocentes animales la que se hubiera dejado como señal de aviso. Sin embargo, su sagacidad de muchos años de experiencia le llevaba a pensar que estaba ante la comisión de un homicidio. La policía científica no dejaba de tomar muestras de huellas, fotografiar y espolvorear unos productos iridiscentes por toda la habitación. Los dejó hacer. Encendió un pitillo y aspiró una profunda bocanada. Ocho círculos tangentes en torno a un cuadrado, colocados, además, de forma tangencial a cada uno de sus lados así como a los vértices ¿Qué significado podía tener aquello?


En la Biblioteca Nacional curioseó manuales para localizarlo en las antiguas runas escandinavas o islandesas, en la mitología griega, en tratados egipcios... Nada parecido. '¡Quizá fuera uno de los diseños del gran Leonardo! Allí disponían de un volumen con todos sus dibujos ingenieriles hechos por él'. Su flor de la vida guardaba algo de paralelismo, aunque en este caso todo eran círculos tangenciales. No había ningún cuadrado. Perdió toda la tarde, y al día siguiente buscó en bibliotecas privadas sobre rituales satánicos, en libros prohibidos, de magia negra, acerca de oui-ja. Absolutamente nada. Podría interpretarse, pensó, como ocho personas sentadas a una mesa visto desde arriba, pero aquello era una interpretación muy personal.


Días más tarde descubrieron los cadáveres enterrados en un bosque cercano. La intensa lluvia caída el día anterior hizo que la tierra se removiera dejando al descubierto unos dedos entre la hojarasca. Un corredor matinal lo vio y alertó a la policía. Se comprobó, por el adn de las víctimas, que era su sangre, la de los dos, la que se utilizó para el dibujo. Y también se investigaron los negocios del matrimonio asesinado, sus posibles cuentas pendientes, los últimos contactos realizados por cualquiera de ellos o, sus llamadas telefónicas, entre otros. Al parecer, el marido pertenecía a una Logia. Ahí podía hallarse la clave, concluyó Scariolus. Empezaba a cobrar sentido su imagen mental de ocho personas sentadas alrededor de una mesa. El problema era que hallarse ante una sociedad secreta a la que era imposible acceder como no se perteneciera a ella, complicaba la investigación. Scariolus tenía que descubrir la forma de poder contactar con alguno de sus miembros para determinar el significado del dibujo y, seguidamente, dar con el asesino, o asesinos, dentro de ella. Pero ¿cómo saber de sus integrantes si uno de ellos, el que podía decirle algo, estaba muerto? En los días siguientes, Scariolus revolvió de arriba abajo toda la casa. Lo único que encontró fue un cuaderno, posiblemente de las reuniones en la Logia, con unos extraños símbolos en todas sus hojas que no le conducían a nada, y unos números en su contraportada. Debía recurrir a computadoras que le dedujeran su relación intrínseca. Ese era el trabajo técnico. Pero quedaba el de a pie de calle.


Localizar la sede de la Logia no fue difícil. Observó durante varios días la salida de las reuniones y a sus miembros. No tenía nada contra ellos. No podía abordarlos bajo ningún pretexto plausible. Pero tenía que entrar allí, por lo que solo le quedaba la opción de hacerse acólito. A tal fin se aproximó a la entrada y manifestó su deseo de formar parte de la organización.


