El
detective Scariolus miró otra vez el dibujo dejado en la pared. A
priori podía decirse que se trataba de sangre humana por hallarse
dentro de un dormitorio con las sábanas manchadas, aún cuando no se
encontrase el cadáver, o los cadáveres, si es que hubieran
procedido a matar a ambos. No obstante, en el cobertizo se
encontraron varias gallinas y un cerdo descuartizados, por lo que tal
vez, y solo tal vez, fuera la de estos inocentes animales la que se
hubiera dejado como señal de aviso. Sin embargo, su sagacidad de
muchos años de experiencia le llevaba a pensar que estaba ante la
comisión de un homicidio. La policía científica no dejaba de tomar
muestras de huellas, fotografiar y espolvorear unos productos
iridiscentes por toda la habitación. Los dejó hacer. Encendió un
pitillo y aspiró una profunda bocanada. Ocho círculos tangentes en
torno a un cuadrado, colocados, además, de forma tangencial a cada
uno de sus lados así como a los vértices ¿Qué significado podía
tener aquello?
En la
Biblioteca Nacional curioseó manuales para localizarlo en las
antiguas runas escandinavas o islandesas, en la mitología griega, en
tratados egipcios... Nada parecido. '¡Quizá fuera uno de los
diseños del gran Leonardo! Allí disponían de un volumen con todos
sus dibujos ingenieriles hechos por él'. Su flor de la vida
guardaba algo de paralelismo, aunque en este caso todo eran círculos
tangenciales. No había ningún cuadrado. Perdió toda la tarde, y al
día siguiente buscó en bibliotecas privadas sobre rituales
satánicos, en libros prohibidos, de magia negra, acerca de oui-ja.
Absolutamente nada. Podría interpretarse, pensó, como ocho personas
sentadas a una mesa visto desde arriba, pero aquello era una
interpretación muy personal.
Días
más tarde descubrieron los cadáveres enterrados en un bosque
cercano. La intensa lluvia caída el día anterior hizo que la tierra
se removiera dejando al descubierto unos dedos entre la hojarasca. Un
corredor matinal lo vio y alertó a la policía. Se comprobó, por el
adn de las víctimas, que era su sangre, la de los dos, la que se
utilizó para el dibujo. Y también se investigaron los negocios del
matrimonio asesinado, sus posibles cuentas pendientes, los últimos
contactos realizados por cualquiera de ellos o, sus llamadas
telefónicas, entre otros. Al parecer, el marido pertenecía a una
Logia. Ahí podía hallarse la clave, concluyó Scariolus. Empezaba a
cobrar sentido su imagen mental de ocho personas sentadas alrededor
de una mesa. El problema era que hallarse ante una sociedad secreta a
la que era imposible acceder como no se perteneciera a ella,
complicaba la investigación. Scariolus tenía que descubrir la forma
de poder contactar con alguno de sus miembros para determinar el
significado del dibujo y, seguidamente, dar con el asesino, o
asesinos, dentro de ella. Pero ¿cómo saber de sus integrantes si
uno de ellos, el que podía decirle algo, estaba muerto? En los días
siguientes, Scariolus revolvió de arriba abajo toda la casa. Lo
único que encontró fue un cuaderno, posiblemente de las reuniones
en la Logia, con unos extraños símbolos en todas sus hojas que no
le conducían a nada, y unos números en su contraportada. Debía
recurrir a computadoras que le dedujeran su relación intrínseca.
Ese era el trabajo técnico. Pero quedaba el de a pie de calle.
Localizar
la sede de la Logia no fue difícil. Observó durante varios días la
salida de las reuniones y a sus miembros. No tenía nada contra
ellos. No podía abordarlos bajo ningún pretexto plausible. Pero
tenía que entrar allí, por lo que solo le quedaba la opción de
hacerse acólito. A tal fin se aproximó a la entrada y manifestó su
deseo de formar parte de la organización.
Centauro,
era el nombre de la Logia, exigía la creencia en la existencia de un
Ser Supremo; pero, además, ser un hombre libre y de buenas
costumbres; poseer inteligencia y cultura suficientes para entender
las enseñanzas; declarar la adhesión incondicional y el
consiguiente hermetismo respecto de los principios y fines esenciales
de la institución; contar con los medios económicos suficientes
para sufragar sus necesidades; acreditar una conducta, tanto pública
como privada, intachables y, no tener mutilaciones ni tatuajes.
