miércoles, 3 de junio de 2015

Un error (cap. I)

El humo expelido por la locomotora envolvió completamente a la pareja que, abrazados en el andén, se despedía. El beso que comenzó unos segundos antes se prolongó hasta que sonó el silbato del factor autorizando al maquinista la partida. Fue entonces cuando, a su pesar, Al se desasió y subió al vagón con la pequeña maleta que llevaba por todo equipaje. Allí estaban los documentos. Su arma para defenderlos, a buen recaudo, oculta en su pierna izquierda, pero de esto no le dijo nada a ella. Por su bien no debía saber nada en absoluto. Ella levantó su brazo y, con lágrimas en los ojos, lo movió a un lado y a otro en señal de un hasta pronto. Él miraba desde la ventanilla, llevó su mano a la boca y le lanzó un beso. El tren abandonó la estación y Al se introdujo en un departamento vacío.


Avanzaba despacio, cruzando verdes campos de trigo que se extendían hasta el horizonte, donde se unían con un cielo azul; casas construidas arcaicamente, tan solo a base de piedras amontonadas, recubiertas de un tupido musgo por el húmedo clima del lugar; caballos pastando tranquilamente; estaciones en las que el tren no se detenía porque ya formaban parte del trazado histórico de la red ferroviaria, o porque tal vez ya nadie viviera allí... Se sentó y se relajó antes de llegar a su destino, que no estaba a más de dos horas de distancia.


Un pasajero se incorporó al compartimiento y lo saludó, ocupando el asiento frente a él. Personalmente no le inspiró mucha confianza, era perro viejo y tenía por costumbre desconfiar de todo el mundo. Cogió su maleta y se la puso sobre las piernas, colocando sus brazos encima, sin dejar de mirar de reojo a aquel tipo. Al cabo de unos minutos el tren, a la vez que hacía sonar su silbato, disminuyó su velocidad, posiblemente se acercaba a una estación donde debía parar. Aquel tipo no dejaba de mirarlo y le sonreía. Finalmente, aprovechando la inercia de la detención del convoy, el tipo se avalanzó sobre él, propinándole un puñetazo en la cara y le quitó la maleta.


Para cuando se recuperó, vio por la ventanilla que el tipo, sin dejar de mirar hacia donde él estaba, se introducía en el edificio de la estación. El tren había arrancado. Sin dudarlo un segundo se apeó ya en marcha, cayendo al suelo y rodando unos metros, aproximándose peligrosamente a las vías por donde aún circulaba. El personal de la estación le increpó, pero no estaba dispuesto a perder aquellos documentos. Rápidamente se puso en pie y echó a correr tras él.


La calle, fuera de la estación, se hallaba muy concurrida. Miró a ambos lados pero era imposible localizarlo. Entonces oyó un griterío a su derecha. La gente protestaba por los empujones propinados por alguien que huía. Se dirigió hacia allí esquivando certeramente la aglomeración hasta que logró distinguirlo, con su maleta bajo el brazo, introducirse por un callejón. Cuando llegó éste se hallaba vacío, tan solo vaharadas del alcantarillado y un gato al fondo que miraba cautelosamente a su alrededor. Un charco, donde todavía se movía su agua, le indicó que aquel fue el último que pisaría antes de entrar por una puerta metálica que se encontraba a su izquierda. Se agachó y sacó su arma de la funda sujeta a su pantorrilla. La puerta estaba abierta. Nadie se preocupó de cerrarla. Entró con sigilo mientras sus ojos se hacían a la débil luz proveniente del callejón, que le proporcionaba algo de visibilidad en la oscuridad reinante. Dentro se oía a alguien conversar.

  • Pero ¿estás seguro de que no te ha seguido?- decía una voz femenina.
  • Tranquila, lo dejé en el tren. Mientras el tren partía lo ví mirar, aún aturdido, por la ventanilla. Ha perdido los documentos.
  • Eso espero, John- dijo una tercera voz. No sabes la importancia que tienen. Ahora abre la maleta.