Centauro, era el nombre de la Logia, exigía la creencia en la existencia de un Ser Supremo; pero, además, ser un hombre libre y de buenas costumbres; poseer inteligencia y cultura suficientes para entender las enseñanzas; declarar la adhesión incondicional y el consiguiente hermetismo respecto de los principios y fines esenciales de la institución; contar con los medios económicos suficientes para sufragar sus necesidades; acreditar una conducta, tanto pública como privada, intachables y, no tener mutilaciones ni tatuajes. Scariolus afirmó cumplir todos ellos y dijo llamarse Thomas Mann, ciudadano residente en Memphis, dedicado al comercio de antigüedades (con ello pretendía hacerse más accesible a posibles reliquias que reprodujesen el dibujo hallado en aquella habitación). El maestro de ceremonias, que se identificó como alfa-centauro-1, acompañó a Scariolus a través de un largo pasillo, débilmente iluminado, hasta una puerta que entreabrió con misterio, mirando directamente a los ojos de su acompañante, como intentando adivinar a través de ellos cuáles eran las verdaderas intenciones del “nuevo”. Una gran sala se mostró a sus ojos. En ella, una mesa larga en forma de U ocupaba la estancia y, tras ella, una serie de sillones de respaldo alto tapizados en rojo. El suelo estaba cubierto por una alfombra con extraños símbolos, aunque esto sí era curioso, dominados por circunferencias. La sala en esos momentos se encontraba vacía y el maestro se dirigió al sillón presidencial, invitando a que él tomara asiento en un sillón central. Aquello le pareció el clásico interrogatorio que tantas veces había presenciado en los juicios como acusación. El maestro comenzó a hablar pausadamente, como mascando sus palabras, sin dejar de mirarlo. Le empezó a decir que la iniciación requería de un trabajo, no muy difícil, que debía ser superado. Tendría unos jueces que valorarían el resultado, que lo seguirían para constatar que cumplía lo ordenado. Sin él, podía olvidarse de pertenecer a la institución y, en ese caso prometer, bajo juramento respaldado con su propia vida, que no divulgaría absolutamente nada de lo presenciado hasta el momento. Él mismo, alfa-centauro-1, se encargaría, llegado el caso, de la ejecución de la pena.


Luego era él. Se hallaba frente al asesino. Había visto su cara y lo único que podía hacer era memorizar al máximo sus rasgos para, frente al dibujante policial, extraer el retrato robot que le permitiera identificarlo. Aquel infortunado no cumplió algún requisito y lo pagó con su vida, añadiéndose la de su esposa por la estrecha vinculación. Entonces alfa-centauro le planteó el reto. Bajó una cortina de papel y reprodujo, exactamente, el grabado visto en la casa. Se trataba de resolver una especie de acertijo basándose en relaciones entre el número pi, el lado del cuadrado interior y un múltiplo del número de circunferencias. Esto, pasado a una equivalencia en el alfabeto, le daría 8 letras. Cuando tuviera el resultado tenía que visitar las localizaciones de las ocho sedes en las ciudades que comenzaban con esa letra, ninguna otra, y manifestar que era el miembro centauro número X.


Pretendió ganar algo de tiempo haciendo preguntas inútiles, aunque inteligentes (ya que si no sería despedido en ese mismo momento), al objeto de seguir memorizando sus rasgos físicos. Alfa-centauro percibió sus intenciones, pero no dejó traslucir sus pensamientos. Simplemente le dijo que le acompañase a otra estancia para mostrarle otros detalles de importancia. Scariolus se dio cuenta que se le estaba tendiendo una trampa, pero debía seguirlo para no alarmarlo. Ya pensaría alguna excusa para poder marcharse hasta una próxima reunión.


Bajaron unas escaleras. Debía aprovechar que se encontraba tras él para golpearlo con la culata de su arma oculta en la pierna. Si lo lograba debía darse prisa en volver sobre sus pasos y salir de allí para no volver a entrar más que para detener a alfa-centauro por doble homicidio premeditado. Quedaba el asunto de las pruebas incriminatorias, pero esperaba que la científica ya hubiera hecho su trabajo y obtenido las oportunas huellas. El tiempo pasaba rápido. Cada escalón que bajaba lo acercaba más al infierno. Por su mente pasó en décimas de segundo lo que prometió ante la tumba de su padre. Jamás dejaría de resolver un asesinato. Y acto seguido lo que podría estar pasando por la mente de aquel mal nacido que iba por delante. Sí, era inteligente. Se disponía a ejecutarlo sin necesidad de que resolviese el acertijo iniciático.


Scariolus se agachó un poco y extrajo su arma. Antes de que alfa-centauro lo advirtiera recibió un severo golpe en la nuca, cayendo pesadamente por el resto de la escalera. Scariolus subió de nuevo, a zancadas, y se dirigió por los pasillos hacia la salida. Por suerte, su memoria geográfica lo condujo sin error hasta ella. Pero allí esperaba el guardián.

  • ¿Dónde está alfa-centauro? De aquí no sale nadie si no viene el maestro.
  • ¿Y si le muestro la autorización?
  • ¿Qué autorización?— inquirió molesto el guardián. Scariolus mostró su Luger y abandonó la sede sin problemas.