Scariolus afirmó cumplir todos ellos y dijo llamarse Thomas Mann,
ciudadano residente en Memphis, dedicado al comercio de antigüedades
(con ello pretendía hacerse más accesible a posibles reliquias que
reprodujesen el dibujo hallado en aquella habitación). El maestro de
ceremonias, que se identificó como alfa-centauro-1, acompañó a
Scariolus a través de un largo pasillo, débilmente iluminado, hasta
una puerta que entreabrió con misterio, mirando directamente a los
ojos de su acompañante, como intentando adivinar a través de ellos
cuáles eran las verdaderas intenciones del “nuevo”. Una gran
sala se mostró a sus ojos. En ella, una mesa larga en forma de U
ocupaba la estancia y, tras ella, una serie de sillones de respaldo
alto tapizados en rojo. El suelo estaba cubierto por una alfombra con
extraños símbolos, aunque esto sí era curioso, dominados por
circunferencias. La sala en esos momentos se encontraba vacía y el
maestro se dirigió al sillón presidencial, invitando a que él
tomara asiento en un sillón central. Aquello le pareció el clásico
interrogatorio que tantas veces había presenciado en los juicios
como acusación. El maestro comenzó a hablar pausadamente, como
mascando sus palabras, sin dejar de mirarlo. Le empezó a decir que
la iniciación requería de un trabajo, no muy difícil, que debía
ser superado. Tendría unos jueces que valorarían el
resultado, que lo seguirían para constatar que cumplía lo ordenado.
Sin él, podía olvidarse de pertenecer a la institución y, en ese
caso prometer, bajo juramento respaldado con su propia vida, que no
divulgaría absolutamente nada de lo presenciado hasta el momento. Él
mismo, alfa-centauro-1, se encargaría, llegado el caso, de la
ejecución de la pena.
Luego
era él. Se hallaba frente al asesino. Había visto su cara y lo
único que podía hacer era memorizar al máximo sus rasgos para,
frente al dibujante policial, extraer el retrato robot que le
permitiera identificarlo. Aquel infortunado no cumplió algún
requisito y lo pagó con su vida, añadiéndose la de su esposa por
la estrecha vinculación. Entonces alfa-centauro le planteó el reto.
Bajó una cortina de papel y reprodujo, exactamente, el grabado visto
en la casa. Se trataba de resolver una especie de acertijo basándose
en relaciones entre el número pi, el lado del cuadrado interior y un
múltiplo del número de circunferencias. Esto, pasado a una
equivalencia en el alfabeto, le daría 8 letras. Cuando tuviera el
resultado tenía que visitar las localizaciones de las ocho sedes en
las ciudades que comenzaban con esa letra, ninguna otra, y manifestar
que era el miembro centauro número X.
Pretendió
ganar algo de tiempo haciendo preguntas inútiles, aunque
inteligentes (ya que si no sería despedido en ese mismo momento), al
objeto de seguir memorizando sus rasgos físicos. Alfa-centauro
percibió sus intenciones, pero no dejó traslucir sus pensamientos.
Simplemente le dijo que le acompañase a otra estancia para mostrarle
otros detalles de importancia. Scariolus se dio cuenta que se le
estaba tendiendo una trampa, pero debía seguirlo para no alarmarlo.
Ya pensaría alguna excusa para poder marcharse hasta una próxima
reunión.
Bajaron
unas escaleras. Debía aprovechar que se encontraba tras él para
golpearlo con la culata de su arma oculta en la pierna. Si lo lograba
debía darse prisa en volver sobre sus pasos y salir de allí para no
volver a entrar más que para detener a alfa-centauro por doble
homicidio premeditado. Quedaba el asunto de las pruebas
incriminatorias, pero esperaba que la científica ya hubiera hecho su
trabajo y obtenido las oportunas huellas. El tiempo pasaba rápido.
Cada escalón que bajaba lo acercaba más al infierno. Por su mente
pasó en décimas de segundo lo que prometió ante la tumba de su
padre. Jamás dejaría de resolver un asesinato. Y acto seguido lo
que podría estar pasando por la mente de aquel mal nacido que iba
por delante. Sí, era inteligente. Se disponía a ejecutarlo sin
necesidad de que resolviese el acertijo iniciático.
Scariolus se agachó un poco y extrajo su arma. Antes de que
alfa-centauro lo advirtiera recibió un severo golpe en la nuca,
cayendo pesadamente por el resto de la escalera. Scariolus subió de
nuevo, a zancadas, y se dirigió por los pasillos hacia la salida.