Eran solo tres. Ningún problema para rescatar su propiedad. Vio la débil luz de un fluorescente iluminando lo que parecía ser la oficina de algún taller y las siluetas humanas. Los archivadores, amontonados desordenadamente ocupando parte de los ventanales, le procuraban una penumbra que favorecía sus cautelosos movimientos. Se acercó hasta la puerta, ocultándose tras unos grandes cajones. Miró el cañón de su revólver y volvió a cerrarlo para levantarse con decisión y empujar la puerta de la oficina.
  • Soy consciente de que no me han invitado a esta grata reunión, pero ese maletín me pertenece y tengo por costumbre llevarme lo que es mio- dijo apuntando alternativamente a cada uno de ellos.
  • Y yo creo que usted conocerá el contenido de los documentos que porta ¿o me equivoco?- intervino el que parecía ser el jefe.
  • No es asunto suyo. Entréguemelo.
  • Así que no sabe de qué tratan. Usted es un simple correo. ¿Permite que le pregunte cuánto le pagarán por ello?
  • ¿Cuánto me ofrece usted?
  • Bueno, veo que está dispuesto a negociar. ¿Qué le parecen tres mil dólares?

Aquella cantidad superaba ampliamente lo convenido. Sin embargo, no estaba dispuesto a ceder a la primera oferta ya que veía, por el interés que mostraba, que eran de gran importancia. Negociar con criminales tenía sus riesgos y posiblemente perdiera la maleta y el dinero Pero también era cierto que desconocía cuál podría ser el límite máximo. Se arriesgó a pedir el doble.

  • Hey, amigo. No abuse de mi generosidad. Mi última oferta son cuatro mil y estoy seguro que no estará dispuesto a desperdiciar la oportunidad de ganar un buen pico adicional.
  • Está bien. Quiero el dinero ahora mismo.
  • Vamos, vamos. No se impaciente. Comprenderá que semejante suma no puedo llevarla encima. Primero debo hacer una llamada. Después podrá acompañarnos para recoger su dinero y cada cual continuará su camino- y se dirigió a la mesa de oficina para marcar en un teléfono negro los números de su contacto – y, por favor, baje ya ese arma. Hemos hecho un trato.


La llamada fue escueta. Simplemente para concretar el lugar donde se haría el intercambio. Después, un comentario que no acertó a entender. Seguramente se trataría de algún otro negocio pendiente. Le devolvió la maleta para demostrarle su confianza y salieron al exterior para introducirse en un Chevrolet Camaro gris del 69, convertible, con una multa en su parabrisas.


En el trayecto, el silencio fue la nota imperante dentro del vehículo. Las miradas cómplices se intercambiaban secretamente mientras los ojos del extraño se dejaban llevar por las vistas que se le ofrecían de una ciudad ajena, de grandes edificios de cristal reflejando las construcciones circundantes, hasta tomar una salida que le llevaría directamente hasta el puerto, hasta los muelles de carga y, por último, hasta introducirse en un hangar donde otro coche les esperaba.


Bajaron los cuatro. Junto al otro coche, un par de hombres. Uno de ellos portando una maleta que, con toda seguridad, contendría el prometido dinero. Se aproximaron adelantando el maletín para entregarlo al “jefe”. Éste lo colocó encima del Chevrolet y lo abrió mostrando el dinero.

  • Aquí tiene sus cuatro mil. Ahora, deme los documentos.


Las maletas se intercambiaron y todos se dirigieron a sus respectivos coches, partiendo de inmediato y dejando a nuestro hombre solo. Fue entonces, tan solo unos segundos antes, cuando se percató de la trampa en que había caído. Cuando, hilando, pudo recomponer la conversación telefónica final: “el pájaro se quedará en la jaula”. Él era el pájaro y aquel hangar su jaula. Se tiró al suelo, tras un gran cajón de mercancías, a salvo de la lluvia de balas que le llegaban por todos lados. Una de ellas había conseguido rozarle en la pierna izquierda y comenzó a sangrar. Las balas no dejaban de impactar retumbando en sus oídos por la acústica del habitáculo. Miró a su derecha, podía colarse por entre otros cajones. Era su única salida. Quizá fuera una ratonera, pero no tenía opción. En un rápido movimiento se coló y atravesó veloz el pasillo. Se oyeron gritos que ordenaban no perderlo. Echó mano a su arma y apuntó hacia la parte de arriba, suponiendo que por ahí llegaría alguno. No sabía cuantos eran y si ese sería su último día, pero estaba dispuesto a vender cara su vida.


Cesados los disparos, todos los oídos estaban alerta para detectar el más mínimo movimiento. Imperceptible para el que lo provocó, su pisada lo delataría antes de recibir dos disparos mortales desde abajo, cayendo mientras disparaba con su dedo agarrotado en el gatillo de su ametralladora Bren.