Tres días después, fuerzas especiales asaltaban la sede de Centauro. Su líder no se encontraba allí.


 
Aquello fue un varapalo para Scariolus. La huida de Alfa Centauro complicaba la resolución del caso, de forma indeseable lo retardaba. Porque ahora debía indagarse adonde podría haber escapado. Pero tenía un recurso muy valioso a su favor. El hecho de que el asesino fuera un miembro emblemático de la Logia Centauro, le cortaba las alas. Sí, no era del todo libre. Su incondicional adhesión a la organización y el propio estatus lo obligaba a seguir asistiendo a sus reuniones, aunque ya no lo pudiera hacer en la sede que conoció pero sí en cualquier otra ubicada en una de las ciudades cuya primera letra fuera... Para saberlo necesitaba conocer la solución del acertijo planteado, el que dejara en manos de la técnica informática que, a buen seguro, ya estaría resuelto.

La mañana de aquel nuevo día dejó a la luz del sol una intensa nevada caída durante toda la noche. Scariolus optó por el transporte público ante la posibilidad de coger su automóvil y sufrir los atascos derivados de los problemas en la circulación. Se dirigió a la parada de tren pisando con precaución las placas de hielo del asfalto y tomó el que le acercaría hasta el edificio donde se hallaba el gran ordenador. Si todo fue bien deberían tener ya las claves para localizar las ocho ciudades a las que debería asistir, identificándose, como ya se le indicó, como el miembro centauro X.

Ese día pudieron trasladarle los resultados y comprobó como, afortunadamente, las ciudades se hallaban en la parte sur-oriental de EE.UU. Y si excluía las poblaciones más pequeñas, teniendo en cuenta que era poco probable que se instalaran en ellas dada su condición y el anonimato que le prodigaba una ciudad más poblada, debía visitar todas estas: Chicago, Nashville, Raleigh, Virginia Beach y Tampa, por cercanía. En cualquiera de ellas tenía la esperanza de encontrarlo y si, por mala suerte, se trasladó más lejos entonces tendría que llegar hasta Oklahoma City, El Paso o Austin. Ahora él era centauro 7, y tenía que darse prisa para llegar antes que el siguiente que lograra dar con la clave y suplantara su nueva identidad desbaratando sus planes. Volvió a su casa sin demorarse un minuto, hizo una maleta con poca ropa y se preparó para el viaje.

Decidió que comenzaría por Nashville. Solo tres horas de carretera le separaban. Confiaba en su anonimato dentro del nuevo miembro de la Logia en que acababa de convertirse, así como que Alfa Centauro minusvalorara su capacidad para dar con la clave. Su nuevo aspecto más vulgar, incluso la capacidad para mimetizarse en un sujeto de fácil captación por cualquier asociación, comunidad, secta, le permitiría pronto conocer la ubicación de su objetivo.

Una vez localizado, centauro 7 se presentó y fue emplazado para el encuentro que tendría lugar esa misma noche. Scariolus comenzó a sentir bullir la adrenalina por su cuerpo. Las escasas dos horas que tuvo que esperar se les hicieron eternas. No tuvo paciencia y llegó temprano a la reunión. Alfa Centauro 3, el maestro de ceremonias, lo recibió con toda clase de elogios, lo que tranquilizó a Scariolus y tras la reunión, que le pareció lo más absurdo del mundo, recibió la grata noticia de que, en la reunión del día siguiente, contarían con el honor de recibir a Alfa Centauro 1, el asesino buscado, que ahora se encontraba en Tampa. Tan sencillo le pareció a Scariolus que no llegaba a creer la inmensa suerte que había tenido. Solo debía esperar unas horas y lo atraparía allí mismo. Emplear diez en desplazarse hasta Florida, a las que habría que añadir otro par de horas en localizar la sede, no era una solución plausible. Quizá para cuando él llegase Alfa C1 ya no estuviera. No. Debía tener paciencia.

