miércoles, 29 de abril de 2015

Take Five (I)

Con permiso de su autor, Guillermo Altamirano.




La lluvia me había encontrado desprevenido. Como pude me cubrí con un periódico que terminó por transformarse en una bola de papel. Las llaves cayeron sobre el piso mojado y oscuro del lúgubre callejón que albergaba mi departamento. Me incliné intentando recogerlas y mi cabeza golpeó la puerta que se abrió sin oponer resistencia. Me erguí y puse mi mano derecha sobre mi arma. La desenfundé lentamente y miré la cerradura, evidentemente lo había hecho un profesional. Alguien intentaba joderme.

Con ambas manos en el arma di dos pasos hasta la caja de los fusibles. Esta no era la primera vez que algo así ocurría. Gajes del oficio. Todo quedó oscuro, la luz emanaba desde mi despacho, donde mi caja fuerte no tan solo albergaba una fuerte suma de dinero.

Conocía de memoria cada habitación, había contado los pasos exactos y la altura precisa de los muebles, sabía que hoy alguien moriría. El ruido de la lluvia no permitía que escuchara lo que ocurría, la luz no se movía, lo que me decía que no era una linterna. Fue ahí donde comencé a temer.

Maldigo a todos los franceses, maldigo su acento y su maldita costumbre por no bañarse. Pero más aun, maldigo su habilidad extraordinaria para crear fragancias.

El primer paso dentro de mi despacho permitió que mis fosas nasales
absorbieran todos esos recuerdos denigrantes. Solo una mujer en el mundo usaba ese costoso perfume, y solo mi nariz había tenido la dicha, o la mala suerte, de haberlo olfateado. La luz de las velas combinada con el humo de su cigarrillo hacían imposible divisar su demoníacamente angelical rostro, pero su silueta sobre mi sofá de lectura era inconfundible. Maldita musa inspiradora de pasiones y desgracias. Sus rojos labios contrastaban con su blanca piel y sus ojos negros. Haciendo un círculo de humo me miró de frente y levantó su índice insinuando que debía acercarme.

No caería nuevamente, esa mujer era un agujero negro buscando materia sin vida para trasladarla hasta lo más oscuro del universo. Estaba inmóvil. Ella se inclinó sobre mi sofá y dejó que su perfecta y depilada pierna izquierda se asomara provocadoramente por su rojo vestido. Dios mío, me volvía loco. No debía recaer, debía mantenerme firme ante mis convicciones. Recordar como destruyó mi vida la última vez que apareció. Y como la volvió a destruir cuando se fue.

Me miró y deslizó su lengua lentamente de izquierda a derecha. Se volteó hacia mi tocadiscos y premeditadamente posó la aguja sobre el disco que comenzó a hacer un ruido leve. Take Five, de Dave Brubeck, fue el soundtrack con el que esta viuda negra planeaba destrozarme en mil pedazos una vez más. Se acercó a mí, sin decir una palabra y puso sus manos en mi arma que aún no dejaba de apuntarle. Apoyó su frente en la boca del cañón y sin soltarla flexiono sus rodillas.

El contraste entre mi arma y su frente, en conjunto con el accionar de su mano derecha bajando el cierre de mi pantalón, hacían que mi virilidad se desencadenara. Suavemente bajó mi pantalón y comenzó lo que sabía hacer mejor, destruirme como si me estuviera amando.

Sus rojos labios se mimetizaban con la máxima expresión de mi pasión. Simplemente no podía evitar vibrar ante aquella mirada. Con una mano en mi arma y otra en mi orgullo, me hacía sentir poderoso. De pronto, violentamente se puso de pie. Mi arma estaba lejos de su frente y su boca estaba lejos de darme placer. Me empujó sin piedad contra mi escritorio. Sabía lo que venía. Soltó mi arma y usó su mano para jalarme el cabello con violencia. Su otra mano presionaba de manera amenazante mis testículos. Intentó besarme pero conseguí esquivar su embrujo. Sus delicadas manos seguían presionando. Subiendo y bajando. Subiendo…

De pronto acercó su boca a mi oreja y dijo:

— Él, ha vuelto. Y nos quiere muertos.

Sabía que ocurriría. Mis días estaban contados.

Ya era demasiado tarde, ella podía implorar, suplicar y rogar, yo no me detendría. Volteé su cuerpo hacia mi escritorio, y de un movimiento tomé su pierna derecha y la puse en mi cadera. El calor de su cuerpo y su respiración cortada me indicaban que no pediría clemencia. Desatamos nuestra pasión de mil formas diferentes. Siempre hacía que me sintiera un semental cuando en realidad era ella la que me follaba.

El tiempo se detuvo y luego todo transcurrió muy rápido. Ríos de pasión nos abnegaron por un instante tan extenso y a la vez tan pequeño. De pronto la pasión se terminó y volví a pensar con claridad. Él había vuelto. Ella y yo estábamos muertos. Me limité a vestirme mientras ella, aún desnuda sobre mi escritorio, sacaba un cigarrillo y me miraba lascivamente.

— ¿Qué harás? —Dijo dejando escurrir la primera bocanada de humo.

— Lo mataré antes de que él me mate a mí.

— Te follas a su mujer y luego lo matas –dijo acercándose tanto que podía sentir su pulso— ¿No me besarás?

— Ya te lo dije antes, lo nuestro solo fue sexo.

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