Por suerte, su memoria geográfica lo condujo sin error hasta ella.
Pero allí esperaba el guardián.
- ¿Dónde está alfa-centauro? De aquí no sale nadie si no viene el maestro.
- ¿Y si le muestro la autorización?
- ¿Qué autorización?— inquirió molesto el guardián. Scariolus mostró su Luger y abandonó la sede sin problemas.
Tres días
después, fuerzas especiales asaltaban la sede de Centauro. Su líder
no se encontraba allí.
Aquello fue un varapalo para Scariolus. La huida de Alfa Centauro
complicaba la resolución del caso, de forma indeseable lo retardaba.
Porque ahora debía indagarse adonde podría haber escapado. Pero
tenía un recurso muy valioso a su favor. El hecho de que el asesino
fuera un miembro emblemático de la Logia Centauro, le cortaba las
alas. Sí, no era del todo libre. Su incondicional adhesión a la
organización y el propio estatus lo obligaba a seguir asistiendo a
sus reuniones, aunque ya no lo pudiera hacer en la sede que conoció
pero sí en cualquier otra ubicada en una de las ciudades cuya
primera letra fuera... Para saberlo necesitaba conocer la solución
del acertijo planteado, el que dejara en manos de la técnica
informática que, a buen seguro, ya estaría resuelto.
La mañana de aquel nuevo día dejó a la luz del sol una intensa
nevada caída durante toda la noche. Scariolus optó por el
transporte público ante la posibilidad de coger su automóvil y
sufrir los atascos derivados de los problemas en la circulación. Se
dirigió a la parada de tren pisando con precaución las placas de
hielo del asfalto y tomó el que le acercaría hasta el edificio
donde se hallaba el gran ordenador. Si todo fue bien deberían tener
ya las claves para localizar las ocho ciudades a las que debería
asistir, identificándose, como ya se le indicó, como el miembro
centauro X.
Ese día pudieron trasladarle los resultados y comprobó como,
afortunadamente, las ciudades se hallaban en la parte sur-oriental de
EE.UU. Y si excluía las poblaciones más pequeñas, teniendo en
cuenta que era poco probable que se instalaran en ellas dada su
condición y el anonimato que le prodigaba una ciudad más poblada,
debía visitar todas estas: Chicago, Nashville, Raleigh, Virginia
Beach y Tampa, por cercanía. En cualquiera de ellas tenía la
esperanza de encontrarlo y si, por mala suerte, se trasladó más
lejos entonces tendría que llegar hasta Oklahoma City, El Paso o
Austin. Ahora él era centauro 7, y tenía que darse prisa para
llegar antes que el siguiente que lograra dar con la clave y
suplantara su nueva identidad desbaratando sus planes. Volvió a su
casa sin demorarse un minuto, hizo una maleta con poca ropa y se
preparó para el viaje.
Decidió que comenzaría por Nashville. Solo tres horas de carretera
le separaban. Confiaba en su anonimato dentro del nuevo miembro de la
Logia en que acababa de convertirse, así como que Alfa Centauro
minusvalorara su capacidad para dar con la clave. Su nuevo aspecto
más vulgar, incluso la capacidad para mimetizarse en un sujeto de
fácil captación por cualquier asociación, comunidad, secta, le
permitiría pronto conocer la ubicación de su objetivo.
Una vez localizado, centauro 7 se presentó y fue emplazado para el
encuentro que tendría lugar esa misma noche. Scariolus comenzó a
sentir bullir la adrenalina por su cuerpo. Las escasas dos horas que
tuvo que esperar se les hicieron eternas. No tuvo paciencia y llegó
temprano a la reunión. Alfa Centauro 3, el maestro de ceremonias, lo
recibió con toda clase de elogios, lo que tranquilizó a Scariolus y
tras la reunión, que le pareció lo más absurdo del mundo, recibió
la grata noticia de que, en la reunión del día siguiente, contarían
con el honor de recibir a Alfa Centauro 1, el asesino buscado, que
ahora se encontraba en Tampa. Tan sencillo le pareció a Scariolus
que no llegaba a creer la inmensa suerte que había tenido. Solo
debía esperar unas horas y lo atraparía allí mismo. Emplear diez
en desplazarse hasta Florida, a las que habría que añadir otro par
de horas en localizar la sede, no era una solución plausible. Quizá
para cuando él llegase Alfa C1 ya no estuviera. No. Debía tener
paciencia.