Con ella estaba, casi, salvado. Solo tenía que esperar, allí oculto, a que fueran apareciendo el resto. Su pierna seguía sangrando, por lo que moverse lo delataría con el rastro dejado. El único problema era que el cargador de 30 proyectiles estuviera prácticamente vacío. Pero no había tiempo de comprobarlo. Solo rezó para que no quedaran más que tres o cuatro hombres a los que poder liquidar para poder salir con vida de allí. De ser necesario, el resto debería hacerlo con su revólver. Aunque, pensándolo bien, para liquidarlo solo a él no necesitaban un ejército.


Alertados sus oídos y ojos, apareció un segundo individuo, esta vez por el callejón. Tres casquillos cayeron al suelo junto al atacante, los de la Bren. Ni siquiera le dio tiempo a disparar al sorprendido, que dejó su Luger para seguir siendo usada. Parecía que solo quedaban dos, porque uno de ellos alertaba al otro sobre el posible escondite de su presa. Con la Bren en una mano y la Luger encontrada en la otra, vigilando el pasillo y las alturas, el tiempo iba pasando. Poco después aparecieron los dos, cada uno por un lado. Disparó con la Luger al de arriba mientras con la “ligera” dejaba fuera de combate al del pasillo. No se oyó ninguna voz más. Poco a poco se asomó, pasando por encima del cuerpo de uno de ellos. Este aún tuvo fuerzas de agarrarlo por el tobillo antes de recibir sus dos últimos mortales balazos.


No quedaba nadie en el hangar y salió al exterior. Los sonidos de los disparos alertarían a algún cargador del muelle que no dudó en llamar a la policía. Aún tenía tiempo de desaparecer antes que llegaran. Muchas explicaciones tendría que dar para aclarar la matanza, las armas y el dinero que llevaba en el maletín. Posiblemente, aunque esperaba que no, fuera producto de algún robo. Se deshizo de la Bren y subió por una montaña de fardos hasta alcanzar el otro lado justo antes de que oyese las sirenas con toda claridad. No lo vieron.


Pronto estuvo de nuevo en los aledaños de la ciudad y cogió un taxi que le acercaría hasta el hospital sin dar respuestas al intrigado taxista que, malhumorado por la no satisfacción de su curiosidad en todo el recorrido arrancó, al dejarlo, con un brusco acelerón. Tras una cura de emergencia retornó a su hogar.


Su mujer le comunicó que habían llamado reclamando los documentos que debía entregar, que les dijo no saber nada pero que, quizá, en aquel momento pudieran ya haber sido entregados a su destinatario. La cara de estupor de Al la sorprendió porque no entendía qué era lo que había pasado.


  • ¿Qué fue lo que te preguntaron exactamente?
  • Me preguntaron si sabía algo sobre la entrega. Les dije que hacía, aproximadamente, cuatro horas que partiste y no tenía ninguna noticia tuya desde entonces. Al otro lado parecieron estar decepcionados. Pregunté el por qué de ese interés y fue entonces cuando me dijeron que los documentos no eran los definitivos, que tenían muchas incorrecciones y que, por un error del enlace, se pensó que eran esos los que se debían entregar.
  • ¿Algo más?- inquirió Al.
  • Si. Se pusieron en contacto varias veces con el destinatario quien dijo no haberlos recibido. ¿Qué sucede, Al?
  • Me robaron el maletín, pero pude rescatarlo haciendo un gran negocio- apuntilló – Gracias a él me entregaron el doble de lo que me hubieran dado de hacerlo a su destinatario. Dinero del que, además, solo vería la cuarta parte como pago por los servicios prestados. Así que he conseguido ocho veces la cantidad inicial y, para colmo, los documentos no son los válidos- y comenzó a reír durante unos segundos. Después continuó, algo más serio – aunque debo decir que me he visto al borde la muerte. Aquellos tipos me tendieron una trampa, y solo mi pericia como tirador me ha permitido salvar el pellejo, recibiendo tan solo un arañazo en esta pierna- y subiéndose el pantalón le mostró el vendaje.
  • ¡Dios mío, Al! ¿Por qué no llamaste a la policía? Tu vida vale mucho más que esos asquerosos 500 dólares que ibas a cobrar.
  • Verás. En principio solo se trataba de un ratero que, pensé, esperaba encontrar dinero en aquel maletín. Intenté recuperarlo y me vi envuelto en la trama. Ya solo quedaba intentar sobrevivir.
  • Pero ahora te buscarán porque, a sus ojos, tú y solo tú eres quien los ha engañado. ¿Qué vamos a hacer? Tengo miedo, Al.
  • Pediremos ayuda a la policía- dijo pensativo - Y tendremos que cambiar de identidad.

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