Al día siguiente, lo primero era contactar con el departamento de policía local. Steve, el jefe, se mostró muy colaborativo, también era su obligación, y se puso manos a la obra para preparar un dispositivo con los mejores. No fallarían, porque su dilatada carrera le había proporcionado toda la experiencia con la que contaba actualmente. Scariolus almorzaría con él para terminar de concretar el operativo. Después permaneció en las dependencias policiales para no ser visto deambular por las calles de Nashville. Era conveniente no correr ningún riesgo innecesario, al menos mientras fuera de día.

Pero pronto cayó la noche y Scariolus se dirigió al lugar de encuentro. Su Luger a buen recaudo por lo que pudiera pasar. Antes de entrar miró a su alrededor. Todo parecía tranquilo, aunque un sagaz observador podría distinguir un gran furgón negro aparcado a un par de manzanas de allí, a un robusto hombre paseando inocente a su perro (Scariolus sabía que era uno de los policías de incógnito), a una pareja de enamorados sentados en un banco del cercano parque, algo acaramelados que, por supuesto, también eran policías o, a un empleado de recogida de residuos con su carro cargado de armas bien camufladas. Si Scariolus se encontrase en problemas la reseña eran dos disparos realizados en el interior del lugar, a los que la policía respondería con un asalto por la fuerza con los diez hombres que se encontraban en el furgón.

¿Se encontraría allí Alfa C1? ¿Habría acudido a la cita cual inocente cordero? En unos segundos lo sabría. Un par de acólitos abrieron la puerta y lo hicieron pasar. El aspecto interior de la sede no difería mucho de la anterior. Scariolus fue conducido hasta el gran salón y pronto se vio inmerso en la ceremonia iniciática. No veía a Alfa C1. Solo Alfa C3, de espaldas a todos ellos, movía sus brazos arriba y abajo ante el emblema, el cuadrado rodeado de círculos. Se atrevió a preguntar al que estaba a su lado por Alfa C1. Era un afroamericano que lo miró sorprendido, abriendo desmesuradamente sus ojos, como si él tuviera que conocer el hecho. Se limitó a encogerse de hombros y volvió a prestar atención al maestro de ceremonias. Scariolus no quiso llamar más la atención. Igual aparecería pocos minutos después.

Una voz, como de ultratumba, se dejó oír. Scariolus la reconoció, pero ¿dónde estaba?. “Tenemos un infiltrado entre nosotros” dijo en ese momento la voz. El detective tanteó su arma, presto a sacarla a la luz y efectuar los disparos al aire. “Mirad a vuestro alrededor. Seguro que lo reconoceréis pronto”. Alfa C3 se giró para ver de quien se trataba. Todos se miraban, recelosos. “Es él” se oyó al fondo, algo más atrás de Scariolus. Éste se volvió para ver cual era el falso acusado. Un miembro señalaba con su dedo índice al compañero que no podía salir de su asombro, negando con su cabeza. Alfa C3 comenzó a acercarse, aunque no le daría tiempo a llegar. El sujeto sacó un arma y se disparó en la sien, cayendo pesadamente contra el frío suelo que comenzó a recibir la sangre del infortunado.

Fue entonces cuando aparecería Alfa C1, por la galería del piso superior, mirando concienzudamente a todos los presentes para localizar a Scariolus. Entonces lo vio. “No, no era aquel. Es ese, ese de ahí. El falso centauro 7”. Scariolus sacó la Luger y fue reculando. “No podrá matarnos a todos” siguió diciendo Alfa C1 en el convencimiento de que, aunque cayeran algunos, fanáticos seguidores a quien no les importaba morir, finalmente él sería prendido y moriría esa misma noche.
El detective no quiso esperar más. Disparó sus dos balas al techo como si estuviera dando a entender que no dudaría en hacerlo contra quien osase acercarse. Algunos miembros, moviéndose como zombies, el cerebro absorbido, caminaron despacio hacia él. Scariolus corrió por el pasillo buscando una salida mientras oía los gritos de la policía que ya había atendido a su llamada. Procuró ir hacia donde se encontraba Alfa C1, que era el que realmente importaba ser capturado.

¡Arriba! Increpó a los primeros policías que vio. “Va con una túnica negra con emblemas rojos en las mangas. No lo dejen escapar” y Scariolus subió tras ellos. Lo vio correr a lo largo de un pasillo con un ventanal al fondo. Un instante después lo atravesaría lanzándose al vacío.

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