Al día siguiente, lo primero era contactar con el departamento de
policía local. Steve, el jefe, se mostró muy colaborativo, también
era su obligación, y se puso manos a la obra para preparar un
dispositivo con los mejores. No fallarían, porque su dilatada
carrera le había proporcionado toda la experiencia con la que
contaba actualmente. Scariolus almorzaría con él para terminar de
concretar el operativo. Después permaneció en las dependencias
policiales para no ser visto deambular por las calles de Nashville.
Era conveniente no correr ningún riesgo innecesario, al menos
mientras fuera de día.
Pero pronto cayó la noche y Scariolus se dirigió al lugar de
encuentro. Su Luger a buen recaudo por lo que pudiera pasar. Antes de
entrar miró a su alrededor. Todo parecía tranquilo, aunque un sagaz
observador podría distinguir un gran furgón negro aparcado a un par
de manzanas de allí, a un robusto hombre paseando inocente a su
perro (Scariolus sabía que era uno de los policías de incógnito),
a una pareja de enamorados sentados en un banco del cercano parque,
algo acaramelados que, por supuesto, también eran policías o, a un
empleado de recogida de residuos con su carro cargado de armas bien
camufladas. Si Scariolus se encontrase en problemas la reseña eran
dos disparos realizados en el interior del lugar, a los que la
policía respondería con un asalto por la fuerza con los diez
hombres que se encontraban en el furgón.
¿Se encontraría allí Alfa C1? ¿Habría acudido a la cita cual
inocente cordero? En unos segundos lo sabría. Un par de acólitos
abrieron la puerta y lo hicieron pasar. El aspecto interior de la
sede no difería mucho de la anterior. Scariolus fue conducido hasta
el gran salón y pronto se vio inmerso en la ceremonia iniciática.
No veía a Alfa C1. Solo Alfa C3, de espaldas a todos ellos, movía
sus brazos arriba y abajo ante el emblema, el cuadrado rodeado de
círculos. Se atrevió a preguntar al que estaba a su lado por Alfa
C1. Era un afroamericano que lo miró sorprendido, abriendo
desmesuradamente sus ojos, como si él tuviera que conocer el hecho.
Se limitó a encogerse de hombros y volvió a prestar atención al
maestro de ceremonias. Scariolus no quiso llamar más la atención.
Igual aparecería pocos minutos después.
Una voz, como de ultratumba, se dejó oír. Scariolus la reconoció,
pero ¿dónde estaba?. “Tenemos un infiltrado entre nosotros”
dijo en ese momento la voz. El detective tanteó su arma, presto a
sacarla a la luz y efectuar los disparos al aire. “Mirad a vuestro
alrededor. Seguro que lo reconoceréis pronto”. Alfa C3 se giró
para ver de quien se trataba. Todos se miraban, recelosos. “Es él”
se oyó al fondo, algo más atrás de Scariolus. Éste se volvió
para ver cual era el falso acusado. Un miembro señalaba con su dedo
índice al compañero que no podía salir de su asombro, negando con
su cabeza. Alfa C3 comenzó a acercarse, aunque no le daría tiempo a
llegar. El sujeto sacó un arma y se disparó en la sien, cayendo
pesadamente contra el frío suelo que comenzó a recibir la sangre
del infortunado.
Fue entonces cuando aparecería Alfa C1, por la galería del piso
superior, mirando concienzudamente a todos los presentes para
localizar a Scariolus. Entonces lo vio. “No, no era aquel. Es ese,
ese de ahí. El falso centauro 7”. Scariolus sacó la Luger y fue
reculando. “No podrá matarnos a todos” siguió diciendo Alfa C1
en el convencimiento de que, aunque cayeran algunos, fanáticos
seguidores a quien no les importaba morir, finalmente él sería
prendido y moriría esa misma noche.
El detective no quiso esperar más. Disparó sus dos balas al techo
como si estuviera dando a entender que no dudaría en hacerlo contra
quien osase acercarse. Algunos miembros, moviéndose como zombies, el
cerebro absorbido, caminaron despacio hacia él. Scariolus corrió
por el pasillo buscando una salida mientras oía los gritos de la
policía que ya había atendido a su llamada. Procuró ir hacia donde
se encontraba Alfa C1, que era el que realmente importaba ser
capturado.
¡Arriba! Increpó a los primeros policías que vio. “Va con una
túnica negra con emblemas rojos en las mangas. No lo dejen escapar”
y Scariolus subió tras ellos. Lo vio correr a lo largo de un pasillo
con un ventanal al fondo. Un instante después lo atravesaría
lanzándose al vacío.
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