Las
sucesivas instancias de apelación del
caso fueron
inútiles, o tal vez el inútil fuera su abogado. En cualquier caso,
por
tentativa de homicidio frustrado, se
sentenció
a
Alexander Iutinovich, alias Chuti,
a
un periodo de reclusión no inferior a cinco
años. Ser
“hijito de papá” no le sirvió de mucho
entonces,
como
ya estaba acostumbrado a lo largo de sus veinticinco años de vida,
aunque
él seguía
pensando,
como ya leyera en la
cita de un
escritor,
que
para
todos los males hay dos remedios: el tiempo y el silencio. Le
asaltaron dudas sobre su veracidad, sobre la arrogancia de que se
sirven algunos para lanzar pensamientos atemporales, permanentes.
Tiempo
desde luego tenía.
Cinco
largos años
por delante.
Por
ahora
llevaba seis meses,
suficiente para
hacerse
respetar
por aquella
jauría humana de indeseables. Logró
hacerse con una copia de llave del cuarto de calderas, fabricada de
forma casera por él mismo
utilizando una pastilla
de jabón y un palo de los que sirven para sujetar los helados. Pero
no tenía a María, aquel “ángel” le
esperaba fuera, le visitaba periódicamente, y Chuti luchaba con
todas sus fuerzas por mantenerla unida a él a pesar de los gruesos
muros que los separaban. Tarea difícil para tan largo periodo de
tiempo, pensaba
amargamente. Fue
entonces cuando
la vio, allí mismo, en el patio, y se dejó llevar. María se
acercaba con su grácil movimiento de caderas hasta donde se hallaba
sentado junto al resto de presos. Todos se levantaban y dejaban solos
a la pareja. Él comenzó a sobarle las tetas mientras la besaba
ardientemente. No le importaba que los demás estuviesen mirando, que
los funcionarios de prisiones no intervinieran. Era su momento.
Deslizó la mano bajo la vaporosa falda. Tanteó los muslos desnudos
y empujó su mano hacia la entrepierna. Se hizo paso a través de la
insignificante prenda íntima para introducir los dedos en su húmedo
sexo. Ella se dejaba hacer y lo que más sorprendía a Chuti era su
silencio. Entonces sonó la sirena del fin del descanso. Ella se
volatilizó y él se notó la entrepierna ligeramente humedecida.
Aquello fue el punto y
final. Decidió no aguantar ni un día más allí dentro. Por la
tarde Chuti burlaría la vigilancia a la salida de las duchas,
logrando llegar hasta las calderas. Tenía tiempo hasta el recuento
de la noche y, antes de que saltara la alarma, debía encontrarse al
otro lado. Se encaramó por las tuberías, calientes aún a pesar de
los guantes que le permitirían manejarse por las alambradas. Por
suerte, no se electrificaban hasta la hora en que se apagaban las
luces para dormir. Llegó hasta unas rejillas de ventilación que no
tuvo ningún problema en levantar. Se introdujo en un pasillo
débilmente iluminado y dedujo que se trataría de las paredes que
daban a la galería de los presos. Las cañerías seguían hacia
arriba y debía subir por ellas para llegar hasta los tejados.
Asomó al exterior con
cautela. No podía ser visto pero aún así reptó por el alero hasta
que se aproximó al final del edificio. La luz crepuscular era su
aliado. Desde ahí debía saltar a otro edificio algo más bajo y
mantener el equilibrio. Lo consiguió a duras penas y no fue visto
por nadie.
La noche había caído.
El recuento estaría cerca. Ahora solo podían verlo desde una de las
torres. Se encaramó a la alambrada y saltó al otro lado. Entonces
sonó la alarma y los focos pendularon a su alrededor. Fue
descubierto y abatido a tiros. Después, se hizo el silencio.
Me ha gustado mucho este relato Antonio, pobre Chuti por culpa de un sueño abatido a tiros, has casado muy bien la frase.
ResponderEliminarHe disfrutado con la lectura de este relato.
Un saludo cordial.